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martes, 10 de diciembre de 2013

PROTAGONISTA

No era su momento, nunca lo fue. Durante toda su vida se limitó a ser un mero espectador de lo que le rodeaba, como si estuviera viviendo algo ajeno, algo que no le pertenecía. Llevaba meses sintiéndose un extraño rodeado por extraños. ¿Meses? No, mucho más. Para ser sincero consigo mismo, llevaba toda su vida así. Desde que tenía uso de razón, desde que siendo pequeño empezó a comprender que sus padres, esos dos seres que lo crearon; no le correspondían tampoco. Jamás le entendieron, no comprendieron que él había nacido para otras cosas: para volar, para ser libre; no para atarse a la dura realidad de aquel pequeño negocio que le había absorbido todas sus energías.

Ni sus amigos eran sus amigos, esa panda de cincuentones solterones o divorciados que se creían chicos de veinte tonteando con todas las niñitas que se les ponían por delante, sin darse cuenta de que la mayor de ellas, podría ser su hija. ¡Esos no podían ser sus amigos! Aquellos chicos que creían que se iban a comer el mundo, que iban a arreglar la sociedad. Aquellos tipos llenos de ideales de lucha y cambio, no podían ser esa panda de babosos que ahogaban sus miserias y sus derrotas todos los fines de semana entre alcohol, cartas y visitas a locales juveniles donde ya estaban fuera de lugar.

Y que decir de Paula, su compañera de toda la vida. Esa chica menudita y morena que le enamoró cuando, subida a una mesa en la facultad, con sus vaqueros raídos, instaba a las masas estudiantiles a unirse a una causa, terminar con el letargo de una sociedad en la que, el viejo régimen languidecía. Él, como siempre, se limitaba a observarla y callar. La admiraba y la respetaba, la adoraba en silencio pero evitaba ponerse a su lado, codo con codo, a luchar con ella. Simplemente dejaba hacer.

Ahora Paula se había convertido en una señora apacible, acomodada en su puesto burgués, con un salario burgués, un trabajo burgués y una vida aburguesada, cómoda y estable. Sin más preocupaciones que quedar todos los viernes con sus amigas para visitar el centro comercial y surtirse de sus potingues de belleza y de alguno de los últimos modelitos de la temporada.

Ellos nunca habían pasado por la vicaría, sus ideales (los de ella), no compartían esos absurdos rituales que suponían las bodas. Un día decidieron (o fue ella quien lo decidió) que se querían y que merecía la pena vivir juntos, pero sin papeles. La pasión duró lo que dura un suspiro, los ideales (los de ella), también se evaporaron en el aire. Todo se convirtió de repente en una sintonía rara de hábitos, rutina y comodidad.

A Julio le aburría todo eso, le aburría el tedio de los demás, su estancamiento, su vida sin ningún aliciente. Él quería ser protagonista, ocupar ese lugar que entre todos le habían arrebatado: sus padres obligándole a dejar sus estudios, sus amigos retrocediendo a una juventud tardía e irrecuperable, su pareja sumida en una vida vacía y sin emoción.

Miró las cuatro paredes que conformaban su vida laboral, observó la mesa llena  de papeles, el ordenador, las carpetas con facturas y pagarés. Sintió la silla que sujetaba su cuerpo, más bien lo oprimía. Se levantó y salió a la pequeña tienda, la joyería, que había sido el negocio familiar desde tiempos inmemoriales. Ya no había nadie; los dos dependientes hacía rato que habían guardado todo lo más valioso en la caja fuerte y se habían marchado, cerrando la tienda. Ni se habían despedido de él. Y no era de extrañar, Julio era tan silencioso y se mimetizaba con los muebles de tal forma, que se hacía invisible a los ojos de los demás.

Julio hizo lo que nunca creyó que podría hacer. Abrió la puerta del local y sin pensarlo, ni pararse a cerrarla corrió, corrió sin medida, sin tino, sin dirección, sin saber donde le llevarían sus piernas. Corrió hasta faltarle el aliento. Sin motivo, siguiendo un impulso reflejo. Necesitaba sentir el aire frio lacerándole la cara.

En su veloz huida, no había ni cogido su abrigo. La noche invernal penetraba en sus huesos, pero él no sentía nada, simplemente el impulso de correr cada vez más rápido de no sentir los pies en el suelo. De volar… volar… lejos, muy lejos, ser por un momento el dueño de algo, el protagonista de su propia vida.

En ese mismo momento frenó su carrera y fue consciente del lugar donde se encontraba. El lugar ideal para iniciar su vuelo. El viaducto, el lugar que tantos como él habían elegido para volar. Cerró los ojos, apretó la mandíbula hasta hacerse daño y saltó, saltó sin importarle las consecuencias. Lo había hecho, por fin, había tenido el valor suficiente para pasar de ser un mero espectador a protagonista.

En su caída vio pasar toda su vida de un plumazo y se dio cuenta de varias cosas: sus padres no fueron los responsables de que dejara sus estudios, él podía haberse mantenido firme, y no lo hizo. Sus amigos se habían transformado en aquellos seres ridículos, porque él era uno de ellos, él era tan responsable como ellos de aquella desidia, ¿por qué no hizo nada por evitarlo? En cuanto a Paula, ¿qué había hecho de Paula? ¿Acaso no fue él el responsable de su desgana? Su falta de apoyo, su falta de ímpetu para animarla en su lucha, sus silencios, su abandono cuando más le necesitaba. Todo eso hizo de esa mujer valiente y luchadora lo que es hoy: una mujer de mediana edad sin ideales, vacía. Él y solo él fue el responsable de aquella situación absurda. No se dio cuenta a tiempo de que nadie, por muy fuerte que sea, puede mantenerse a pie de línea solo; que necesita el aliento y la comprensión de alguien a su lado. Y más, si esa persona era su pareja.

Pero ya era tarde, tarde para comenzar, tarde para pedir perdón, para lamentarse, para reconocer que él único que había vivido una vida falsa y sin sentido era él. Que, como siempre, había sido un puto egoísta.

Pero el choque final no llegaba, abrió los ojos y miró sorprendido, pestañeando como para confiar en que todo había sido un sueño. Estaba en la misma posición, agarrado a la barandilla del viaducto, pero no se había movido. Estaba vivo, no había volado, ni había saltado al vacío como pensó hacer. En ese momento notó la humedad caliente de las lágrimas en su rostro, lágrimas que se iban congelando cuando entraban en contacto con el frio nocturno. Lágrimas que limpiaron esa alma herida y atormentada durante años. Tiritando de frio volvió a la tienda, recogió su abrigo, cerró y se marchó con paso pausado a su casa. Sí, a SU casa; con SU mujer, la mujer que había amado siempre. Y el martes siguiente se volvería a reunir con SUS amigos, los de toda la vida. Tomaría de una vez por todas las riendas de SU vida e intentaría que todo volviera a su cauce, a ese cauce que perdió un día por su falta de acción y su inconsciencia.


FIN

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