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domingo, 18 de marzo de 2012

EL ÚLTIMO ROMÁNTICO


Mariano nunca pensó que le iba a tocar, ¿a él?, ¡imposible! Llevaba trabajando más de diez años en la empresa, un negocio grande, solvente y con un montón de empleados. Esa señora no osaría tocar aquellos sagrados muros, ese pilar de la economía, de las finanzas y, ante todo, aquel icono del buen funcionamiento del país. Estaba convencido de que si caía su empresa todo se iría a la mierda.

Aun así los rumores se propagaban como la pólvora entre los más de quinientos  empleados que componían la plantilla, solamente de su centro de trabajo: «Guerrero, el Jefe de Personal, está llamando a algunos a su despacho, creo que están empezando a repartir las nuevas condiciones laborales y dicen que van a ser tremendas». Paparruchas, pensaba Mariano: «estos incautos se están dejando apabullar por los sindicatos. No, la compañía va viento en popa, la prueba está en que sigue teniendo beneficios, no tantos como otros años; pero seguimos subiendo y ganando dinero». Él lo sabía bien, no en vano era uno de los muchos contables que llevaban las cuentas de aquel emporio.

— Mariano, acude ipso-facto al despacho del Sr. Guerrero, quiere hablar contigo inmediatamente —escuchó la voz de Noelia, la secretaria del Jefe de Personal.

— ¿Sabes para qué quiere hablar conmigo? —Preguntó Mariano lleno de curiosidad— Estoy escuchando rumores entre los compañeros, dicen que es para pactar las nuevas condiciones laborales.

— Pues algo de eso hay, Mariano, no te puedo decir gran cosa, pero sí que es verdad que el jefe se está reuniendo con todos los trabajadores. Estoy viendo muchas caras largas desfilar por aquí, imagino que la crisis está llamando a nuestra puerta. Venga Mariano, dejémonos de charlas que tampoco puedo contarte nada. No sé mucho más, todo esto viene de las altas instancias, directamente de la oficina principal y no pasa por mis manos, pero se cuece algo y, me da la impresión, que no es nada bueno.

— ¿Tanto como para despedir? —insistió Mariano.

— ¡Ay Mariano, ya te he dicho que no lo sé! Lo mejor es que vengas inmediatamente y te enteres, ¡hombre!, tengo la impresión de que al ser llamados uno por uno la cosa va a ser personalizada, de nada te serviría saber lo que le ha pasado a fulanito o a menganito, lo mismo a ti eso no te afecta.

Mariano, por fin, a caballo entre la duda y el miedo colgó el auricular y voló más que corrió al despacho de la tercera planta.

— Me han dicho que quería verme Don Gonzalo.

— Efectivamente Mariano, pasa y siéntate. Ya sabes que estamos atravesando un período difícil, así que la empresa ha decidido hacer unos ajustes.

— ¿Eso significa que habrá despidos?

— Lamentablemente sí, y esos despidos los tendrán que cubrir los que se queden en la empresa y eso llevará a ampliar horarios de trabajo y a ajustar las jornadas, incluso pasando por encima del convenio. Pero alégrate, Mariano, no pongas esa cara de estreñido, que tú sigues con nosotros, eres fundamental para la empresa y no podemos prescindir de tus servicios.

 Mariano respiró, por unos instantes su corazón había dejado de latir.

— Eso sí, tendrás que realizar un pequeño esfuerzo, la jornada ahora será de nueve horas, y con la nueva libertad de horarios, tendrás que venir algunos domingos, no todos, por supuesto.

— Pero la conciliación laboral, los derechos a tener tiempo libre y estar con la familia. Yo vivo muy lejos y ampliar mi horario dos horas más me supondrá estar fuera de casa doce o trece horas. ¿Cuándo podré ver a mi familia y disfrutar de mis hijos?

— Pero que me estás contando Marianito, ¿conciliación laboral, horario para la familia? Cuentos chinos, lo fundamental hoy en día es tener trabajo hombre, lo demás está fuera de lugar, así que no me jodas, ni me vengas con pamplinas. En fin esté será tu nuevo cuadrante, te lo lees y si estás conforme lo firmas y me devuelves la copia firmada.

— ¿Hay alguna posibilidad de rebatir este cuadrante? —preguntó lánguidamente Mariano.

— No, no la hay —contestó el jefe en tono ácido y cortante—. La situación es esta y ahora tenemos todas las de la ley para hacerlo, cada empresa tiene libertad de adaptar las normas que crea convenientes para salvar la situación de crisis que vivimos. Estas son lentejas, si las quieres las comes, y si no las dejas.

— De acuerdo Sr. Guerrero, en unos minutos me lo leo y le pasaré la copia firmada.

— No hace falta que vuelvas al despacho, se lo puedes dejar a Noelia y ella ya se encargará de archivarla. ¡Ah! Mariano, se me olvidaba decirte que a partir del mes que viene las nóminas se van a ver mermadas en un 5%, la situación es mala, muy mala y todos nos tenemos que apretar el cinturón para intentar salir de esta mierda.

A Mariano se le quedaron muchas cosas dentro, como el decir a aquel lechuguino engreído que la empresa podía aguantar perfectamente sin recortes de personal o de sueldos. Y que seguramente, si jefecillos como él, en lugar de subirse el sueldo un 10% y cobrar esas cantidades exorbitantes se redujesen ellos ese famoso 5%, ya sería la “releche”, pero no pudo más que agachar la cabeza, suspirar tristemente y pensar en el disgusto que se llevaría Adela, su mujer, cuando llegase a casa con la noticia, mientras las últimas palabras de Don Gonzalo Guerrero rebotaban en sus oídos: «Y recuerda Mariano, lo más importante hoy en día es trabajar y trabajar para salir de este pozo de porquería, eres afortunado de tener un puesto de trabajo, no lo olvides».


FIN

jueves, 15 de marzo de 2012

MAMÁ BETH


Cuando una mañana lluviosa del mes de octubre Diane vio pasar al pequeño de los Davenport a su coqueto establecimiento —un elegante salón de té en pleno centro del pueblo— no se pudo creer lo que veían sus ojos.

Los Davenport eran la familia aristocrática por excelencia de aquella pequeña ciudad situada en Nueva Inglaterra. No es que fuese una familia de arraigo en la zona, los Davenport tan sólo llevaban viviendo allí unos veinticinco años. De la noche a la mañana los lugareños vieron como la vieja mansión de los Kelly, situada en lo alto de la colina, a las afueras del pueblo, era ocupada por una familia numerosa.

Nada se sabía de esta señora Davenport, una mujer que rozaba ya la cincuentena, elegante y aún muy hermosa, que demostraba una alegría jovial que no desmerecía para nada su noble porte. Mamá Beth, como quería que la llamara todo aquel que intimaba con ella; era una mujer encantadora que se desvivía por su prole de nueve hijos y dejaba ingentes cantidades de dinero en  los pequeños negocios locales.

A pesar de la bonanza que los nuevos inquilinos suponían para la población, esta familia fue objeto de murmuraciones; unos decían que la señora Davenport era una dama inglesa, viuda de un militar que había muerto en acto de servicio durante la Primera Guerra Mundial, que había dejado a la apesadumbrada viuda cargada de hijos y también de dinero.

Pero tampoco faltaron los comadreos que tildaban a la mujer de poco menos que de prostituta. En todos los sitios siempre hay el sabiondo de turno que quiere o cree saber la vida de los demás; así que mientras una parte de la población consideraba a Mamá Beth como una respetable viuda y madre; la otra mitad pensaba que era una antigua madame de uno de los burdeles más lujosos de Nueva Orleans, incluso se llegó a decir que sus hijos no eran de ella y que los había ido adoptando en los diferentes lugares donde se había establecido.

El caso es que los años fueron pasando y todos llegaron a acostumbrarse a esta familia que comenzó a hacerse sentir en la localidad. Una vez por semana la viuda bajaba al pueblo y hacía las compras semanales, acompañada de alguno de sus hijos y dos de sus sirvientes, era su día de relaciones sociales que ella aprovechaba al máximo, mañana de compras y tarde de merienda acompañada de las señoras prominentes de la ciudad.

Un día Mamá Beth dejó de hacer acto de presencia en el lugar. Al parecer, y según comentaban sus hijos mayores, la pobre mujer se había visto aquejada por una extraña enfermedad nerviosa. La familia, preocupada por su madre, mandó llamar a un médico europeo especialista en este tipo de enfermedades, que desde entonces, se convirtió en un miembro más del clan Davenport.

Nadie volvió a ver a Mamá Beth, ni siquiera sus amistades más cercanas lograron visitarla a pesar de que lo intentaron en varias ocasiones, la respuesta  de alguno de los hijos era invariable: «Lo sentimos pero mamá no se encuentra bien, lamenta mucho no poder recibirla».

Los años fueron pasando y de la antigua relación de los Davenport con los lugareños quedó poco. Los hijos de Mamá Beth se habían convertido en hombres y mujeres extraños, solitarios, envarados y altivos; todos parecían haber sido cortados por el mismo patrón, altos, enjutos, de piel cetrina y, sobre todo, ninguno había heredado la amable jovialidad de su progenitora. Todos menos el pequeño, Mortimer, un chico que había llegado a la ciudad siendo un niño de tres años y que había pasado casi toda su vida estudiando en el extranjero.

El regreso de Monty, como le llamaban en el pueblo, supuso un aire nuevo para todos, ya que este joven de carácter abierto vino a romper, en parte, aquella extraña barrera que se habían impuesto sus hermanos.

A los pocos meses la sorpresa llegó en forma de compromiso, Mortimer y Diane se casaron en la iglesia de la pequeña localidad. Los preparativos de la boda fueron la comidilla del momento, y muchos, fueron los que pensaron que seguramente Mamá Beth ya estaría mejor y que asistiría a la boda. ¿Cómo iba a perderse el enlace del primero de sus hijos que daba ese importante paso? Pero llegó el día señalado y la mujer no apareció por ningún sitio.

Mientras, la vida en la mansión continuaba su monótono curso. Diane se vio obligada a cerrar su negocio; ni a Monty, ni al resto de la familia les gustaba que fuese todos los días al pueblo. Así que el tiempo se le hacía eterno encerrada allí, rodeada por las sombras de sus mudos cuñados, con quienes no tenía la más mínima relación.

— Querido, ¿cuándo podré ver a tu madre? Me gustaría tanto poder hablar aunque fuese unos minutos con ella. Aún la recuerdo, cuando yo era pequeña el pueblo se convertía en una fiesta cuando ella aparecía. Era tan amistosa y tan amable, es una lástima que esa incómoda enfermedad se haya cebado en ella.

— No te preocupes cariño, todo llegará, dentro de no mucho tiempo entrarás con nosotros a nuestras tertulias de los jueves, así que vete preparando.

A los pocos meses de la boda Monty la sorprendió con una noticia.

— Diane, esta noche subirás con nosotros a la habitación de mamá, por fin ha dado su consentimiento, quiere verte.

Diane pasó el día nerviosa y ocupada pensando que ropa podría lucir ante su suegra, cuando llegó el momento, Monty fue a buscarla a su alcoba común.

— Estás preciosa, cielo, mamá se sentirá orgullosa de ti.

La joven subió las escaleras hasta la última planta de la mansión con el corazón desbocándose por su boca.

Al llegar ya estaban allí todos sus cuñados, la habitación era grande pero estaba completamente a oscuras, todos los ventanales habían sido cegados.  Una luz blanca y mortecina iluminaba una especie de cama redonda donde un ser amorfo, sin formas, sin cabeza, sin cuerpo y sin extremidades, reposaba. Alrededor de aquella masa gelatinosa de un color verde grisáceo, había diez sillas extrañas de madera; a Diane le parecieron como aquellos asientos que había visto un día retratados en un periódico, esas malditas sillas donde mataban a los condenados a la pena capital.

La joven ahogó un grito e intentó salir de allí, pero los fuertes brazos de Mortimer la retuvieron.

— No te preocupes cariño, no pasará nada, ahora si que ya serás uno de los nuestros.

La última imagen que logró recordar Diane fue como la arrastraron a una de esas sillas y ataron su cintura al respaldo con un fuerte cinturón de cuero, mientras aquel horrible doctor se acercaba a ella con una jeringuilla.

Al despertar, Diane se vio allí sentada, rodeada por su marido y sus cuñados, un gran peso se concentraba en su cabeza, seguía atada. Tanto Mortimer, como el resto de la familia permanecían con los ojos cerrados, ninguno tenía puesto el cinturón, y sobre sus cabezas reposaba una especie de casco de metal que les cubría todo el cráneo y la frente hasta casi rozarles las cejas, de estos artilugios salían un montón de cables que estaban conectados a una extraña y enorme máquina. Diane no la había visto antes, suponía que, en un principio, se hallaba oculta tras los cortinones verdes que había visto al fondo de la habitación. De este raro aparato salían más cables que se hallaban enchufados a esa masa deforme que pretendía ser Mamá Beth.

Diane poco a poco se fue convirtiendo en uno de ellos, triste, con la piel amarillenta, solitaria, flaca hasta casi rozar esos límites en los que la delgadez puede considerarse enfermedad, sin ganas de hablar y reír. Todo lo que fue alguna vez se había quedado en un rincón de su pasado.

Ahora sólo le quedaba un recuerdo, su nombre, y las palabras que, procedentes de una voz desconocida y que, ahora, recordaba lejanas rebotaron en su mente durante su primera reunión familiar: «No olvides nunca tu nombre, es lo único que te mantendrá enlazada a la vida».

— Me llamo Diane Gillbert, me llamo Diane Gillbert —repetía como una autómata la joven día y noche, sobre todo cada jueves antes de penetrar en el dormitorio de Mamá Beth— podrás robarme toda mi energía, podrás absorberme entera, pero mi nombre y mis recuerdos no te los llevarás jamás.


FIN

domingo, 11 de marzo de 2012

EL DESEO DE DUNE


Dune era una bella joven que habitaba en una pequeña aldea perdida en un hermoso y frondoso bosque. Vivía con Lhea, la curandera del lugar, la mujer que años atrás la había recogido una fría noche de invierno cuando alguien, nadie sabía quien, la dejó en la puerta de su humilde cabaña siendo aún un bebé.

Lhea junto con el resto de los aldeanos le dieron todo el mimo y el cuidado que aquella bonita criatura merecía. La niña crecía feliz entre aquella gente que la quería y la aceptaba como uno más aún sin conocer su origen.

Uno de sus pasatiempos favoritos era perderse por el bosque, jugar entre los árboles, cantar, correr y saltar libremente acompañada de su fiel perro Duende. Su música favorita era el murmullo del viento. Su único espejo, una pequeña laguna formada en un remanso del río, donde Dune contemplaba cada día como iba cambiando su cuerpo y creciendo en hermosura.

A nadie en la aldea le extrañaba que la joven desapareciese días y días. Sabían que tenía una pequeña cueva donde cobijarse durante la noche, y estaban tranquilos porque Duende la protegería de cualquier peligro.

Incluso Vanion, el joven leñador y su amigo de la infancia, que ahora la amaba por encima de todas las cosas, no osaba declarar aquel amor. La joven era un espíritu libre y el muchacho callaba y esperaba en silencio a que su amada por sí misma acudiera a él. No quería acosarla, preferiría mil veces esperarla toda la vida a que sus brazos amorosos fuesen una cárcel para ella.

Una mañana de primavera, mientras Dune caminaba por el bosque vio unos carruajes parados al borde del río. Del más lujoso de ellos se bajó una hermosa joven luciendo un vestido de ensueño, hilos plateados que ensartaban pequeñas perlas y trozos diminutos de cristal, bordaban un hermoso traje de seda de un color azul cielo maravilloso.

Aquel ser de cuento de hadas se acercó a Dune y comenzó a hablarla. Era una princesa y viajaba para casarse con el apuesto príncipe que le habían asignado por esposo. La princesa hizo abrir uno de sus baúles y los asombrados ojos de la muchacha vieron vestidos y joyas que jamás había podido imaginar. Tras pasar un buen rato descansando del fatigoso viaje, la comitiva emprendió la marcha, pero antes de despedirse la princesa le regaló un pequeño espejo enmarcado en oro y pequeñas esmeraldas. Así podría contemplarse cada día sin necesidad de acudir al remanso.

Pero aquel encuentro no fue todo lo bueno que cabría esperar. Desde entonces Dune se sentía triste. Ya no cantaba, apenas reía. Turbios pensamientos agitaban su alma, era hermosa, tanto como aquella princesa. ¿Por qué no podía tener todo aquello? ¿Podría encontrar ella un hermoso y galante príncipe? ¿Tendría que conformarse y pasar toda su vida entre aquellos aldeanos?

Un día, en una de sus escapadas iba tan ajena a lo que le rodeaba, tan inmersa en sus negros pensamientos que no se dio cuenta donde pisaba y tropezó con la raíz de un árbol próximo al río. La aterrorizada muchacha, cayó al agua que estaba embravecida por el reciente deshielo. Afortunadamente pudo aferrarse a una rama y las agitadas aguas no pudieron arrastrarla. Duende ladraba como un loco, la aldea estaba alejada y no se atrevía a dejar sola a su ama. El perro se rompería la garganta para hacerse oír. De pronto, entre los árboles, surgió la figura de un jinete montado en un hermoso caballo blanco. Sin pensárselo dos veces, se tiró de la cabalgadura y corrió a salvarla; el galante joven, le cedió su manto y la llevó hasta las proximidades de la aldea para que pudiera secarse y curarse los rasguños que las piedras y las ramas le habían producido.

A partir de entonces la vida de Dune cambió. Cada día acudía a aquel lugar donde se daba cita con Amadeo, que así se llamaba el joven. Compartían bromas, risas, ideas y largas conversaciones que cada vez les acercaban más. Hasta que pasado un tiempo, el joven se decidió y le pidió matrimonio.

— No tienes familia, nadie a quien pertenezcas. Ven conmigo ahora mismo. Sé mi esposa. Mi palacio de cristal y todas mis pertenencias serán tuyas. Tendrás todo lo que has soñado, los vestidos y las joyas más esplendorosas que jamás hayas podido soñar y, sobre todo, tendrás mi amor por siempre.

Dune no dudó ni un instante. Al fin todos sus anhelos se habían hecho realidad. Quería a Amadeo y no tenía dudas de que a su lado sería dichosa. Tomó la mano que le ofrecía su amado y, aferrada a su cintura, galopó feliz hacia su destino. En su jubilosa locura la muchacha no pensó en acercarse a la aldea y despedirse de quien, hasta ese momento, había considerado como su familia. Ni siquiera se acordó de Lhea, que era lo más parecido a una madre que había conocido. Sólo miraba de vez en cuando hacia atrás para ver si Duende les seguía, y sí, el fiel perro, agotado pero valiente, seguía el galope del corcel. No dejaría a su ama por nada del mundo.

Cuando salieron del bosque, Dune contempló alborozada un hermoso palacio de cristal. Estaba situado en lo alto de un monte no demasiado alejado de la arboleda. Aquella sería su casa. Cuando llegaron, una legión de criados salió a recibirles. Duende, amedrentado, se alejó del grupo y por más que su dueña lo llamó, el perro terminó por marcharse con la cabeza y las orejas gachas; el animal supo reconocer al momento que su ama ya no le necesitaba, él volvería a su hogar.

— No te entristezcas amor mío. —dijo Amadeo—. Déjale, si quieres un perro tendrás siete. Si quieres la luna pídemela, yo la robaré del cielo para ti.

La muchacha dejándose llevar por el susurro de aquella voz cálida, se colgó de su brazo y se dispuso a atravesar la puerta de rejas de oro macizo y disfrutar de su nueva vida.

Los días pasaban felices, Dune tenía todo lo que había ansiado; nadaba en el lujo y la abundancia, y la felicidad le hacía resplandecer.

Ese día se despertó temprano y decidió ponerse uno de sus vestidos más sencillos. Sentía un impulso irrefrenable de pasear por su bosque, incluso podría acercarse a la aldea y contarles a todos lo que la había pasado. Hacía ya dos meses de su desaparición y, aunque ellos, estaban acostumbrados a que ella fuese libre como el viento y desapareciese con facilidad, nunca había tardado tanto en regresar. Había sido una desagradecida, ahora lo veía claro. Aquellos aldeanos que la habían criado desde niña no merecían aquel trato. Les tendría que dar una explicación, pero lo que más deseaba era invitarles a su palacio y hacerles partícipes de su felicidad.

Su sorpresa fue mayúscula cuando encontró la puerta cerrada y uno de los criados en aptitud estirada y rotunda se negó a abrirla para ella, replicando que eran órdenes del amo. Dune, indignada, corrió en busca de su esposo y le contó lo que había pasado. Aquel altivo criado pagaría su osadía.

— Es cierto, querida, ese criado cumple mis órdenes. No puedo permitir que salgas de palacio; eres mía y sólo mía, tu hermosura me pertenece, no puedo compartirte ni con el bosque ni con tus aldeanos. Tu amor tiene que ser sólo para mí.

La muchacha se sintió desvanecer, sus ojos se abrieron a la cruda realidad. Había caído en la trampa de un amor posesivo y egoísta. Desde entonces, se sintió languidecer lentamente. Dune se pasaba horas y horas pegada a los muros de cristal de aquel hermoso edificio, que se había convertido en su jaula. Su aguda vista divisaba a Duende esperándola en la linde del bosque. Incluso algunas veces, no sabía si era su imaginación que le jugaba una mala pasada, creía ver junto al perro la figura alta y esbelta de Vanion con su haz de leña al hombro.
   
En aquellos instantes un nudo se formaba en su garganta y las lágrimas surcaban su rostro. Su sueño se había convertido en realidad, había conseguido todo lo anhelado, pero aquello le había costado su bien más preciado: la libertad.

FIN

jueves, 8 de marzo de 2012

LA CHICA DEL 4º B


Ernesto llegaba a su casa a las tres de la tarde, puntual como siempre, tras su dura jornada laboral. Bonita manera de llamar a esas siete horas que pasaba en un trabajo de mierda, con un sueldo de mierda, que sólo le proporcionaba seiscientos míseros euros al mes para vivir. El joven, a sus treinta y cuatro años recién cumplidos, se había convertido en esa nueva generación de lo que su madre llamaba con cariño “hijos pródigos”. Sí, esos hijos que tras haber vivido un tiempo en la bonanza, abandonaban la casa de sus padres para tener su propia casa, su vida, su pareja, lo que siempre se ha llamado formar una familia.

Pero a Ernesto de poco le sirvió su carrera de arquitectura, ni los años que había trabajado —muy bien por cierto— en aquella selecta empresa de diseños arquitectónicos; nada de lo anterior lo libró de caer en el pozo sin fondo de la situación actual. Las cosas iban mal, la crisis hacía mella en todos los sectores y de golpe y porrazo se vio sumido en la vorágine de los nuevos tiempos, es decir, a ser uno más de los que engrosaban las filas del INEM, en busca de un subsidio que, por supuesto, no le daba para afrontar la hipoteca de su ático en pleno centro de la ciudad. Una cosa llevó a la otra y Ernesto, como si de un mal sueño se tratase, se vio de repente fuera de su enorme cama de medidas especiales para volver a ocupar su vieja cama de adolescente de uno noventa. Eso también lo llevó a cambiar el abrazo nocturno de Conchi, su prometida, por el de Miko, su primer osito de peluche, ese trozo de tela ajado que su santa madre, doña Encarnación, se empeñaba en mantener como adorno sobre el edredón de su hijo.


De su edificio moderno, una torre de treinta pisos, situado en una de las amplias avenidas principales de su barrio residencial;  y un mogollón de vecinos repartido en rellanos de cinco puertas cada uno, tan aséptico, tan cuidado, pero donde a pesar de vivir como en un gran panal, nadie conocía a nadie; ahora había vuelto a las calles estrechas de su niñez; al edificio donde se crío, un pequeño inmueble, de esas construcciones de finales del siglo XIX, con dos puertas en cada rellano, cuatro pisos y un patio interior. Ocho familias, ocho vecinos que con el paso del tiempo habían sido como una prolongación de la suya propia. Ernesto volvió a pararse en el rellano para hablar con la señora Juanita, la del primero, o con el señor Aniceto, el hombre que tenía un puestecillo de zapatero remendón en su misma calle, y que hacía años que vivía tranquilamente de su jubilación. Todos estaban ahí, todos menos doña Luisa, la pobre mujer, aquejada ya desde hacía años por el Parkinson, apenas podía valerse ya, así que sus hijos habían decido llevarla a un centro donde estuviese bien atendida: «Una pena hijo, una pena, una mujer siempre tan activa. Bueno, la verdad es que los hijos han hecho lo mejor, por lo menos estará atendida, aquí ya sólo era un peligro para si misma. Ahora son malos tiempos para vender, así que han decidido alquilar el piso hasta que las cosas cambien, y les está costando mucho trabajo, en fin, a ver que nos viene. Hemos estado siempre tan acostumbrados a vivir los mismos aquí, ya nos conocemos de toda la vida y ahora con este mundo tan agitado en el que no te puedes fiar de nadie». Le contó su madre.

Por eso, cuando aquella tarde de vuelta del trabajo vio un camión de mudanza frente a su portal, Ernesto en el fondo se alegró. Por fin alguien se mudaba. ¡Ojalá fuese alguien próximo a su edad!, no tenía nada en contra de sus vecinos de toda la vida, incluso les tenía mucho cariño, todos sin excepción habían sido como unos padres para él. Pero cuando se trasladaron a vivir allí, su madre era una joven viuda, el resto de los vecinos eran bastante más mayores y por ende sus hijos también, con lo cual Ernesto siempre se sintió como ese hermano pequeño que llega tarde al reparto, al que todos miman, sí, pero también vigilan. Además, sus nuevos vecinos serían los más cercanos, el piso libre era el 4º B, es decir, justo el que estaba enfrente del suyo, y a parte de los tres balcones que daban a la calle, tenían otras tres ventanas y un balcón en el patio interior por el que podían ver a sus vecinos casi de continuo.

Subió los escalones de dos en dos, y allí, en el rellano y hablando con los  hombres de la mudanza, la vio por primera vez. Almudena sería su nueva vecina, una chica de su edad que vivía sola.

Desde aquel día Ernesto empezó a hacerse el encontradizo, le gustaba aquella chica, discreta y algo tímida. No es que fuese un bellezón, pero tenía algo; a Ernesto, acostumbrado a las poses, a la moda de vestir, a los maquillajes y peinados a la última de todas las mujeres que habían pasado por su vida, desde sus excompañeras de trabajo hasta su exnovia; el estilo sencillo de aquella mujer le sorbió el seso. Almudena nunca iba maquillada, su forma de vestir era sencilla, se limitaba a vaqueros, camisetas y playeros, y su melena siempre suelta al viento. En aquellos meses Ernesto sólo la vio un día más arreglada de lo normal, un traje de chaqueta sobrio pero elegante, y el pelo recogido en un moño alto, con un ligero maquillaje que casi ni se notaba: «La verdad es que estoy incomodísima, no me gusta nada maquillarme, lo odio, sólo lo hago por obligación, pero bueno, ¿que diría mi hermana si me presento a la comunión de su única hija en vaqueros y playeros?». Le dijo ella con una tímida sonrisa cuando Ernesto se le cruzó en la escalera y soltó un prolongado silbido de admiración.

Almudena trabajaba en el turno de noche de una empresa de telefonía como operadora; así que su horario era siempre invariable, salía de casa alrededor de las siete de la tarde y volvía a las siete de la mañana, dormía hasta la una o las dos y luego se ocupaba de arreglar su casa, prepararse la comida para el día siguiente, ir a la compra, etc. Nunca llevaba amistades a su casa, ni en ese tiempo vieron nunca a esa hermana, cuya niña, había hecho la comunión.

— Hijo, estoy contentísima con esta chica, yo que tenía miedo pensando en quien nos podía venir, pero fueron temores infundados, es una joya esta muchacha; siempre tan discreta, tan educada tan… hijo mío, ¿te gusta, verdad?

— ¡Mamá, por favor! Es sólo una vecina, casi ni nos conocemos, lo poco que coincidimos en el rellano o en las escaleras.

— Sí, sí, y por eso no te veo que estás pendiente de las ventanas contemplando lo que hace, pero si te estás comportando igual que cuando eras un crío y te pillaba espiando tras las cortinas a la hija de doña Luisa, y eso que era mucho más mayor que tú. Hijo, no me tomes por tonta, las madres sabemos mucho más de lo que nos decís, para eso os hemos parido, sólo nos podéis mentir cuando nosotras queremos dejarnos engañar.

— ¡Bueno sí, me gusta bastante! Pero tampoco quiero hacerme muchas ilusiones, todavía me acuerdo de Conchi y quiero darme un poco de tiempo. Pero tengo que reconocer que Almudena es tan diferente.

— Pues no esperes demasiado hijo, estas chicas son escasas hoy en día. Tú espera y verás como llega otro listo y se la lleva. Por mucho que alardeéis los hombres de hoy en día que os gustan más liberales y menos… ¿cómo decís vosotros?, ¿estrechas? Te digo yo que a este pedazo de joya cualquier espabilado te la quita como hagas el tonto. Hijo, no sé como puedes seguir acordándote de esa arpía que en cuanto te vio en la estacada te dejó tirado. Nunca me gustó esa chica para ti, pero claro, las madres tenemos que oír, ver, callar y sufrir en silencio.

— Bueno mamá, cambiemos de tema, no me gusta hablar de Conchi —dijo Ernesto cortante— lo pasado, pasado está. Tienes razón, creo que podría intentar invitarla un día a salir, no sé al cine, o a tomar una copa. Lo malo es su turno de trabajo, la pobre me dijo que incluso trabaja sus días libres para ganar más dinero, la verdad es que con esta porquería de sueldos que nos dan no se puede vivir.

— Pues la invitas un domingo a comer y luego la acompañas al trabajo. ¡Hijo por Dios, tan listos que sois y hay que deciros todo! —Ernesto sonrió, le gustaba su madre en plan Celestina-casamentera.

Al domingo siguiente fueron a comer a las afueras, a un quiosco restaurante junto al lago. El día era precioso y a través de la cristalera del salón se veía una maravillosa panorámica de la ciudad. Tras una estupenda comida, estuvieron paseando, charlando y riendo. Almudena era una chica divertida y se notaba que tenía estudios o, al menos, clase. Cuando llegaba la hora de incorporarse al  trabajo Ernesto se prestó  amablemente a  llevarla.

— No, mejor pasamos antes por casa y recojo mi coche, no me gusta dar tres cuartos al pregonero en el trabajo, ya sabes lo cotillas que pueden ser las compañeras, además necesitaré el coche para luego cuando salga.

— Por eso no te preocupes mujer, mañana voy yo a recogerte, tengo el día libre, me lo debían de las vacaciones.

— No, no, prefiero ir yo por mis medios, Ernesto. No te preocupes —dijo la joven azorada.
El muchacho no volvió a insistir pero aquella negativa le asombró. Volvieron a casa y ella tomó su coche. Un impuso irresistible hizo que Ernesto cogiera el suyo y la siguiera, no quería espiarla, no era eso, pero aún no había encajado bien aquella negativa.

A medida que se alejaban de la ciudad, Ernesto se iba asombrando más, habían pasado ya muchos polígonos industriales y en ninguno se habían parado pero, ¿dónde trabajaba aquella mujer? De pronto vio que el pequeño Smart de Almudena se metía por un desvío de una carretera secundaria, y a unos pocos metros, en un descampado, paró junto a un edificio de dos plantas iluminado por fuertes luces intermitentes de neón.

Almudena salió del auto y entró en el peculiar edificio. Ernesto optó por esperar un poco y aparcó junto a donde había aparcado ella. Había bastantes coches allí, pero el espacio era amplio y aún quedaban muchos lugares libres.

El joven penetró en la estancia mientras un sudor frío le mojaba la frente, aquello no le gustaba y no era tan lerdo como para no sospechar lo que era. El interior le dio la razón, ese lugar era un tugurio medio en tinieblas. Sólo había dos lugares más alumbrados; la barra del bar y una especie de escenario, aunque las luces no eran directas. En el resto del salón había mesas y sillas mal repartidas y peor iluminadas. En el escenario unas barras como las que usan los bomberos esperaban el comienzo del espectáculo. Ernesto se acercó a la barra y pidió una cerveza.

Una música sensual y envolvente comenzó a sonar y tras unas cortinas aparecieron cinco chicas, al ritmo de la música se fueron quitando la poca ropa que llevaban hasta que sólo se quedaron con un mini tanga de lentejuelas doradas que cubría lo más imprescindible, mientras las mujeres, como contorsionistas sin huesos adoptaban las posturas más difíciles agarradas a esas barras. Aquellos movimientos, como no podía ser de otra forma, excitaron sobre manera a aquella panda de clientes salidos y babosos, que sin miramientos saltaron de sus sillas, abandonaron la barra y se lanzaron, cual fieras rabiosas al escenario, manoseando a las chicas e introduciendo billetes en sus diminutos tangas.

Ernesto llevado por una inercia extraña se aproximó también al escenario, sorteando y empujando a varios individuos de aquella jauría hambrienta de carne humana. Al final, consiguió ponerse muy cerca a sólo dos filas. Allí comprobó lo que más o menos ya intuía. En el escenario y a pesar de los kilos de maquillaje que cubría su rostro, reconoció en una de aquellas stripper a Almudena.

Ella ni se dio cuenta, agarrada a su correspondiente barra se dejaba manosear como sus otras cuatro compañeras. Ernesto retrocedió, el estómago le escocía, no sabía si había sido producto del asco, la pena o el desengaño. Sus pies que parecían pesar quintales le llevaron a una de las mesas más alejadas del salón, y allí en la oscuridad rumió uno de los momentos más amargos de su vida.

Un hombre gordo y con aspecto sucio se acercó.

— Veo que eres nuevo aquí, no querrás perderte lo mejor, ¿verdad? Esto es sólo el entremés, el plato fuerte viene luego. Arriba hay habitaciones, ¿sabes? Mira, te hago este favor por ser novato, uno tiene que cuidar a sus futuros clientes, si me dices ahora cual de las chicas te gusta más, te la reservo para el primer turno.

Ernesto miró al hombre con repugnancia, pero se repuso inmediatamente.

— Me gusta la segunda de la izquierda, la del pelo castaño, la más bajita. ¿Cuánto me costará?

— Uhmmm veo que tienes buen gusto ja,ja,ja. Sí, “La Telefonista” les gusta a todos. No sé que le ven, deben ser esos aires de mosquita muerta. Aquí le pusimos ese mote porque siempre viene sin maquillar de casa y no veas que pintas tiene de estar todo el día cogiendo teléfonos je,je,je… Pero si ni bebe ni fuma.

— Al grano, dime lo que me costará, a mí las intimidades de tus chicas no me interesa lo más mínimo —cortó bruscamente Ernesto.

— Cien euros la hora.

— Ya puede ser buena —sopló el joven.

— Mis chicas son las mejores, yo les trato bien, les doy independencia a mí con que me cumplan aquí, luego cada una que viva su vida como quiera. ¡Ah! Y jamás les he tocado un pelo de la ropa ¿eh? No como otros colegas que las apalean como quieren. Y encima, nene, otro aliciente; todas son producto nacional.

Ernesto haciendo oídos sordos le tendió al hombre dos billetes de cincuenta euros. El gordo a su vez le dio una llave cuyo llavero era una chapa dorada medio roñosa con el número cinco grabado en ella.

— El espectáculo terminará en quince minutos, si quieres puedes ir subiendo y poniéndote cómodo, en cuanto termine, te mando a “La Telefonista”.

Ernesto entró en la habitación, un habitáculo muy parecido a las habitaciones de los moteles de carretera, él había conocido alguno, no por esto, sino por sus antiguos y numerosos viajes de empresa. Al menos, ese tugurio tenía un baño individual. El chirrido de la puerta al abrirse le sacó de sus meditaciones.

Una Almudena desconocida, cubierta por la escasa ropa con la que salió al escenario por primera vez y con la cara cubierta de pegotes de maquillaje le miró sorprendida.

— ¡Ernesto! ¿Qué haces aquí?

— Comprobar por mí mismo lo que eres. Cómo puedes engañar así, cómo puedes reírte de las personas que han llegado a tenerte cariño, mi madre, los vecinos, yo mismo. Yo que pensaba en ti como la luz que volvería a iluminar mi vida y rasgar de una vez por todas esta cortina negra que me rodea desde hace tiempo. —Ernesto quería ser duro, punzante, mordaz, pero no lograba conseguirlo, a pesar de todo, aquella mujer seguía inspirándole ternura.

— Yo no quise esto Ernesto, te lo juro, no quise vivir esta vida. Yo era una mujer como otra cualquiera, con sueños normales, pero un día ves lo más oscuro de la vida, ¿sabes lo que es verte sola, sin trabajo, sin nada? A mí me echaron de mi trabajo hace años, se me terminó el paro y me vi en la calle. Ni siquiera me quedó la satisfacción de poder ser una “hija pródiga” como tú, yo no tenía una madre o un padre que me acogiesen en su casa y me diesen cobijo y un plato de comida.

Ernesto intentó tragar el nudo que se le había formado en la garganta, mientras Almudena seguía hablando.

— Ves que se te cierra una puerta, y otra, y otra. Que primero te cortan la luz, luego el agua, y después por si no ha sido bastante con eso te embargan porque debes más de mil euros de comunidad. Y un día abres los ojos y ves que el único techo que tienes es el arco de un puente y la única pared que te cobija es la nada. Intenté buscar trabajo de lo que fuera, pero todo el mundo está mal, te cierran las puertas, ni siquiera pude encontrar nada para limpiar, y lo poco que encontré no me llegaba para vivir.

La mujer respiró hondo para ahogar las lágrimas que pugnaban por salir.

— ¿Crees que esto es agradable?, ¿crees que me gusta vivir así? Pero llega un punto en que tienes que elegir, es vivir, o morir. Sí, soy puta, ¿y qué? No hago mal a nadie, ¿tenía acaso que haberme dejado morir en un rincón oscuro de una calle?

— ¿Y tu hermana? —murmuró quedamente Ernesto.

— ¿Qué hermana? Yo no tengo ninguna hermana, toda mi vida está vacía y es tan falsa como esa Almudena que te forjaste en tu imaginación. No, a la comunión que fui fue a la de la hija de “La Patri”, una de mis compañeras.

— Yo te quiero, Almudena, deja esto ahora mismo, ya nos apañaremos. Yo soy un hombre liberal, a mí estas cosas no me importan, me importas tú y sólo tú. Sé como eres, durante estos meses te he estado viendo día a día, eres una buena persona y sé que te gustará más vivir una vida tranquila conmigo antes que continuar aquí —Ernesto no podía creer lo que estaba escuchando, se oía a sí mismo y no se reconocía. Era un hombre liberal y moderno, ¿pero tanto?

Almudena le miró profundamente, y sus ojos se entristecieron al ver la expresión de Ernesto.

— No, Ernesto, ni tú mismo te puedes creer lo que estás diciendo, tus palabras están diciendo una cosa y tus ojos otra. Mira, las mujeres que nos dedicamos a esto tenemos un sexto sentido, somos, si quieres, un poco psicólogas y sé que esto no funcionaría, no. Duraría un tiempo, un mes, dos meses; quizá y siendo generosos un año, pero algún día cuando se pasase la ilusión de los primeros momentos, esta imagen volvería a ti. Volverías a ver este antro, me volverías a ver rodeada de miradas lascivas y lo que es peor, echarías la cuenta de todos los hombres que han pasado por mi cama. No, Ernesto, sabes que eso no lo soportarías, y al final “La Telefonista” ocuparía el lugar de Almudena en tu corazón y eso nos haría un daño irreparable.

Ernesto bajó la mirada, sabía que en el fondo la mujer tenía razón.

— Por lo menos dime si realmente te llamas Almudena.

— Sí, Almudena es mi verdadero nombre, aunque nadie de aquí lo sepa.

Ernesto salió de la estancia dejando sola a Almudena que no pudo reprimir ya sus lágrimas. En el pasillo se encontró con el dueño de aquel garito.

— Ummm ¿No has cumplido ni la hora? ¿No te ha gustado la chica o es que eres de los rápidos? Pues aquí no devolvemos el dinero.

— ¡Váyase al diablo! Y por supuesto, métase ese dinero por el culo y que le aproveche —contestó Ernesto airado y de un fuerte empujón apartó al hombre del estrecho pasillo y salió corriendo de ese oscuro antro que, triste contradicción, había iluminado su conocimiento.

Almudena siguió siendo la misma chica discreta y formal del edificio, ningún vecino podría haberse creído que aquella mujer sencilla, educada y poco provocativa se transformaba de noche en algo muy distinto. Desde aquel día Ernesto y ella se evitaron, él dejó de espiar tras sus ventanas y ella procuraba salir cuando sabía que él no estaba en casa.

— Hijo, ¿qué ha pasado con Almudena? Desde que la invitaste a comer no habéis vuelto a quedar, y ya no te veo tan pendiente de ella.

— No pasa nada mamá, no encajamos, eso es todo. Pero no me arrepiento de haber seguido tu consejo, estas cosas hay que afrontarlas para bien o para mal y es mejor darse cuenta a tiempo, pero no te apures mamá, eso de quedar fue una buena idea.

— Bueno, bueno, hijo, cuando tú lo dices verdad será; aunque yo sigo pensando que es la chica perfecta para ti.

Así fueron pasando los días y a los dos meses de la fatídica cita, un camión de mudanza llegó a la Calle del Pez nº 5. En pocas horas todos los enseres de Almudena quedaron almacenados en aquel camión y ella se marchó con su pequeño Smart negro y plata tras ellos. Poco a poco el resto de los vecinos se fueron olvidando de Almudena, aquella simpática, educada y algo estrecha vecina del 4º B. Todos, menos Ernesto, que a partir de ese día volvió a contemplar y a espiar las ventanas del piso de enfrente, buscando entre la oscuridad la imagen cercana de Almudena.


FIN

domingo, 4 de marzo de 2012

SIN PECADO


Fray Baudelio contemplaba su huerto con tristeza, zanjas sin hacer, campos sin desbrozar, arbustos sin podar… El invierno se había adelantado ese año y un manto de escarcha cubría el suelo. A ese paso dentro de poco la capa de hielo haría impracticables las labores del campo. Y él ya no tenía las fuerzas de antaño, con su medio siglo a las espaldas, el monje ya no podía trabajar igual que antes. Además de dedicarse al huerto, él era también el boticario del monasterio y sus preparados medicinales eran famosos en toda la región.

Necesitaba ayuda urgente, los tiempos que corrían no eran buenos. La última epidemia de peste había diezmado la población. La larga guerra que asolaba el país desde hacía ocho años y sembraba la tierra de sangre tampoco ayudaba a que las cosas fueran mejor. La escasez de manos, sobre todo jóvenes, se hacía palpable. En un año no había entrado ningún novicio en el cenobio, un lugar que normalmente solía recibir una media de diez o doce muchachos al año.

Absorto en sus pensamientos no sintió los pasos que se aproximaban. Levantó la cabeza cuando sintió la tosecilla familiar de fray Jerónimo, el sub-prior.

Vengo a darle una alegría hermano. Le traigo dos aspirantes a novicios que según órdenes de nuestro prior serán los encargados de ayudarle en las faenas del huerto. Incluso si son despiertos le podrían echar una mano también en la botica comentó fray Jerónimo con una sonrisa. El encorvado fraile venía escoltado por dos jovenzuelos que no llegarían aún a los trece años.



Baudelio contempló a los muchachos, eran totalmente distintos, como de la noche al día. Uno era alto y fuerte para su edad, moreno, con ojos de un color negro azabache que despedían fuego, directo y seguro de sí mismo, sin un ápice de timidez en su semblante. Tanto sus ropas como sus ademanes hacían ver claramente que aquel muchacho era de alta cuna. 


El otro chico era menudo, su pelo rojo zanahoria sucio y encrespado pedía a gritos agua y jabón. Su aspecto desvencijado denotaba su baja condición social. Tímido y retraído, miró fugazmente a Baudelio, que comprobó que aquel muchacho de rostro pecoso y ojos de un azul intenso, no le era totalmente desconocido. Aquel chico era hijo de uno de los esclavos del señor de las tierras colindantes a las del monasterio. 

Fray Jerónimo, estos jóvenes me vienen como caídos del cielo, ahora mismo estaba pensando en todo el trabajo que queda por hacer y el poco tiempo disponible. Este año el invierno viene con prisa y yo ya estoy viejo para ciertos menesteres. Pero dejemos a estos mozos que se vayan conociendo mientras nosotros apuramos una copa de vino especiado con miel que le vendrá bien para su tos.

Los dos frailes penetraron en la cabaña que servía de botica y de secadero de hierbas, y los dos jóvenes se quedaron fuera mirándose con cierta desconfianza.

Parece que ahora vamos a ser compañeros habló el moreno—. Me llamo Roland ¿y tú?

Yo me llamo Jonás dijo el pelirrojo con timidez.

No me gusta nada la decisión de mi padre, yo no quiero ser monje. Me gustaría ser soldado como él. No creo que dure mucho aquí entre cuatro paredes y rezos repuso Roland; sus ojos brillaban dejando de manifiesto su juvenil rebeldía.

¿Tu padre te ha obligado a venir aquí?

Sí, somos tres hermanos. El mayor heredará el título y las tierras. El segundo es soldado, dentro de pocos días partirá a la guerra con el Duque de Amiens. Yo soy el pequeño, y es tradición familiar que el hijo menor sea cedido a la Iglesia. ¡No quiero ser monje, yo quiero ir a la guerra y luchar! ¡Tendrías que ver lo bueno que soy con la espada! ¿Y tú? ¿Cómo has terminado aquí?

Yo no tengo a nadie, mi padre falleció hace una semana. Era uno de los esclavos del señor de las tierras de al lado. Si estoy aquí, es por la caridad de los monjes.

¿Has entrado en el monasterio siendo más pobre que una rata? Pues a mi padre le ha costado un puñado de monedas de oro dejarme aquí.

Hace unos años, al poco de nacer yo, uno de los frailes sufrió un accidente cuando volvía de un viaje. Su caballo tropezó y cayó a las aguas. Mi padre que estaba por allí realizando unos trabajos para su amo, le salvó la vida, evitando que se ahogase en el río, y además recuperó el dinero y algunos objetos de valor que llevaba. En pago del favor, mi padre pidió al prior que si alguna vez le pasaba algo, los frailes se hiciesen cargo de mí. Él no quería que su hijo llevase la misma vida miserable que él. Mejor ser monje que tener dueño. 

El invierno dio paso a la primavera, la primavera al verano, y tras el otoño volvió el invierno. Roland y Jonás durante aquel año se habían convertido en los mejores amigos. Compartían rezos, trabajo y juegos. Fray Baudelio era bueno con ellos y siempre les daba libertad para que tuviesen algún tiempo para ellos mismos. 

Los muchachos estaban podando unos arbustos y de vez en cuando se gastaban bromas y jugaban entre ellos ante la mirada complacida del fraile boticario.

¿No le parece que esos muchachitos ya son mayores para esos retozos? comentó a sus espaldas fray Javier, el cillerero. Este monje enjuto, de cara avinagrada, no era muy querido en la congregación. Los novicios le temían por sus severas penitencias y castigos. El resto de los hermanos tampoco soportaba su presencia, su carácter tosco, huraño y siempre husmeando el pecado ponían nerviosos al resto de la comunidad. Fray Baudelio solía evitar el trato con él. Le consideraba un perfecto moralista, un doctor en teología y muy escrupuloso a la hora de acatar los mandamientos de la Iglesia… pero  le disgustaba la falta de humildad y caridad cristiana de las que hacía gala, así como ese aire frío y distante que le hacían poco propicio al trato con los demás seres humanos; de cierta forma al boticario le costaba entender la manera de ser de aquel monje seco y resentido. Fray Javier sólo adoraba la perfección y era implacable con los defectos terrenales.

Son sólo niños hermano Javier.

Sois muy condescendiente con esos muchachos, esos juegos pueden ser peligrosos. Vuestra pureza es sin duda una virtud hermano Baudelio, tantos años recluido en este pequeño monasterio no os ha dejado ver los pecados del mundo. Yo he visto de todo, y os digo que lo de esos muchachos terminará mal. El pecado de la carne no sabe de edades.

¡Hermano! Mi conocimiento del mundo es poco, tenéis razón, pero no estoy ciego. He vivido muchos años y he visto muchas cosas. No soy tan ignorante como creéis; por eso sé qué es lo que estáis insinuando, y no me gusta. Estáis muy errado si pensáis semejante cosa de estos muchachos. Son jóvenes y están en edad de jugar y divertirse, hermano. La vida es muy dura, ya tendrán tiempo de conocer los sinsabores y las amarguras que nos depara el destino. ¡Dejad que disfruten de la inocencia de la niñez!

Veremos hermano, veremos en que termina todo esto respondió fray Javier con una sonrisa torva y malintencionada, el único gesto más parecido a la alegría que podía surgir de aquel rostro tenebroso.

El invierno aquel año era tan duro como el anterior. Aquella noche Jonás no podía dormir; el cuerpo le temblaba bajo la raída manta. Sentía mucho frío y los dientes le castañeteaban, sin embargo, el interior de su cabeza parecía hervir a borbotones, como el puchero del potaje del hermano cocinero. 

¿Qué te pasa Jonás? ¿Te encuentras mal? dijo Roland a su lado, tocándole la mano que aferraba la vieja manta ¡Dios bendito, estás helado! Hazme un hueco en el catre, te echaré por encima mi manta y me acostaré a tu lado, así podré darte calor. Si en un rato no reaccionas y sigues encontrándote mal, llamaré a fray Baudelio.

Lentamente el cuerpo de Jonás fue reaccionando y entrando en calor, su respiración se tornó más acompasada y su cuerpo se relajó quedándose dormido al poco tiempo: «Parece que está mejor, pero de todas formas mañana no le dejaré levantarse y avisaré a fray Baudelio; seguro que alguna de sus medicinas terminarán de mejorarle» pensó Roland antes de caer también vencido por el letargo. Las jornadas en el huerto eran agotadoras, los madrugones y las distintas jornadas de rezos, les hacían aprovechar al máximo cada hora que podían robar al sueño. 

Aquella semana le correspondía a fray Javier entrar en el dormitorio de los novicios y despertarles. En media hora tendrían que estar en la capilla dispuestos para los rezos de Prima. Lo que vio en el catre de Jonás le dejó mudo, los dos muchachos permanecían dormidos y abrazados. El rostro del fraile se convirtió en una máscara de ferocidad, los ojos se le salieron de las órbitas y comenzó a gritar como un loco. Sus predicciones habían resultado ciertas, la inmundicia había traspasado aquellos santos muros.

¡Pecado! ¡Pecado de lujuria contra natura en esta santa casa! No ha sido casualidad que sea yo el que haya descubierto esta ignominia. Dios me ha convertido en su instrumento haciéndome testigo de lo que todos pretendían ignorar. Yo seré el instrumento purificador, que devuelva la santidad a esta bendita casa y la libere de los pecados de la carne. 

El fraile salió corriendo y cogió una tea cercana que iluminaba el pasillo. Una de la esquinas de la celda de los novicios servía para apilar la leña que se utilizaba en la cocina. Fray Javier poseído de una furia fanática, con los ojos inyectados en sangre y cual ángel redentor de los pecados del mundo, sin pensarlo dos veces, arrojó la tea sobre el montón de leña seca que prendió como yesca.

El fuego se propagó con mucha facilidad, varios novicios salieron corriendo de la habitación, el resto de los frailes salió de sus celdas y los más jóvenes a duras penas consiguieron detener al fraile justiciero, que poseído por la locura, pretendía arrojarse a las llamas. Todos los novicios consiguieron salir de la estancia, todos menos Roland y Jonás.

¡Vamos Jonás, tenemos que salir de aquí!

No puedo Roland, huye tú, estoy demasiado débil para moverme del catre.

No, no me voy sin ti amigo, te dije cuando nos conocimos que mi meta no era ser fraile, yo quería ser soldado, y un soldado nunca abandona ante el peligro.

El fuego se extinguió con mucho esfuerzo, fue una mañana muy larga donde monjes y aldeanos trabajaron duramente. A pesar de todos los esfuerzos, gran parte del edificio quedó calcinado. No consiguieron salvar el ala oeste donde se encontraban la celda de los novicios, la cocina, la bodega y el refectorio.

Fray Javier no había vuelto en sí, tan pronto deliraba entre susurros como comenzaba a gritar contra la infamia, la lujuria y el pecado. 

Fray Baudelio le contemplaba, pero sus ojos no transmitían ni una pizca de piedad por aquel monstruo maniático de mirada desvaída. Él que era un dechado de bondad para aquellos que le conocían, no podía sentir lástima de aquel loco fanático que se había cobrado sin ningún miramiento la vida de dos jóvenes e inocentes muchachos: «Eran sólo dos niños sin maldad» no dejaba de repetirse el fraile boticario. Mientras, su mente no dejaba de preguntarse en qué libro sagrado o profano estaba escrito que el amor y la amistad fuesen pecado.

***************
El autobús rodaba lentamente por el camino de grava; desde sus ventanillas el grupo de turistas podía divisar un edificio.

Señoras y señores, estas ruinas que pueden contemplar pertenecen a un monasterio edificado en el siglo XI. No nos detendremos ya que el lugar no tiene ninguna relevancia especial. Simplemente reseñar que esta pequeña construcción sufrió un incendio a mediados del siglo XIV que dejó destruida toda el ala oeste. Aunque se desconocen las causas, algunos historiadores señalan que el incendio pudo ser causa del mal tiro de las chimeneas de los fogones de la cocina. Ahora nos detendremos a comer, tienen una hora, luego  seguiremos  el viaje   hasta la  Abadía  de  Mont Saint 
Michel, donde podrán encontrar un códice antiguo que contiene una completa compilación sobre las hierbas y sus usos medicinales, remedios que han sido utilizados en épocas posteriores para tratar diversas dolencias y han sido ensalzados por muchos médicos contemporáneos. Como curiosidad les diré que ese códice fue de los pocos escritos que pudieron salvarse del incendio de esta pequeña abadía.


FIN