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lunes, 23 de febrero de 2015

MI CALLE

FOTO TOMADA DE WIKIPEDIA
Aunque parezca que todo lo que voy a contar son hechos claros conservados durante mucho tiempo en mi memoria, nada más lejos de la realidad. Es cierto que lo que relato es totalmente coherente y tiene sentido, lo que no sé es si todo ocurrió de esta manera o ha sido mi propia mente la que ha reconstruido todo y ha puesto parches allí donde las lagunas del tiempo y, sobre todo, de mi situación, hicieron estragos.

Casi puedo asegurar, porque allí todo era igual, que era una mañana como cualquiera de las que se vivían en aquel marzo de 1916, era una mañana oscura, nublada, la tierra seguía igual de gris y árida que el día anterior. Tras una larga jornada de guardia nocturna nuestro sargento nos avisó de que los que habíamos cubierto la noche podíamos retirarnos a descansar. ¿Descansar? Si podían llamar descanso a tumbarse en el frío y húmedo suelo de una trinchera eran o tontos o muy optimistas, aunque yo siempre tuve la sospecha que los bobos éramos nosotros que, como corderos, nos creíamos todo lo que nos decían y atendíamos fiel a su llamada. Lo malo era que lo que todos creíamos que iba a ser un asunto de dos días entre dos vecinos mal avenidos, se fue alargando y extendiendo de una manera alarmante donde, toda Europa, se estaba desangrando.

Me fui a mi rincón y me cubrí con el capote que, días antes había cogido a un compañero que cayó muerto a mis pies, ya que el mío se había perdido hacía muchas jornadas. Algo que antes me habría parecido horrible, quitar sus posesiones a un muerto, ahora era lo más natural del mundo, a ellos ya no les serviría de nada y a nosotros, los ¿vivos? podría salvarnos hasta que otra bala traidora nos segase la vida.

Los dedos de mis pies estaban entumecidos por la humedad y el frío. Me quité las botas y los froté, conté varios agujeros más en las botas y los calcetines ya eran casi inexistentes. Me dispuse a cerrar los ojos y tratar de dormir un poco cuando, un estruendo que nos dejó prácticamente sordos, sonó algunos metros más allá en primera línea de trincheras. Corrí hacía el lugar y vi un espectáculo desolador, montones  de cuerpos se amontonaban en grotescas posturas, una granada había barrido esa zona del frente. Un poco más alejado, fuera de la trinchera, vi un uniforme distinto al nuestro ¡no!, gritó mi garganta sin voz, ¡No podía ser! ¡Él no! Era Piero, un muchacho que sólo tenía trece años y era uno de mis mejores amigos. El chico era huérfano y había huido hacía meses de un orfanato en el Piamonte, alistándose en el ejército falseando su edad. Debido a su vida dura, su cuerpo se había desarrollado lo suficiente para hacerse pasar por un chico de dieciocho o veinte años. No sé cómo dejó las líneas italianas y llegó hasta allí, siempre que iba a comenzar su historia algo la interrumpía.

No me lo pensé dos veces y corrí a recoger el cuerpo inerte, probablemente estaría muerto, pero eso no sé podía saber, no sería el primer caso de dar a un soldado por fallecido y luego apreciar que seguía con vida. De todas formas vivo o muerto, Piero no merecía quedarse tirado en tierra de nadie. No me lo pensé dos veces y salí corriendo, me arrojé al suelo y repté por el barro, cuando llegué donde estaba el cuerpo del italiano me arrodillé, entonces fue cuando sentí un dolor agudo en el brazo volví a tumbarme en tierra y agarrando al muchacho de las botas tiré de él para acercarlo a las trincheras, ya cerca de nuestras líneas, otros compañeros salieron para ayudarme…

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— ¡Mamá! Me voy a jugar un rato, Armand y los demás me esperan en la plaza. Hoy les vamos a dar una buena somanta a Maurice y los suyos.

— No vuelvas tarde René o te quedarás sin merendar ¿me oyes? Además cuidado con vuestras peleas que la última vez volviste escalabrado, como vuelvas con alguna herida te juro que no te vas a poder sentar en días de los azotes que te vas a llevar. Sabes que no me gusta que andes peleándote por ahí, no quiero que os hagáis daño, ni unos ni otros. No es bueno eso de andar luchando por ahí, las batallas no son buenas ni en los juegos ¡hazme caso, René, Dios quiera que nosotros no tengamos que vivir lo que vivieron tus abuelos tiempo atrás!

Mi madre sabía de lo que hablaba, no hacía tanto tiempo que Francia había salido de una guerra, corta pero intensa, que sentó las bases para la situación de malas avenencias en las que desde entonces vivimos los francos y los prusianos, en la que mi abuelo había participado. Recuerdo sus narraciones, cuando en verano salíamos a buscar el fresco de la noche a la puerta de nuestra casa.

Salí corriendo a la calle, mi calle, ese lugar maravilloso donde había nacido, donde había dado mis primeros pasos. Era una calle corta y estrecha, rodeada de más calles cortas y estrechas que desembocaban en una plaza grande y soleada. De cada casa salían los olores típicos de los hogares, el olor de la leña de las chimeneas en invierno, los guisos de las casas a cada cual más apetecible, el olor a ropa limpia. El griterío de las mujeres llamando a sus hijos o hablando con las vecinas. Los sonidos de los trabajos de los hombres: del herrero, del carpintero, del panadero… Ese olor a pan recién horneado era el primero que llegaba a mi cama al despertar.

No era raro que toda la chiquillería nos uniésemos en las mismas correrías y, tampoco era extraño que dentro de la buena convivencia, hubiese pandillas enfrentadas con nuestros respectivos líderes. Yo era el líder de mi panda y Maurice, mi archienemigo, era el líder de la pandilla de los “Ratas”.

Maurice y yo vivíamos en la misma calle, nuestras madres eran amigas íntimas desde que eran niñas, pero nosotros, no sé porque razón, nos odiamos desde que dimos nuestros primeros pasos y corríamos por la calle para arrebatarnos nuestras respectivas meriendas.

Aquel día era el definitivo, armados con palos, piedras y los más afortunados con espadas construidas de madera, íbamos a dar lo suyo a los “Ratas” a Maurice no le iban a quedar ganas de seguir inmiscuyéndose en nuestros asuntos.

Y sí, salimos ganadores, todos los “Ratas” salieron huyendo como esos repugnantes bichos a los que representaban. Desde entonces todo cambió, mi calle siguió siendo más que nunca mi calle; pero las distancias insalvables entre nosotros hizo que nuestras familias, concretamente nuestras madres, dejaran de hablarse, lo que dividió la calle en dos bandos: los Darras y los Voinchet.

Las cosas no mejoraron entre nosotros, a medida que los años iban pasando y los juegos callejeros cedieron paso a actividades más de adultos, nuestros caminos  se distanciaron y esa calle estrecha no sirvió para unir nuestras vidas, a pesar de los irremediables encontronazos diarios.

En menos tiempo que nos imaginamos nos convertimos en dos jóvenes de dieciocho años que queríamos comernos el mundo, cada uno a nuestra manera, y, eso sí, sin cruzarnos ni miradas ni palabras.

El mismo año de nuestro dieciocho aniversario la vida dio un giro impensable y dramático, 1914 nos trajo nuevos aires, y no precisamente esos aires puros a los que estábamos acostumbrados y que dejaban nuestros cielos limpios y de un azul brillante. Esos nuevos vientos trajeron, polvo, sudor y tiñó nuestros cielos de un gris pardo y nuestra tierra de un rojo sanguinolento. La guerra, casi sin darnos cuenta, llamó a nuestras puertas. Fueron momentos en los que llevados por el embrujo del ¡NO PASARÁN! de quienes nos mandaban y, sobre todo por el impulso de nuestra sangre inocente y joven, nos creímos con la capacidad suficiente para cambiar el mundo al menor coste posible y las cosas no fueron realmente así…

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El día que desperté no me vi tendido en mi cama, y los olores agradables de pan horneado, ropa limpia y comida apetitosa habían cambiado por los acres olores de un hospital de campaña, y entonces recordé todo lo que había pasado y donde estaba. Pregunté por Piero y me negaron con la cabeza, su herida había sido mortal. El pobre chiquillo italiano había encontrado por fin la paz y el sosiego que tanto ansiaba. No puede evitar un nudo en la garganta al pensar que en su  joven vida lo único que había conocido había sido la pena, la frustración y las peores miserias de los seres humanos.

Un médico con la bata ensangrentada se sentó al lado de mi camastro y me contó lo que había pasado. Afortunadamente mi herida no había sido grave, había sido lo suficientemente grande y el esfuerzo que hice al arrastrar el cuerpo de Piero me hizo sangrar copiosamente, aquello me llevó a una situación que me mantuvo en coma varias horas. La bala me había rozado el hombro y un nervio, con lo cual, aquel brazo me quedaría inútil. En poco tiempo había pasado de ser un muchacho en plenitud de facultades y fortaleza a ser un pobre e inútil manco. Aquello sirvió para que me dieran la licencia y poder regresar a casa.

Pero mi casa ya no era como la recordaba, mi calle estaba triste, desierta, no se veían niños reír ni correr por ella. La ausencia de hombres jóvenes era patente. La desolación se reflejaba en los rostros. La escasez de comida debido a la situación bélica se hacía manifiesta y el cielo, a pesar de estar a muchos kilómetros de las trincheras, no era tan azul como lo recordaba. Me enteré que muchos de mis amigos habían caído en el frente y otros aún luchaban en las distintas batallas.

Todo era desolación y lo peor fue lo que llegó después. Aquella guerra que iba a ser rápida y se iba a solucionar en unos pocos meses se alargaba. Ya eran muchos años, cuatro largos años en una situación que ya no era sostenible. Las bajas seguían en alza, y los más afortunados se habían convertidos en pobres lisiados como yo, si no físicamente, sí mentalmente. Ya nada era lo mismo, no podía serlo. Aquella guerra se había convertido en la peor de las pesadillas, las fuerzas ya no se medían cuerpo a cuerpo, con bayonetas y fusiles convencionales o con espadas y sables. Esa guerra terrorífica puso al alcance del hombre artilugios hasta entonces desconocidos: bombas, obuses, aparatos que volaban arrojando muerte y desolación a su paso, carros blindados que, como los cascos del caballo de Atila, arrancaban la hierba a su paso. No, nada era como lo que se había conocido anteriormente. ¿Nadie iba a detener aquella carnicería? Tanta muerte, tanta sangre joven derramada en esos eriales. Una generación entera de chicos, casi niños, fue masacrada y aniquilada ¿Por qué? En el mejor de los casos, en los que aún conservamos la vida, nos robaron la inocencia, la ilusión, la esperanza… la vida.

Finalmente el 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio. La guerra había terminado. Todos recibimos la noticia con alivio, mi calle recuperó un poco la alegría de tiempos pasados. Sabíamos que muchos no volverían, pero la sensatez se impuso en nuestros corazones, aquello significaba que no habría más muertes innecesarias. El terror había pasado, ahora había que mirar hacia delante e intentar que aquello no se repitiera nunca más.

Me gustaba salir todas las mañanas a dar una vuelta por el pueblo. A pesar de rozar el invierno me apetecía sentarme en un banco, mi cuerpo se había acostumbrado tanto al frio del noreste francés, que esos inviernos de mi pueblo enclavado en el sur del país me parecían una bendición. Sentí unos pasos inseguros y una sombra se puso frente a mí. Levanté la mirada y me topé con los ojos de un viejo conocido. Maurice, me contemplaba, su aspecto era desgarrador, las ropas ajadas, el rostro cansado y lo peor, un par de muletas sujetaban una única pierna. A pesar de aquella visión demoledora, sus ojos mostraban el mismo orgullo de siempre y su pose era de total dignidad.

En los últimos días de guerra le habían herido una pierna, los medios en los hospitales ya escaseaban de forma espantosa y los médicos no pudieron evitar que la gangrena se extendiese. El miembro tuvo que ser amputado. Y ahora estábamos los dos ahí, solos, en la misma plaza donde tantas veces se habían librado nuestras ingenuas batallas infantiles. Los dos igual de apagados, igual de rendidos en la victoria que nuestro país no dejaba de celebrar.

Nos miramos mientras las lágrimas recorrían nuestros rostros y, si, nos fundimos en un abrazo, un abrazo que hacía no tantos años habría sido improbable.

Corrí a mí casa y ante el estupor de mi madre rebusqué en el viejo arcón hasta que encontré mi vieja espada de madera y la arrojé a la chimenea. No quería más armas en mi vida, ni siquiera las de juguete. Lo único que pedí a aquellas llamas es que no se volviese a repetir una situación semejante, ¡no más guerras!, ¡no más muertes!, ¡no más lágrimas en los ojos de aquellos que pierden un familiar o les ven regresar en una situación lamentable!

Por eso ahora que han pasado algunos años, no tantos como pudieran parecer, que aún quedamos hombres con la memoria suficiente para recordar aquella barbarie, vemos con estupor que es inevitable que vuelva a suceder lo mismo y que la tierra volverá, si nadie lo evita, a ser regada con más sangre inocente.

Hoy 1 de septiembre de 1939, Maurice y nuestras familias nos hemos reunidos en el salón de mi casa y estamos escuchando  en la radio las últimas noticias: Alemania, sin aviso previo, ha invadido Polonia. El resto de los países europeos ante semejante abuso de poder han decido declarar la guerra al ejército del Tercer Reich.

Nosotros dos, Maurice Darras y René Voinchet, supervivientes de La Gran Guerra,  nos separamos del círculo familiar y nos miramos de la misma forma que nos habíamos mirado aquel día de primeros de diciembre de 1918 cuando nos reencontramos en la plaza. Los hombres volvíamos a ser igual de estúpidos que veintiún años atrás. Volvíamos a ser pequeñas “ratas” peleando por el mismo queso.

FOTO TOMADA DE LA WEB www.culturizame.es

FIN

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