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domingo, 15 de enero de 2012

ÁNGEL DE LA GUARDA (Primera parte)


Madrid, febrero de 1945

A pesar de que ese año el invierno no estaba mostrando su cara más amable y estaba siendo más frío y riguroso que años anteriores, los alrededores del Palacio de Cristal, situado en el Parque del Retiro, estaban atestados de gente, como si todos estuviesen ansiosos por recibir el calor de los rayos de sol que, afanosos, al fin se habían abierto paso consiguiendo arrastrar los insistentes nubarrones grises que, días atrás se empeñaban en cubrirles.

No era extraño que en aquella ciudad, que no hacía muchos años había sido uno de los escenarios de una guerra cruenta e irracional; ahora sus habitantes, a pesar de vivir sometidos a una dura posguerra en la que todavía escaseaban cosas muy básicas, salían a disfrutar del sol y del aire, de ese aire limpio que les habían escamoteado durante varios años, al igual que les habían robado seres queridos, ilusiones y esperanzas.

Todo había cambiado, era cierto, ya nada sería como antes. La vida había dado un giro de trescientos sesenta grados para muchos que vieron mermar sus libertades. Pero poco a poco, todo se iba restableciendo, las heridas se iban cerrando aunque todavía escociesen. El miedo había ido dejando paso a la quietud y a la paz; el conformismo había quitado brío al ansía de libertad, tras el horror, ahora la gente quería sosiego, seguridad y sobre todo era el tiempo de llorar por los que se fueron y disfrutar de los que les quedaban. Disfrutar, esa era la palabra, eso era lo que guiaba a todas aquellas personas: adultos y niños, que, sin proponérselo, se habían convertido en una especie de manifestación pacífica de aquella hermosa, despejada y cálida mañana de un domingo invernal.

Una pareja joven tomados del brazo caminaba por entre  los paseantes, ajenos al resto del mundo, seguramente haciendo planes; como tantas y tantas parejas que en aquellos años soñaban con una vida común, una casa propia, unos hijos… un futuro. La joven lucía una maravillosa sonrisa, mientras escuchaba las palabras de su prometido y contemplaba la mirada de sus profundos ojos negros.

Cuando menos lo esperaba, Eugenia notó que algo golpeaba su tobillo derecho, el objeto era duro y estaba tan gélido que el frío traspasó sus medias de nylon.

La lata había rodado a sus pies, y frente a la pareja un niño muy guapo de unos siete años, les contemplaba con cara de susto.

— ¡Lusito, Luisito, que te tengo dicho, no molestes a la gente! Lo siento señorita, los niños, ya sabe usted, no hay forma de que se queden quietos.

La mujer se había levantado de un banco próximo al estanque, llevaba en brazos a una niña y de la mano a otro pequeñuelo y, azorada pero con dulzura reprendía a su hijo mayor.

— ¡Pide perdón a esta señorita en seguida!

— Perdón señorita —murmuró el niño con la cabeza baja. El chiquillo era el vivo retrato de su madre.

— No se preocupe —dijo Eugenia con una sonrisa y acariciando la cabeza del pequeño— no me ha molestado. ¿Quieres ser futbolista cuando seas mayor?

— ¡Sí! —gritó el niño con los ojos llenos de ilusión y como si el pequeño incidente se le hubiese borrado de la mente salió corriendo y comenzó a patear de nuevo la vieja lata.

La madre con una sonrisa se despidió de la pareja y volvió a sentarse en el mismo banco junto a sus dos hijos menores.


— ¿Nos sentamos un rato? —preguntó la joven a su prometido. La muchacha tras la breve conversación con la madre de los niños se había quedado abstraída.

— ¿Te ha hecho daño el crío? —la preguntó su novio.

— No, en absoluto, me gusta mucho este sitio y quiero disfrutar un rato de él.

Un hombre apuesto de mediana edad y con una ligera cojera en su pierna derecha caminaba deprisa por el paseo. Luisito salió corriendo a su encuentro.

— ¡Papá! ¡Papá! ¡Qué pronto has vuelto!

— Y traigo excelentes noticias. Elvira, cariño, ya no tendré que hacer más el turno de noche, ahora sólo trabajaré por la mañana, así podré disfrutar más de vosotros —dijo el hombre, se notaba que el júbilo que sentía le hacía elevar la voz— Y además me suben el sueldo, Elvira, voy a ganar dos pesetas más al mes. ¿Estás contenta? Yo casi no puedo creerlo.

La mujer abrazó a su marido, su hermoso rostro se había iluminado. Al poco rato el hombre tomó a su hija pequeña de brazos de su esposa y la familia emprendió el regreso a su casa. Elvira agarrada del brazo de su esposo y con el pequeño de la mano, mientras el inquieto Luis revoloteaba en torno a sus padres saltando feliz.

— Papá, ahora, ¿podrás comprarme un balón? ¡Venga papá, di que sí, di que sí! ¿Me regalarás una pelota de fútbol para mi cumpleaños? Yo de mayor voy a ser como Ricardo Zamora "El Divino", ¡verás, verás! Me haré famoso… y ganaré dinero… y a mamá le compraré vestidos y a ti esa pipa que tanto te gusta y que siempre te paras a mirar en ese escaparate.

— Ja,ja,ja,ja, De acuerdo campeón, si te portas bien y con un poco de suerte quizás consigas tu balón.

La hermosa estampa familiar se fue alejando de Eugenia, que no había apartado la vista de ellos ni un solo momento. Al verles marcharse agarró el brazo de su novio.

— ¡Es ella!, ¡es ella!

— Pero, ¿qué dices?, ¿te encuentras bien?

— Sí, Alfonso, estoy bien, muy bien, ahora sé que hay algo por encima de nosotros que es mucho más equitativo y justo que nuestro limitado juicio de valores.

— No entiendo.

— ¿Recuerdas que el verano pasado volví a visitar, junto a mis hermanos, la ciudad que nos vio crecer? Tú no pudiste acompañarnos porque aquel día trabajabas. No había vuelto a ir allí, sabes que al estallar la guerra nos fuimos a Alicante huyendo del asedio y los continuos bombardeos, y luego cuando finalizó nos instalamos en Madrid, no habíamos vuelto a saber nada de nuestros amigos y vecinos, ni de las monjas que nos criaron; ya que mi madre nos sacó del colegio un año antes de estallar la contienda. Me gustó volver a recorrer sus calles, y no podía dejar pasar por alto una visita a aquellos muros donde pasé mi infancia. Me alegré de ver a aquellas mujeres que nos habían cuidado durante años, pero a ella no la vi. Cuando las pregunté por ella, las monjas me contaron que al inicio de la contienda desalojaron el colegio y lo transformaron en hospital de sangre; Sor Elvira se había enamorado de uno de los solados heridos, colgó los hábitos y se fue con él. No volvieron a saber nada de ella, aunque suponían que debido a su gran error tendría su castigo, nada escapa a la justicia divina. Me hace enormemente feliz saber que las monjas se equivocaron, que no está purgando su tremendo pecado, que está feliz y ha cumplido su mayor deseo.

— Y esa mujer, ¿la madre de esos niños, es Sor Elvira? 



— Sí, es ella, al principio no estaba segura, su cara, su voz me resultaban familiares; pero cuando he escuchado su nombre y sobre todo cuando he visto su rostro inundado de felicidad cuando su marido le ha dado las buenas noticias no he tenido ninguna duda. Es ella, nuestro ángel de la guarda, la persona a quién varios niños debemos la vida.



CONTINUARÁ...

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