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miércoles, 26 de febrero de 2014

POLVO EN EL VIENTO

“Faltar pudo a Scipión Roma opulenta,
Más a Roma Scipión faltar no pudo;
sea Blasón de su envidia que mi escudo,
que del Mundo triunfó, cede a su afrenta.”

(Francisco de Quevedo y Villegas)


***

El escenario estaba tranquilo, hasta el viento que hacía pocos minutos soplaba con intensidad se había parado de repente. Varios grupos de soldados descansaban mientras tomaban algunas provisiones.


El paisaje estaba silencioso. El cielo ya se iba tornando púrpura debido al crepúsculo. El lánguido sol anaranjado comenzaba a retirarse lentamente y sus rayos se reflejaban en la arena. Una arena fina, que durante el esplendor del día era de color amarillo dorado, y ahora adquiría esa tonalidad naranja-rojiza tan propia de la  caída de la tarde.  

Nada hacía sospechar que apenas unas horas antes se había producido una de las más sangrientas batallas. Una de esas batallas que cambian el rumbo de la humanidad. En el exterior de una de las tiendas del campamento, la más grande, dos legionarios se apostaban a cada lado de la entrada como si fueran dos estatuas vivas. Sus músculos tensos, sus rostros serios, sus ojos que ni pestañeaban, contrastaban con la alegría y el relajo del resto de sus compañeros. Y es que ambos sabían que la misión que les habían encomendado era delicada, tenían que custodiar al prisionero. Nadie, a excepción de su general, podía penetrar allí sin autorización.

Máximo, el más curtido de los guardianes, contemplaba el panorama que le rodeaba. Pese a sus largos años de servicio, su nariz no terminaba de acostumbrarse al olor acre de la sangre y la muerte. Sus oídos seguían escuchando, como si se tratase de un martilleo infame y machacón los alaridos de las víctimas inocentes. Ahora todo estaba en calma, los niños ya no lloraban, los que no hubieran muerto ya, habrían sucumbido al cansancio y al sueño. Ya no escuchaba la cantinela de los rezos de los ancianos y habían cesado los juramentos y las maldiciones de los pocos soldados enemigos que habían sobrevivido tras la dura contienda. Al fin, se habían acallado los gritos y los sollozos de las mujeres ultrajadas. “Menos mal, que un soldado romano jamás violaría a niñas menores de doce años, ni a ninguna mujer a quien no le hubiese visitado su sangre menstrual por primera vez; en esto su religión y su disciplina militar era estricta” — Así trataba de consolarse el viejo legionario.

Ahora los soldados romanos tras dar rienda suelta a sus instintos sexuales y de rapiña —tan fuertes los unos como los otros— descansaban y reponían fuerzas con la placidez y la satisfacción que da la mas aplastante de las victorias.

Todo lo contrario que el grupo de los vencidos que, hacinados y encadenados como bestias salvajes, ocupaban el otro extremo de la ciudad. A ellos lo único que les quedaba era el cruel martirio de contemplar con la tristeza y la vergüenza reflejada en sus rostros, como aquellos salvajes —que decían actuar en nombre de la civilización— habían saqueado sus posesiones y, no contentos con eso, habían torturado y mancillado a sus mujeres. El mayor de los castigos para ellos era saberse vivos y no haber tenido la inmensa suerte de morir honrosamente junto al resto de sus compañeros, que aun yacían inertes sobre el empedrado de la ciudad o sobre la arena del desierto.


Máximo en aquellos momentos se sentía miserable, a pesar de que el pensamiento de respetar a las niñas y  que él jamás había participado en esas bacanales sin sentido le consolaban, no podía evitar que los surcos de su cara se hiciesen más pronunciados y expresasen lo que sus ojos, de atento vigía, no podían reflejar.

Sus músculos se tensaron más si cabe, cuando vio que la figura de su general se acercaba a la tienda. Tras un breve saludo, el marcial visitante penetró en su interior.

Al fin se veían cara a cara, tras tantos años persiguiéndose mutuamente. Ambos se conocían bien, aunque jamás se habían visto en persona, al menos, no de tan cerca.

El más joven, se mostraba orgulloso y arrogante. El otro de edad madura le miraba fijamente con el único ojo que le quedaba. En ningún momento bajó la mirada, manteniendo la orgullosa dignidad del vencido, del que sabe que ha perdido en justicia frente a un enemigo superior.

— Es la primera vez que nos vemos las caras. Quién me iba a decir que yo, el bravo general, quien tuvo en jaque a todo el ejército romano iba a ser derrotado por un muchacho casi imberbe. — El tuerto se podía permitir el lujo de hablar con descaro.

— He rezado a los dioses pidiendo que llegase este día, quería verte a mis pies. Teníamos una deuda pendiente, tú mataste a mi padre, uno de los  mejores generales romanos, y la honra de la familia de los Escipiones. Luego, no satisfecho, acabaste también con mi tío. Tu ambición no te dejaba vivir, necesitabas más tierras. ¿Qué tenía de importante esa Hispania para que sembrases la muerte a tu paso? — El joven vomitaba más que palabras, odio.

— Eso podrías habérselo preguntado a ellos, que no fueron mejores que yo. Ellos necesitaban dominar, y yo necesitaba dominarles a ellos para que en su afán de expansión no terminasen ni conmigo, ni con los míos. Y la prueba de que no me equivocaba la tienes ahí fuera. En esa ciudad que tú, tan digno general romano, ha convertido en ruinas — El ojo sano del maduro general derrotado lanzaba destellos. Le gustaba ver a su rival nervioso, y sabía que para eso él tenía que mantener la calma y no dejar entrever su orgullo herido ni, mucho menos, comportarse como una víctima humillada y derrotada. No podía darle la satisfacción de que su enemigo le viese como un hombre fracasado, aun siéndolo. Él siempre había sido un ser vanidoso y ahora era el mejor momento para exhibir su orgullo. Tomó aire y siguió hablando pausadamente sin elevar el tono de voz y con una tranquilidad que, a él mismo, le sorprendía.

— Yo mamé el odio desde la cuna. Apenas cumplidos los  nueve años juré a mi padre, el gran Amílcar Barca, cuando estaba en su lecho de muerte, que terminaría con todos vosotros. Y desde entonces viví para cumplir una promesa que me ha mantenido encadenado toda la vida. Peleé sin desmayo y gané, hice que mi nombre fuese admirado y temido a partes iguales. Sí, mi joven enemigo, yo sé bien lo que es sentir el poder, sentir el miedo en la mirada de los que te rodean, pero créeme; nada dura eternamente y cuanto más alto se llega más dura es la caída. Goza de tu triunfo hoy, mira mi hermosa ciudad reducida a cenizas y disfruta. Algún día más o menos lejano sentirás la misma hiel que hoy corre por mis venas y me amarga las entrañas. 

*** 

Un hombre de mediana edad reposaba en un diván cerca de la terraza. Sus ojos se mantenían cerrados. La modorra había hecho presa en él, una sensación de letargo que le acompañaba desde hacía unos meses. En sus oídos volvían a resonar los clamores de alegría. Sus ojos contemplaban una escena pasada. Roma, la todopoderosa, se rendía a sus pies. Hombres, mujeres, niños… jóvenes y viejos habían salido a las calles haciendo una piña. De miles de bocas salía el mismo grito “¡Viva Escipión el Africano!”. Si, él, Escipión el general que había logrado vencer al mayor enemigo de Roma.

Pero aquellas alabanzas jubilosas hacía tiempo que sólo le visitaban en sus sueños. “El Africano” no era ni sombra de lo que fue, la política terminó con su glorioso pasado militar. Sus enemigos le calumniaron, le vilipendiaron y no pararon hasta conseguir que terminase abandonado y recluido en su pequeña villa de Campania. Había pasado de héroe a malhechor en unas pocas décadas. Nadie recordaba al aclamado general Plubio Cornelio Escipión el Africano; pero todos guardaban en su memoria al desafortunado Senador Plubio Cornelio.

Ahora su sueño continuaba, volvía a rememorar palabra a palabra la conversación que sostuvo aquel lejano atardecer con su acérrimo enemigo. Volvía a contemplar las ruinas de Cartago. Y lo más curioso era que, otra vez le parecía sentir, posados sobre él, los ojos surcados por las arrugas — que más parecían cicatrices de lo profundas que eran— de aquel curtido centinela. Cuando en torno al mediodía su hija Julia fue a llevarle el almuerzo, Escipión había dejado de soñar.

Muchos kilómetros al este en el camino que conducía hacía Éfeso, un anciano con una túnica sucia y raída se sentó  sobre una piedra para tomar aliento; su viaje había sido largo y sus pies ya no resistían el peso de su flaco cuerpo. Su vista se posó hacía el oeste y de sus rugosos labios brotó una sonrisa: “Te lo dije Escipión, la fama es efímera. Ya puedo descansar en paz, por fin podré presentarme ante mi padre con la cabeza alta. Hoy, el poderío de Roma comienza a declinar, al final todos terminamos siendo nada más que polvo en el viento”. El anciano cerró los ojos para no abrirlos jamás.



En el breve transcurso de unas pocas horas, el mundo perdió a dos de sus más gloriosos generales, y con esa pérdida comenzó  el declive de una época. Aníbal y Escipión se vieron unidos en la vida y en la muerte por lazos de venganza y honor.


FIN

miércoles, 12 de febrero de 2014

UNA ACAMPADA PARA LA CRISIS

Tal y como lo ven, sí señores, así terminó mi pequeño escarceo con la política. Me llamo Joaquín y sí, fui político; para más inri, concejal de urbanismo de mi pueblo. Todo empezó una mañana tranquila cuando regresé de la capital de mi Comunidad Autónoma con mis flamantes títulos de diplomado en económicas y licenciado en ciencias políticas. A Evaristo, el alcalde y amigo íntimo de la familia (ya se sabe que en los pueblos suele pasar que se conoce todo el mundo y además más de la mitad son familia), en cuanto me vio aparecer se le hicieron los ojos chiribitas, necesitaba alguien con preparación para ser su brazo derecho. Y ahí me vi metido en esa gran laguna de aguas profundas que llamamos política.

Los primeros problemas no tardaron en llegar, el primer buitre trajeado con cara de especulador inmobiliario llegó a nuestro tranquilo pueblo, y allí empezó la pelea y mi ruina, me negué con todas mis fuerzas a las pretensiones de aquel depredador vestido de Armani, pero no sirvió de nada. A Evaristo se le llenó el escaso cerebro que tenía de billetes de euros de todos los colores. Aquello terminó con mi carrera municipal y, descubrí, que política e idealismo están reñidos.

Así que tal como regresé, con mi maleta y mis títulos bajo el brazo, me marché con una pequeña diferencia. Si mi regreso fue en loores del triunfo, mi marcha fue entre los abucheos del resto de mis convecinos que me llamaban aguafiestas y oportunista. ¿Dónde había quedado aquello de que era una joven promesa y que me iba a comer el mundo? En fin, de una localidad de unos cinco mil habitantes solo dos siguieron pensando lo mismo a mi marcha. Obvio, mis sufridos padres.

Tiré por la calle de en medio y me decidí por la capital del reino, allí tendría más posibilidades, y así, fui engullido por ese tremendo monstruo de cuerpos sin identidad que iban y venían en una vorágine de locura y aceleración. Al poco tiempo me di cuenta que la capital ya no era la panacea con la que cualquier chico de pueblo soñaba, vaya que ya no te servía venir con el hatillo con los chorizos y jamones que te preparaba mamá y por arte de birlibirloque y como tanto les gustaba alardear en las películas de los sesenta del recurrente, pero siempre genial, Paco Martínez Soria, y alguien te abría las puertas a un futuro brillante o, en el peor de los casos, cómodo. El vini, vidi, venci, se había quedado tan obsoleto como el propio Julio Cesar.

Tras dos meses tirando de los ahorrillos al final pude encontrar un trabajo de comercial, je,je,je. A buena cosa le llaman ser comercial, vamos que mi trabajo se limitaba a repartir publicidad por los buzones, algo muy cansado para las suelas de los zapatos y muy poco rentable para el bolsillo. Y ¿vivir?, ¿dónde podría encontrar algo habitable con el poco dinero que me dejaba limpio mis constantes visitas al zapatero para reponer las suelas. La solución me la dio un camarada publicista y tan comercial desgraciado como yo: «Chaval, ni te lo pienses, lo ideal es un camping;  ahora es lo que funciona para los que, como nosotros, vivimos por debajo del sueldo mínimo. Por poco dinero puedes alquilar una cabaña, eso es lo mejor para tu economía, es como vivir en un chalet adosado, pero mucho más barato».

Y así terminé con mis huesos maltrechos, más que nada, de humillación, en un solar a las afueras de Madrid. Eso sí, en los alrededores no nos faltan árboles que nos dan sombra en verano, no muchos, pero suficientes y tenemos unas bonitas vistas de la sierra madrileña, algo es algo. La piscina en verano parece más bien una bañera, por la cantidad de gente allí acumulada, pero, al menos, puedo mojarme los pies doloridos de tanto paseo diario.

No me quejo, no se vive tan mal, al fin y al cabo las estrecheces de cabañas, caravanas y tiendas de campañas hacen que estemos más unidos. Como en todos los sitios hay de todo, gente mejor y peor, pero lo bueno es que aquí nadie te mira por encima del hombro, ni te insulta, como me pasó a mí en mi querido pueblo. En realidad, nos hemos convertido en una familia porque casi todos, salvando algún caso aparte, hemos conocido tiempos mejores pero sabemos que todo es efímero y que al igual que crees llegar a la meta de tus sueños, un día cierras los ojos y de repente te ves que no es que hayas bajado un escalón, es que has caído en picado al siguiente rellano. Y eso que es una gran putada, no lo voy a negar, te enseña que vivir significa estar siempre inmerso en una ola de altos y bajos, que hoy estemos arriba no significa que mañana podamos desplomarnos.

Me he dado cuenta que esa sociedad estable que consiguieron mis abuelos y mis padres, ya no existe. Esa vida cómoda y lineal pasó a la historia como pasaron las cruzadas, la Revolución Francesa o las guerras mundiales. Ahora nos toca adaptarnos a las circunstancias y no que las circunstancias se adapten a nuestras necesidades. Hoy sé donde estoy y no me arrepiento ni me avergüenzo, yo lo he elegido, podía haber seguido con la trampa e incluso haber llegado a alcalde y estar viviendo en una hermosa casa unifamiliar con todas las comodidades del mundo. He renunciado a todo eso por mi libertad, por mi coherencia, porque valoro más estar en paz conmigo mismo que cualquier triunfo social que no venga del trabajo, el esfuerzo y la honradez.

Que soy un tonto, seguramente, pero soy un tonto feliz. Hoy estoy aquí, mañana, mañana ni lo sé ni me importa. De lo único que estoy convencido es que ya dado este paso, haré lo que quiera hacer, mejor o peor, pero sin presiones, sin engaños, sin aprovecharme de nada ni de nadie y sobre todo sin engañar, sin prometer nada que no pueda (o lo que es peor) no quiera cumplir. Soy Joaquín Ridruejo Martínez: estudiante brillante, político fracasado, comercial mal pagado y explotado, pero ciudadano con libertad para dirigir mi vida y mis acciones y, sobre todo, campista convencido.

FIN