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domingo, 29 de enero de 2012

LA ANCIANA DAMA


Beatrix y yo éramos dos almas gemelas, ese tipo de personas solitarias, huidizas y con una clara dificultad para relacionarse con los demás. Así que, como si fuéramos dos hermanas siamesas, pegadas la una a la otra, comenzamos a vivir nuestro mundo privado y peculiar, hecho solamente a nuestra medida y para nosotras. Si ahora mismo alguien me preguntase cuanto tiempo llevábamos juntas, lo único que podría responder es que nos conocíamos de toda la vida. Toda la vida que éramos capaces de recordar, se entiende, al menos, desde que ambas tuvimos el raciocinio suficiente para ser conscientes de nosotras mismas y de nuestro entorno, a pesar de nuestra corta edad. Lo que no sabría decir con exactitud era el tiempo físico que duraba nuestra amistad medido en segundos, minutos, horas, días, meses y años.

Nos conocimos en el colegio donde ambas estudiábamos internas. Beatrix era la única hija de una aristocrática familia rural del Condado de Northumberland, al norte de Inglaterra. Y yo, yo no sé muy bien de donde había salido, ni quien era, ni que hacía en un colegio tan selectivo de señoritas bien de Inglaterra, cuando pobre de mí, era una  infortunada huérfana —o eso creía—, ya que jamás conocí a mis padres. Siempre pensé que yo estaba allí por la buena voluntad y la piedad de algún pariente lejano que prefirió meterme entre esas cuatro paredes, antes que hacerse cargo de mí. Lo extraño de la situación es que nunca vino nadie a verme; los parientes lejanos o cercanos habían desaparecido de mi vida como si todos se hubiesen disuelto como el humo.

Esa situación tampoco me preocupó en exceso, al principio debía ser demasiado pequeña para darme cuenta de esas cosas; y luego… luego ya nada tuvo importancia porque, al fin, conocí a la que sería mi compañera de juegos ideal, a mi única y verdadera amiga, casi la hermana que nunca tuve.

Desde el primer momento me cayó bien aquella niña tímida y retraída de gruesas coletas rubias, enormes gafas de pasta color miel y dientes apresados en horribles hierros que afeaban su rostro; pero con una mirada dulce y triste.

— ¿Te hace daño esa cosa que llevas en los dientes? —le pregunté curiosa.

No sé muy bien si me escuchó porque no respondió mi pregunta, pero lo que sí sé es que desde entonces no le fui indiferente. Beatrix me miró a través de sus grandes gafas y me sonrió; y, yo, que estaba siempre sola y relegada a mi suerte en los rincones más recónditos de las salas y galerías del enorme edificio, supe por primera vez lo que era tener alguien cercano.

Nos hicimos inseparables, donde iba una, iba la otra; incluso compartíamos habitación y cama. Los dormitorios eran salas inmensas, y en aquel edificio antiguo, la calefacción no tiraba siempre como debiera. En las noches más rigurosas del frío y húmedo invierno en la campiña inglesa, era agradable sentir el calor y la tibieza de otro cuerpo a tu lado.

Éramos tan inseparables que cuando llegaron las vacaciones y Beatrix tuvo que volver a su casa para pasar el verano, no quiso dejarme sola y decidió llevarme con ella. Y yo fui feliz, nunca había gozado del calor de un hogar, ni del amor de unos padres; nadie me iba a echar de menos, nadie iba a acudir al colegio a preguntar por mí o a llevarme a una casa que pudiera llamar mía. Así que empecé a considerar la casa de mi amiga como la mía propia.

La mansión Mansfield era una hermosa y sólida casa de arquitectura victoriana, una casa enorme y llamativa por fuera y cálida y acogedora por dentro. Y todo el mérito lo tenía la madre de Beatrix, una mujer cariñosa y agradable, que se desvivía por mejorar el entorno de todos los que vivían a su alrededor.

Pero los padres de Beatrix no eran los dueños de aquella hermosa finca, no hasta que la heredasen. La auténtica dueña de todo aquello era lady Candace Looper, tía abuela y única pariente del padre de mi amiga. Una de las imposiciones de aquella mujer para que el padre de Beatrix heredase el título y todas las posesiones de la anciana, era que estos fuesen a vivir con ella. Y no era fácil aguantar a aquella mujer solitaria, excéntrica y dominante. Si era difícil para nosotras que sólo íbamos durante las vacaciones, más lo era para los padres de mi amiga que tenían que soportarla a diario. Y, aun así, a pesar de aquello y de verse alejada de su hija —ya que otra imposición de la dama, fue que la niña debía ir a formarse a un internado, que ella pagaba gustosamente— la madre de Beatrix siempre conseguía mantener la dulzura y la simpatía necesaria para el trato con los demás.

El primer verano fue extraño. La anciana señora se movía por toda la casa y era muy desagradable cruzarse a cada momento con su mirada reprobadora, y eso que tratábamos de huirla constantemente. Pero gracias a los esfuerzos de la madre de Beatrix, que nos organizaba picnics y excursiones por los alrededores muy a menudo, y a los extensos jardines que rodeaban la mansión, podíamos gozar de bastante libertad. Lo más insoportable eran las tardes lluviosas tan habituales incluso en verano, y aun así, hasta aquello era agradable, ya que para mantenernos quietas y no meter bulla, el padre de Beatrix, con la maestría de los mejores narradores, nos contaba historias y cuentos maravillosos que nos dejaban a ambas con la boca abierta. Sí, aquel fue un verano maravilloso a pesar de todo… bueno aquel verano y los cuatro que siguieron.

Al año siguiente, la anciana dama ya no se movía de su habitación, su enfermedad reumática se había agudizado y apenas se movía unos cuantos pasos, sólo de la cama al sillón orejero situado frente a la chimenea —que siempre permanecía encendida, ya fuese verano o invierno—. Allí pasaba toda la jornada, hasta que, tras la cena, entre su doncella y la madre de Beatrix volvían a ayudarla a desvestirse y la metían en la cama.  

Nuestros veranos, desde entonces, fueron más felices; por fin podíamos corretear por toda la casa sin miedo a encontrarnos, tras cualquier rincón, con aquella figura vestida de negro del cuello hasta los pies y, que parecía taladrarnos con su aguda mirada de ave rapaz.

Nuestra tortura se limitaba a una sola tarde, la única tarde que la anciana dama nos llamaba para tomar el té con ella. A pesar del escaso tiempo que permanecíamos allí —no más de hora y media—, para nosotras aquello era una desgracia; seguíamos temblando encontrarnos con ella y su mirada escrutadora. Éramos solo unas niñas a quienes les gustaba jugar, y no estar tantos minutos quietas, pegadas a una silla, escuchando los improperios de aquella mujer, siempre malhumorada y que no sentía ninguna simpatía por nada, ni por nadie.

Las dos esperábamos inquietas ese momento, y me consta que Beatrix —a pesar de ser pariente de la anciana— lo pasaba tan mal como yo; incluso su madre, siempre alegre y dicharachera, sólo podía mostrar una ligera expresión de naturalidad, tras su postura envarada, cuando se hallaba ante su tía. A las tres se nos descomponía el rostro cuando lady Candace se ponía los pequeños impertinentes en la punta de su larga y respingona nariz y nos repasaba desde la punta del cabello, hasta el dedo gordo del pie. Su porte ácido, arisco, frío y altanero de dama victoriana salía a relucir en todos sus comentarios.

— Helen, te tengo dicho que la calidad de una señora se mide por la rectitud de su espalda, no te sientas de forma adecuada, rodillas y tobillos juntos, espalda recta, nada de apoyarla en el respaldo de la silla. No aprenderás nunca, jamás llegarás a tener la clase necesaria para gobernar una casa como esta.

Cuando terminaba de increpar a la madre, continuaba con la hija:

— Beatrix, no haces honor al dineral que me estoy gastando en tu educación, la boca se limpia con una puntita de la servilleta, no con todo el lienzo, y con ligeros toquecitos, no hay que restregarse con saña. Además, tienes que limpiarte antes y después de beber. No sé que tipo de educación dan ahora en los colegios, en mis tiempos, todo era mucho más disciplinado.

A mí, increíblemente, no me decía nada, se limitaba a mirarme y a hacer un mohín extraño torciendo su ridícula nariz.

Y así, lentamente fueron pasando los años; hasta que Beatrix, y creo, que yo también, cumplimos doce años.

Llegó el verano y con él, la agradable estancia en la Mansión Mansfield, pero también, la tan temida visita a la anciana dama. Como si algo me hiciera presagiar lo que iba a pasar, yo estaba más temerosa que nunca ante aquella cita. Y las palabras llenas de veneno que soltó nada más verme me dieron la razón, aquel iba a ser el peor verano de mi vida.

— ¡Beatrix, por el amor de Dios! Sigues siendo igual de criatura, pensé que ya con la edad que tienes te habrías separado de esta vulgar compañía. ¡No, no, no y mil veces no! No quiero que vuelvas a traer esta… esta… —es que no sé como calificarla— a mi casa. ¿Me has oído? Cuando eras más pequeña no me importaba tanto, bueno me importaba; claro que me importaba que mi sobrina jugase y pasase el tiempo con este… este, teniendo todo lo que quisieras pedir. Bueno lo que sea, pero Beatrix, ya eres una señorita, ya no estás en edad de jugar y tienes que ir pensando en encauzar tu vida de otra manera. La vida es dura, no es un juego y tienes que madurar. Puedo aguantar los caprichos tontos de una niña, pero jamás los de una pequeña dama, que un día heredará todo esto.

Yo me quedé apabullada, no sabía que decir, estaba indignada, enfadada, mientras contemplaba como las lágrimas corrían por las mejillas de mi querida amiga. La madre de Beatrix contemplaba la escena con tristeza y un brillo húmedo en la mirada.

— Perdón lady Candace —la madre  de mi amiga jamás se permitió llamar tía a su pariente política—,  pero creo que han sido unas palabras muy duras. Beatrix es todavía una niña y…

— No me repliques Helen, eres muy blanda con tu hija, y no, ya es hora de que aprenda. En mis tiempos las jovencitas de su edad ya habíamos abandonado los juegos y comenzábamos a preocuparnos de aprender cosas prácticas, incluso muchas, con tan sólo cuatro o cinco años más ya estaban casadas. Déjala que se vaya, ya se le pasará el disgusto, no te he dado permiso para que te marches, antes te tengo que comentar lo que quiero de cena esta noche. Creo que sólo tomaré un consomé, pero que me lo suban bien caliente, noto la garganta un poco áspera, creo que me estoy constipando —sentimos ya a lo lejos como daba órdenes la anciana.

Beatrix había salido corriendo de allí, y yo, como siempre, pegada a ella. Sí, era cierto que habían pasado años que, quizá, ya no estábamos en edad de jugar, pero eso no era impedimento para que siguiésemos siendo amigas. Cierto que Beatrix ya estaba muy alta, y yo no entendía porque seguía igual de pequeña, pero, ¿acaso eso era una excusa? Ya crecería, hay niños que desarrollan un poco más tarde, incluso, lo mismo al año siguiente daba un buen estirón y sobrepasaba la altura de Beatrix.

Me sentía triste y humillada, y no sabía que lo peor estaba por llegar. Las dos permanecíamos mudas, Beatrix no podía dejar de mirarme, mientras el llanto seguía anegando su cara. Y de pronto, comenzó a hablar, nunca pensé que las palabras pudieran herir como puñales, pero estas fueron más punzantes que las de la anciana señora, al venir estas de quien venían.

— Lo siento Leonor, estas serán las últimas vacaciones que pasarás aquí; volveremos al colegio pero ya no jugaremos juntas, y en verano  te quedarás allí, en el mismo lugar donde nos encontramos, en aquel rincón, sentada junto a la cesta de labor de la señorita Taylor, en el aula de música. Será lo mejor para las dos, yo seguiré creciendo y haciéndome mayor y tú, tú podrás encontrar otra amiga que te quiera como te he querido yo.

Y sin más, Beatrix se marchó de la habitación dando un fuerte portazo; sé que aún lloraba cuando me dejó allí sola frente al armario. Quise gritar y no me salió la voz, quise llorar y las lágrimas no salían de mis ojos. Levanté la mirada y, por primera vez, me fijé en la luna del espejo del ropero; y contemplé mi figura reflejada. Entonces y sólo entonces, me di cuenta de mi cruel realidad. Yo tan solo era un trozo de trapo cosido a trompicones, sólo era una vieja y deshilachada muñeca de trapo, y no la niña, con alma y corazón que siempre creí ser.

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Aquel día no fue el mejor de mi existencia, tampoco el peor, todo hay que decirlo. Tan sólo fue ese trago amargo que todos, alguna vez, tenemos que pasar, el primer paso que nos anuncia que la niñez se va alejando, ese primer mensaje que nos avisa que la edad de la inocencia inexorablemente se está agotando. Después de aquello el tiempo fue pasando, con sus alegrías, sus sufrimientos, sus momentos buenos y malos. Pero jamás olvidaré aquellos años llenos de ilusión, la mirada feliz y risueña de mi madre, los cuentos fantásticos de mi padre durante aquellas tardes lluviosas en Mansfield, la merienda con la anciana dama —curiosamente, a pesar de ser mi tía, yo siempre la llamé así—. Y por esos azares o caprichos de la vida es, precisamente de ella, de su figura gruesa, su rostro surcado de arrugas y sus impertinentes en la punta de la nariz de lo que tengo la visión más nítida, a pesar de que ella, fue la primera que abandonó este sendero que llamamos vida. Nunca podré olvidar que ella fue la primera que abrió mis ojos a la realidad, quien me mostró que no todo es un camino de rosas, quien me marcó mi nueva meta, la de los corazones duros y faltos de piedad. Sólo conviví con ella un verano más, su agotado corazón no pudo resistir otro invierno. Hubo un tiempo en que la odié, la odié por aquella forma brutal de sacarme de la infancia; por todo lo que tuvieron que aguantar  mis queridos padres, por sus impertinencias, su altivez, su desprecio hacía todo y todos; pero ya hace mucho tiempo que tan sólo guardo su recuerdo. No podría odiar a la persona en la que más tarde me convertí, como si yo fuese su fiel calco.

Esta mañana, y después de mucho tiempo; yo, lady Beatrix Brandon, señora Mansfield, he vuelto al colegio donde pasé gran parte de mi infancia. Allí, la he vuelto a encontrar. Sentada en un rincón, en el mismo taburete, junto a la cesta de costura de la señorita Taylor, en el aula de música. Allí estaba  contemplándome con sus grandes ojos negros de botones forrados. Creo que me ha reconocido y me ha sonreído, así que no he podido dejar de sucumbir a la tentación y me la he traído a mi hogar, a mi vieja mansión. Leonor, mi querida y fiel amiga, quizá la única que he conocido en mi ya larga vida, ahora que las dos somos un par de viejas solitarias, nos volvemos a reunir. Hoy he vuelto a recuperar la ingenuidad y la dulzura de la niñez. ¡Leonor, bienvenida de nuevo a tu casa!

FIN

jueves, 26 de enero de 2012

LA AGUJA PRODIGIOSA


¡Uyyy, que "potitoooo"!
Esta es la historia de una princesa, una aguja, una joven humilde y, como no, el siempre tan recurrente príncipe azul. El escenario como siempre, un lejano país sin nombre; todos los cuentos comienzan así, ¿verdad? No sé muy bien si por aumentar el misterio o por fastidiar al lector. Pero no doy más rodeos, ¡chatatachan!, chsss… silencio que el cuento va a comenzar.

Rosalía era una joven humilde que vivía sola en su pequeña casita. Había perdido a su madre hacía poco tiempo y a su padre ni llegó a conocerle. Rosalía no tenía nada… y tampoco deseaba nada, sólo poder vivir. Se pasaba día y noche cosiendo, y así se ganaba la vida.

Su madre le había dejado una triste herencia: una aguja medio renegrida por el paso del tiempo. “Mi pequeña Rosalía, esto es lo único que puedo dejarte, pero estoy convencida que algún día será tu fortuna”.

Y poco a poco las palabras de su madre se cumplieron cual profecía. A medida que pasaba el tiempo Rosalía fue comprobando que cada vez coser la costaba menos esfuerzo y, lo más curioso era que de sus manos cada vez salían mejores zurcidos y bordados más bellos. El boca a boca hizo milagros y comenzaron a lloverle clientas de lugares muy lejanos.

Su fama llegó incluso a los salones del palacio real, donde la princesa Renata se esforzaba día tras día en ser la mejor en todo. Y es que la pobre no era muy hermosa —las princesas no son siempre bellas, ni tampoco están siempre perfectas… hay de todo—, tampoco era fea… pero su orgullo y su constante gesto de mal genio, afeaba sus facciones ya de por sí poco agraciadas.

El bordado de Rosalía, ¿a qué es "mu gonito"?
Cuando a oídos de Renata llegó el nombre de Rosalía y su virtud con la aguja, la envidiosa o voluntariosa —no quiero ser excesivamente mala desde el principio de la historia— princesa se propuso hacer el más bello bordado que jamás hubiera salido de manos humanas. Contrató a las más prestigiosas costureras, incluso de los reinos vecinos, pero ninguna consiguió enseñarla. La princesa sólo conseguía pincharse una y otra vez.

Renata más furiosa cada día, pensó que lo único posible era que aquella aguja tuviese algún poder mágico, tenía que hacerse con ella al precio que fuera. No entendía que una joven vulgar la superase, a ella, toda una princesa y futura reina.

A la tarde siguiente, Rosalía se encontraba cosiendo tranquilamente al calor de la lumbre bordando un hermoso pañuelo para una dama de la corte. La puerta se abrió de sopetón. A la pobre costurera se le salieron los ojos de las órbitas y la boca se le abrió tanto que estuvo a punto de desencajársela; una pose muy comprometida para nuestra heroína.

— Hasta palacio han llegado rumores de tu buen hacer con la aguja, me gustaría ver alguno de tus trabajos —dijo Renata con voz mandona.

Rosalía, tras hacer una desmañada reverencia y presa del nerviosismo, enseñó a Renata algunos de sus bordados. La princesa verde de envidia —que sí, que ya lo sé que era voluntariosa, pero creo que aquí ya está perdiendo los colores, ejem, a mi me parece que esto ya es envidia cochina— no pudo aguantar más e increpó a la pobre costurera, con un pataleo muy poco glamuroso:

— ¡No y no! Es imposible que yo con los mejores utensilios y las maestras más renombradas sea incapaz de crear esas maravillas. Esa aguja tiene poderes mágicos, ¡la quiero YAAAAA!

— Pero alteza, no podéis quitarme mi medio de vida. Vos tenéis todo lo que podéis soñar, yo tan solo poseo esta aguja roñosa y mis manos; así me gano la vida.

La puñetera aguja y el trabajo que dio
La orgullosa princesa no se ablandó con las súplicas de la llorosa joven, muy al contrario, el color verde de su rostro se iba tornando fosforito, menos mal que en la habitación no había espejos, que si no la pobre Rosalía lo hubiese pasado mucho peor. Renata sin contemplaciones le arrebató la aguja. Cuando ya altiva, gozosa y menos verde —todo hay que decirlo— salía por la puerta, la dichosa aguja —que básicamente estaba ahí para liarla parda— saltó de sus manos y fue rebotando por el empedrado del suelo al pajar del vecino. Como si no hubiese otro lugar donde caer, miren ustedes.

En pocos instantes, el rostro de Renata semejaba el arco iris en todas sus variantes, pasando por el amarillo y el morado. Rosalía se afanó por encontrar la aguja entre la paja, pero fue imposible. Entre tanto estallido de color, la princesa tuvo una idea genial, ¿por qué no comerle el coco a su papi, el rey, y proclamar un edicto oficial? Sería “súper guay” encontrar la aguja y marido al mismo tiempo. A medida que iba desarrollando su idea el color del rostro de Renata iba tomando su color natural, es decir, amarillo cetrino.

A la mañana siguiente un decreto real se iba pregonando por todos los rincones. Se convocaba a todos los jóvenes del reino; si venía alguno de otros lugares no pasaba nada —no estaba la cosa para hacer ascos a ningún pretendiente— a que buscasen la aguja roñosa. El afortunado que la encontrase sería premiado con la mano de la princesa. Palabra de Rey. ¡Vaya, que el soberano debía estar deseando casar a la niña, ea!

Esa misma tarde había una cola impresionante ante el palacio. Renata aplaudía gozosa tras los visillos, de ahí sacaría marido a la de sí o sí. Los jóvenes no habían tenido reparo, total buscar una aguja no suponía tanto trabajo y la verdad, no nos engañemos, mucho palacio… mucha carroza… pero el país estaba en crisis, había un paro tremendo y conseguir ser príncipe consorte no era mal oficio después de todo.

Pero la dichosa aguja seguía sin aparecer, las rodillas y los riñones de los pretendientes se iban resintiendo de estar tanto tiempo agachados buscando ese trocito de metal roñoso. Así que entre los buscadores se fue corriendo la voz de que en el reino vecino se ofrecían puestos de trabajo, como lacayos, pajes, pinches de cocina, etc. Seguro que aquello les traía más cuenta, así que fueron abandonando la búsqueda, total tras varias horas de ver el careto de la princesa, todos empezaron a pensar que entre platos o bestias les iría mucho mejor.

El rostro de Renata había pasado del rojo más intenso, debido a la emoción, al gris ceniciento al ver que todos los candidatos a su mano preferían irse a trabajar como humildes peones dejándola plantada.

Pues, ¡menudo héroe je,je,je!
Pero no, una lucecita volvió a iluminar la mente de la princesa, no todo estaba perdido, por un recodo del camino vio aparecer a un joven y no tenía mala pinta, era bastante guapo. Iba vestido casi con harapos y la cabalgadura podía parecer de todo menos un brioso corcel, pero tampoco era cosa de andarse con remilgos. Lo importante era que encontrase la aguja.

Y Arnaldo, que así se llamaba nuestro héroe solitario, encontró la aguja. Y cuando el reloj de la torre tocó la última campanada de las doce del mediodía, el hermoso galán se personó con la aguja en el palacio para reclamar su merecido premio.

Renata, su padre el Rey, junto con toda la corte y sus súbditos salieron a la puerta luciendo sus mejores galas para la ocasión. Al llegar ante el séquito real, Arnaldo habló:

— Hola colega, que sepas Renata, que yo aunque voy vestido así soy príncipe como tú. Esto… chata ya que te he encontrado la aguja podías utilizarla y coserme estos trapos. Una cosa es vestir de pobre para que no le asalten a uno bandoleros y otras gentes de mal vivir por esos caminos del Señor, y otra es ir roto por todos los lados.

— Uinsss, y como le digo yo a este que por más que he intentado aprender a coser nothing of nothing. Mejor me hago la loca. —pensó Renata haciendo gala de sus escasos conocimientos de inglés, y eso que su papá le había pagado los mejores profesores del mundo mundial— ¡Costureraaaaaaaaaaa! ¡Que venga la costurera ipso-facto, o sea YAAAAA! —gritó con su melodiosa voz que, en esa ocasión, parecía más el pitido de una locomotora con afonía.

— Mira chica no te ofendas, pero voy a renunciar a tu mano. Vamos es que a mí esto de casarnos entre nosotros, mezclar sangres reales y bla, bla, bla, pues que quieres que te diga, no me mola nada. Si es que como dice papá, le he salido un tanto rebelde. Yo siempre soñé casarme con una costurera, es que aquí, entre nos, necesito alguien que me cosa los calcetines por que soy un desastre y papá dice que las finanzas del reino no está para muchos gastos ni florituras…

El príncipe paró de hablar en seco, mientras sus ojos se posaron en una joven que se abría paso entre las primeras filas de curiosos. Arnaldo miró a Rosalía… Rosalía miró a Arnaldo. (En aquel momento comenzaron a sonar campanitas y violines en las orejas de ambos, ¿c’est l’amour?).

— ¿Sabes coser? —preguntó Arnaldo.

— Sí, alteza, soy costurera —contestó Rosalía bajando la cabeza con humildad.

Aquí me pregunto ¿Dónde demonios están los briosos corceles?
— Entonces, hermosa mía, deja todo y vente conmigo. Esto… no te importará ir montada un par de leguas sobre este jamelgo, ¿verdad? Es que dejé la carroza aparcada junto al río, ya sabes por no dar publicidad y tal, que los paparazzi se ponen de un pesado…

A todo esto Renata, que se había quedado con la boca abierta, con la cara verde como casi siempre y además veía que se quedaba compuesta y sin novio, reaccionó de inmediato:

— ¡Ah, pues yo me caso y me caso! A ver, tú mismo, paje, ¿quieres casarte conmigo?

— Como vos queráis alteza —dijo el paje medio atragantado.

— Pues, ¡ea! Cada mochuelo a su olivo, vamos padre que hay mucho que preparar y me quiero casar mañana mismo a ser posible, no sea que a este también le dé por irse a buscar trabajo al reino vecino.

Años más tarde Rosalía estaba en el salón de palacio cosiendo los calcetines de Arnaldo, la aguja saltó de sus manos y fue a parar al rescoldo de la chimenea, hundiéndose entre la ceniza. Arnaldo, que estaba a su lado cantando el “cinco lobitos” al pequeño Arnaldito, sacó un extraño artilugio de su bolsillo, era como una lente grande con un mango de madera negra. Poniéndose de rodillas empezó a escarbar entre la ceniza, mientras con la otra mano sujetaba el mango y mantenía el cristal cerca de sus ojos, al poco tiempo exclamó:

El artílugio que le cambia la vida a Rosalía , más simple que el  "asa un cubo"

— Querida, lo tuyo con las agujas es una manía, ¿no? ¡Aquí está! ¿Ves cómo no fue tan difícil encontrar una aguja en un pajar?


FIN

domingo, 22 de enero de 2012

DENTRO DEL LABERINTO


Desde que era un crío me gustó aquel laberinto, a pesar de que el guardés de la finca se inventase cuentos de terror y extrañas leyendas para apartar a todo el muchacherío de allí.

¡Cuentos de miedo a mí! Jamás me impresionaron.

Puse la radio, me gustaba escuchar las primeras noticias de la mañana: Esta madrugada ha sido hallado en el laberinto de la Mansión Shefield el cadáver de otra muchacha salvajemente mutilado. Siguen sin encontrarse pistas del  asesino en serie que mantiene aterrorizada a la población…”

“¡Bah!, más de lo mismo. La policía es cada vez más inepta, a ver si alguna vez me dan una alegría y dejan de hacer el bobo” —pensé mientras ponía a hervir el agua para el primer té de la mañana.

Me aseé concienzudamente como cada día y me dispuse a llevar el desayuno a mi padre: “Papá, ahora sí te sentirás orgulloso de mí. Al fin he conseguido que tu amado laberinto sea el lugar que siempre soñaste”. No espero su respuesta. Al abandonar la habitación miro sus cuencas blancas y por primera vez observo en su mirada, vacía de ojos, algo parecido al cariño que nunca me dio.


FIN 

jueves, 19 de enero de 2012

ÁNGEL DE LA GUARDA (Final)


Toledo, abril 1928

Sor Elvira, la jovencísima monja encargada de la enfermería del colegio-casa cuna, paseaba abstraída por la amplia galería que rodeaba el patio central del edificio. Aquella mujer alta, de rostro hermoso y una figura envidiable, que el tosco y tieso hábito no conseguía ocultar del todo, llevaba días inquieta.

Ella, que no se había hecho religiosa por voluntad propia —ni tampoco era una mujer extremadamente devota— se había visto obligada a profesar como hija de caridad cuando su prometido la dejó plantada en el altar. Para su padre, hombre beato y severo, aquello fue una revelación. Eso simplemente podía significar que su hija estaba destinada a ser esposa de Cristo. Así, el orgulloso padre inició los trámites y entregó a su hija, junto con una dote considerable, al servicio del Señor. Elvira, incapaz de revelarse a la voluntad paterna y tras la crisis sufrida tras el abandono del hombre que amaba, ahora, a sus veintidós años, se veía recluida tras los muros de aquel lugar. Y a pesar de todo era feliz, daba gracias de que, al menos, no hubiese terminado en un convento de clausura. Ella había nacido para ser esposa y madre, y ya que esa vida le había sido negada, le quedaba el consuelo de volcar todo su amor maternal en aquellos niños, algunos alejados momentáneamente del cobijo de sus padres, y otros, la mayoría, abandonados en el torno nada más nacer. Elvira era la primera que salía disparada de donde estuviese cuando sonaba la campanilla de aquel artilugio, lo que significaba que, alguien, por los motivos que fuera; ella no era quien para juzgar, había dejado allí a otra inocente criatura recién nacida.

No era extraño que una serie de calamidades la tuviesen muy preocupada. El brote de sarampión, unido a una epidemia de difteria, estaba siendo muy virulento aquella primavera. La enfermería estaba colapsada de niños con edades comprendidas entre los seis meses y los ocho años, hasta el punto de que Sor Elvira había tenido que acondicionar otra de las grandes salas, lo que era el comedor, para ampliar las instalaciones sanitarias. Los dos médicos que acudían a diario —sin cobrar un duro— por pura vocación y generosidad contribuían de manera desinteresada con aquel establecimiento de beneficencia; las cuatro monjas que ayudaban a Sor Elvira y las tres trabajadoras externas, no daban abasto para atender a tanto niño enfermo.

Luego estaba Eugenia, una niña de seis años a quien tenía un cariño especial. Su madre, Romualda, tras pasar por el mal trago de perder a su marido, tuvo que enfrentarse a su familia tras la muerte de su padre y estos la dejaron en la calle con sus tres hijos pequeños. La pobre mujer tuvo que abandonar el pueblo donde nació y trasladarse a Toledo donde, tras dejar a sus hijos en aquella institución de caridad, se puso a trabajar de sol a sol.

La niña desde que había ingresado en el colegio, después que su hermana mayor, Josefa, había sido traslada al edificio de las mayores —situado unos metros más arriba en la misma calle— se había convertido en una pequeña madre en pequeño para su hermano menor, Donato, que sólo tenía cuatro años. Sor Elvira admiraba a esta niña y la forma de preocuparse por su hermano, veía como ella le lavaba la ropa en el pilón del lavabo y se la secaba cuando este se manchaba para evitar que las otras monjas o las cuidadoras le pegasen o castigasen. Incluso muchas veces presenció en el comedor que la niña, a escondidas, prescindía de su comida para dársela a su hermano, que siempre se quedaba con hambre.

Ahora verla postrada en la cama de la enfermería, aquejada de aquel maldito brote le daba una pena enorme. Lo único que alegraba a la monja era que tres niños, de los más pequeñines, y los que estaban más graves, se encontraban ya fuera de peligro, ¡alabado sea Dios! Al menos ninguno había fallecido y el resto parecía responder bien al tratamiento.

Sor Elvira atravesó las puertas de la enfermería y comenzó su labor; cambiando camas, repartiendo medicamentos, atendiendo a los doctores y jugando con los pequeños que estaban mejor.

Y a la mañana siguiente el shock, uno de los niños, precisamente uno de los que había mejorado, uno con los que el día anterior había estado jugando, había amanecido muerto sin causa aparente. Sor Elvira no daba crédito a aquello.

— Pero si Miguelito ayer estaba perfectamente, cuando me retiré a descansar le dejé bien, ni siquiera tenía fiebre —comentaba nerviosa con el médico del turno de mañana.

— Hermana, estas cosas ocurren, las enfermedades son así de engañosas, lo que parece una mejoría puede ser simplemente una tregua.

Y para alterar más el ánimo de la monja, el doctor tenía otra desagradable noticia, Eugenia había empeorado; al sarampión se había unido la difteria, si en cuarenta y ocho horas la enfermedad no remitía, las cosas no pintaban bien para aquella niña.

Y no cesaron, la pequeña empeoraba por minutos, la fiebre no bajaba de cuarenta y dos grados, la boca, garganta y ojos eran puras llagas y esto, unido a su natural inapetencia, hacía muy difícil que la niña se alimentase; la enfermedad y la debilidad eran buenas aliadas para terminar con una vida. Ellos no obstante harían todo lo humanamente posible por salvarla.

Días más tarde Sor Elvira descansaba en su cama, había estado setenta y dos horas seguidas sin apartarse un momento de la enfermería, sin descansar un minuto. Tras los ruegos de sus compañeras, al final, consiguieron convencerla de que se fuese a descansar aunque fuese un rato o ella también caería enferma y eso sería aún peor; si ocurría algo irían a avisarla inmediatamente, de eso podía estar segura.

No habrían pasado ni dos horas de su reposo cuando la monja notó que una mano nerviosa la zarandeaba, era Sor Estefanía:

— ¡Hermana!, ¡hermana! Siento despertarla, pero hemos sufrido otra desgracia, otro de los niños ha fallecido, lo mismo que le pasó a Miguel, y eso que su estado había mejorado notablemente. Estamos desoladas.

Sor Elvira se levantó de un brinco de la cama y se puso sus hábitos sobre el camisón, ¡no podía ser!, ¡no podía ser!

— ¿Han avisado a Don Hilario? Es el médico que vive más próximo.

— Sí, hermana, hemos mandado al jardinero. Además hay otra mala noticia, Eugenia ha empeorado, le ha subido más la fiebre. ¡Pobres criaturas!

Sor Elvira voló más que corrió hacia la enfermería. Don Hilario había llegado ya y estaba atendiendo a Eugenia.

El niño que había fallecido estaba en una cunita próxima a la cama de Eugenia, era Fernandito, un niño huérfano de tan sólo quince meses. Sor Elvira no pudo reprimir las lágrimas; el niño parecía un ángel dormido. Efectivamente como había dicho Sor Estefanía, estaba prácticamente restablecido y en pocos días habría salido de la enfermería.

El doctor se levantó de la cama de la enferma y se dirigió hacia la monja.

— En niños tan pequeños es normal que pasen estas cosas, sus defensas aún no están reforzadas y a pesar de la higiene… en fin hermana, siento mucho que estos niños se vean castigados de esta manera. Yo que llevo años dedicándome a esta profesión, aún me estremecen estas cosas. Tengo otra mala noticia, Eugenia está muy mal. Creo que ya no podremos hacer nada por ella, es cuestión de horas, quizá de algún día, pero su estado ya no es reversible. Sería mejor que informasen a su madre.

— Su madre viene todos los días a visitarla, la avisaremos inmediatamente —dijo la monja secándose los ojos.

Sor Elvira se acercó a la cama de la niña, su estado era realmente lamentable. Su hermoso pelo rojo casi había desaparecido de su cabeza debido a la fiebre, no podía abrir los ojos surcados por una inmensa llaga y su respiración era jadeante.

Horas más tarde dos mujeres velaban a la niña, Romualda, su madre, junto a ella, en la cabecera; Sor Elvira, sentada a los pies de la cama. Su estado no había sufrido ningún cambio.

Sor Elvira se levantó:

— Si los médicos han tirado la toalla, ¡yo no!, no Romualda, no voy a dejar morir a tu hija, no sin antes haber probado todos los medios posibles.

Al poco rato la monja apareció con una jofaina con un líquido de un color amarillento y con un trozo de algodón; fue lavando con mucho cuidado las llagas de los ojos de la niña.

— Es manzanilla, tiene un efecto relajante y además es anti-inflamatorio, luego prepararé más y me ayudarás a limpiarle las heridas de la boca y de la garganta. He traído toallas, haremos trozos más pequeños y las empaparemos en alcohol para aplicárselos en la frente, con mucho cuidado de que no le caiga en los ojos. Eso ayudará a que baje la fiebre.

— Lo que usted diga hermana, no pienso separarme del lado de mi hija, hasta que Dios me la devuelva o me la quite —Romualda estalló en lágrimas al pronunciar la última palabra.

— Y para alimentarla, daré orden a la cocina de que preparen todo el alimento líquido; con una goma y un pequeño embudo haremos que poco a poco vaya tragando la comida, para no quemarla y que las llagas no empeoren esperaremos lo necesario hasta que el alimento se enfríe, y templaremos lo que esté frío; es la única forma de no dañarle la garganta.

Mientras las dos mujeres se movían alrededor de la niña preparando todo lo necesario, Eugenia comenzó a removerse y a pronunciar unas palabras.

— Está delirando, es la fiebre —dijo la monja aproximándose a la cama— ¿Qué dice?

Las dos mujeres se acercaron más para escuchar los susurros de la niña.

— Micaela, Micaela… Fernando… Se había despertado y jugaba en la cuna… y ella se acercó… y le tapó la boca… y le apretaba fuerte la tripa… y luego no se movía…

Sor Elvira y Romualda se miraron sorprendidas, ¿qué quería decir con eso? No era posible.

— Sin duda son delirios Sor Elvira, conozco a Micaela, es amiga mía y es una buena mujer. No sería capaz de hacer algo así, no ella que perdió a sus dos hijos nada más nacer. Seguramente, mi hija con la confusión de la fiebre lo que vio fue como Micaela atendía al niño.

— Pero ella dice que le apretó la boca y la tripa… esa no es forma de atender a un bebé. De todas formas, tienes razón, Micaela es una mujer de toda confianza, muy cariñosa con los niños y, gracias a ella, que es la única que quiere quedarse por las noches; nosotras podemos descansar.

Los días transcurrían, abril iba lentamente dando paso a mayo. Sor Elvira estaba satisfecha, el brote iba remitiendo poco a poco, aún había casos pero parecía que no eran tan graves como los primeros, al menos los de difteria habían disminuido. Eugenia había mejorado notablemente, su constancia y paciencia habían dado su fruto, los médicos habían diagnosticado que al fin la enfermedad había hecho crisis y que la niña ya no corría ningún peligro.

Pero algo inquietaba aún la cabeza de la monja. Desde que escuchó los delirios de la niña, algo se había removido en su interior, a pesar de que el resto de sus compañeras quitasen hierro al asunto, nadie creía que algo así hubiese podido suceder. Todos conocían a aquella sufrida mujer que, en su soledad, se desvivía por los demás.

La obcecada monja no podría descansar completamente tranquila hasta no sacarse ese resquemor del cuerpo.

— Romualda, creo que no es necesario que te quedes esta noche. Estás agotada, Eugenia está bien, mira que tranquila duerme, y tú necesitas descansar, si enfermas, ¿quién sacará adelante a tus hijos? ¡Venga mujer! Hoy está todo muy tranquilo y los niños, ¡a Dios gracias!, están bien. Sor Estefanía, nosotras también nos retiraremos a descansar, seguro que Micaela se las puede apañar muy bien, es de toda confianza y si ve algo fuera de lo normal nos avisará, ¿verdad, Micaela?

— Sí, sí Sor Elvira, vayan a descansar y no se preocupen, yo me ocupo de todo, los niños están muy tranquilitos. Cualquier cosa ya les aviso. Romualda vete tranquila, cuidaremos bien de tu hija; que suerte has tenido. No sabe como la admiro Sor Elvira, es usted un ángel bajado del cielo.

— Gracias Micaela, sólo cumplo con mi obligación. Bueno ya está todo hablado. Venga Romualda, la hermana Estefanía y yo te acompañamos hasta la salida, después nosotras nos retiraremos a descansar.

Al salir, aprovechando un descuido de Micaela que se agachaba a atender a un pequeñín, Sor Elvira empujó a las dos mujeres tras los cortinones de la puerta.

— ¡Phssss! Silencio, no hagáis ruido, lo siento Romualda pero las palabras  de tu hija no me han dejado descansar desde entonces, tengo que comprobar si sus palabras fueron sólo eso, delirios febriles —les dijo Sor Elvira muy bajito y poniéndose un dedo en los labios en señal de silencio.

El reloj corría mientras las tres mujeres agazapadas esperaban tras las cortinas, Romualda y Sor Estefanía no osaban mover un solo dedo. Sor Elvira aguardaba en tensa espera, con los latidos de su corazón medio ahogando su garganta. Todo transcurría normalmente, Micaela sentada en un sofá junto a la luz de un candil tejía una labor de lana, aún sin confirmar en que terminaría aquel proyecto, con los pies reposando en un escabel permanecía atenta a su labor y a cualquier ruido proveniente de los niños.

Hasta que uno de los niños rebulló en su cuna y se despertó, se sentó y con los bracitos al aire parecía llamar la atención de la cuidadora.

— ¿Qué te pasa pequeñina? ¿Te has despertado y quieres jugar?

Micaela se levantó del sofá y se acercó a la cuna, donde una niñita de pocos meses la miraba con alegría. Acostó de nuevo a la niña y sin pensarlo dos veces con una mano tapó su boquita, mientras con la otra, le apretaba el vientrecillo.

Sor Elvira no pudo aguantar más y remangándose el largo hábito salió, como alma que lleva el diablo tras las cortinas, mientras las otras dos mujeres corrían en busca de ayuda.

— ¡Asesina! ¡Maldita asesina! Eugenia tenía razón, no eran sueños arrebatados a la fiebre. ¡Tú mataste a mis niños! ¡Mis pobres inocentes pequeñines! Pécora maldita, voy a terminar contigo, no mereces vivir.

La monja —hecha una furia— se abalanzó sobre la mujer y la arrojó al suelo, golpeándola a la vez que le tiraba de los cabellos.

Si no hubiese sido por la pronta llegada de la policía lo más probable es que Micaela hubiese terminado allí mismo sus días. A dos hombres forzudos les costó trabajo separar a ambas. Sor Elvira lloraba, lloraba de rabia, de dolor, de impotencia. En la boca de la cuidadora asomaba una sonrisa bobalicona, atontada.

— No merecían vivir, ni sus madres les querían, ellas mismas se deshicieron de ellos; venir al mundo para sufrir no tiene sentido —vociferaba la mujer mientras los agentes le ponían las esposas.

— Apártenla de mi vista, llévensela de aquí o no respondo de mis actos —murmuró Sor Elvira.

Cuando los agentes se la llevaban, al pasar junto a Romualda, la cuidadora exclamó:

— Si no hubiese sido por tu hija no me habrían pillado, la tenía que haber matado la primera, pero estaba tan malita la estúpida, que no creí que fuera a delatarme. Además, no podía permitirme el lujo de perder todo lo que me traías para que cuidase bien de tus hijos ja,ja,ja,ja.

Las carcajadas de la mujer fueron como bofetadas que golpearon a todos los presentes.

— Si no llego a verlo con mis propios ojos, jamás hubiese creído que hay personas así en el mundo, he visto mucho, mi propia familia me dejó de lado, pero nunca pude suponer que habría gente tan mala como para poder matar a criaturas inocentes. Y yo que la creí amiga, en el fondo me consuela saber que esa ignorancia junto a algunos detallitos que la traje salvaron a mi hija. Gracias Sor Elvira, no sé como pagarle todo lo que ha hecho por ella —dijo Romualda mientras miraba a su hija que no se había despertado pese al revuelo.

— Yo tampoco lo hubiese creído, si no hubiese sido por ella, algo me decía que esos delirios eran verdad, los niños no mienten; algo había visto esta criatura para decir lo que dijo. La mayor prueba de agradecimiento que puedes ofrecerme es que me hagas una promesa. Prométeme que siempre cuidarás de Eugenia, es una niña muy especial, mucho; una de esas personas que, al contrario de Micaela, nacen para favorecer y ayudar a los demás.

FIN

domingo, 15 de enero de 2012

ÁNGEL DE LA GUARDA (Primera parte)


Madrid, febrero de 1945

A pesar de que ese año el invierno no estaba mostrando su cara más amable y estaba siendo más frío y riguroso que años anteriores, los alrededores del Palacio de Cristal, situado en el Parque del Retiro, estaban atestados de gente, como si todos estuviesen ansiosos por recibir el calor de los rayos de sol que, afanosos, al fin se habían abierto paso consiguiendo arrastrar los insistentes nubarrones grises que, días atrás se empeñaban en cubrirles.

No era extraño que en aquella ciudad, que no hacía muchos años había sido uno de los escenarios de una guerra cruenta e irracional; ahora sus habitantes, a pesar de vivir sometidos a una dura posguerra en la que todavía escaseaban cosas muy básicas, salían a disfrutar del sol y del aire, de ese aire limpio que les habían escamoteado durante varios años, al igual que les habían robado seres queridos, ilusiones y esperanzas.

Todo había cambiado, era cierto, ya nada sería como antes. La vida había dado un giro de trescientos sesenta grados para muchos que vieron mermar sus libertades. Pero poco a poco, todo se iba restableciendo, las heridas se iban cerrando aunque todavía escociesen. El miedo había ido dejando paso a la quietud y a la paz; el conformismo había quitado brío al ansía de libertad, tras el horror, ahora la gente quería sosiego, seguridad y sobre todo era el tiempo de llorar por los que se fueron y disfrutar de los que les quedaban. Disfrutar, esa era la palabra, eso era lo que guiaba a todas aquellas personas: adultos y niños, que, sin proponérselo, se habían convertido en una especie de manifestación pacífica de aquella hermosa, despejada y cálida mañana de un domingo invernal.

Una pareja joven tomados del brazo caminaba por entre  los paseantes, ajenos al resto del mundo, seguramente haciendo planes; como tantas y tantas parejas que en aquellos años soñaban con una vida común, una casa propia, unos hijos… un futuro. La joven lucía una maravillosa sonrisa, mientras escuchaba las palabras de su prometido y contemplaba la mirada de sus profundos ojos negros.

Cuando menos lo esperaba, Eugenia notó que algo golpeaba su tobillo derecho, el objeto era duro y estaba tan gélido que el frío traspasó sus medias de nylon.

La lata había rodado a sus pies, y frente a la pareja un niño muy guapo de unos siete años, les contemplaba con cara de susto.

— ¡Lusito, Luisito, que te tengo dicho, no molestes a la gente! Lo siento señorita, los niños, ya sabe usted, no hay forma de que se queden quietos.

La mujer se había levantado de un banco próximo al estanque, llevaba en brazos a una niña y de la mano a otro pequeñuelo y, azorada pero con dulzura reprendía a su hijo mayor.

— ¡Pide perdón a esta señorita en seguida!

— Perdón señorita —murmuró el niño con la cabeza baja. El chiquillo era el vivo retrato de su madre.

— No se preocupe —dijo Eugenia con una sonrisa y acariciando la cabeza del pequeño— no me ha molestado. ¿Quieres ser futbolista cuando seas mayor?

— ¡Sí! —gritó el niño con los ojos llenos de ilusión y como si el pequeño incidente se le hubiese borrado de la mente salió corriendo y comenzó a patear de nuevo la vieja lata.

La madre con una sonrisa se despidió de la pareja y volvió a sentarse en el mismo banco junto a sus dos hijos menores.


— ¿Nos sentamos un rato? —preguntó la joven a su prometido. La muchacha tras la breve conversación con la madre de los niños se había quedado abstraída.

— ¿Te ha hecho daño el crío? —la preguntó su novio.

— No, en absoluto, me gusta mucho este sitio y quiero disfrutar un rato de él.

Un hombre apuesto de mediana edad y con una ligera cojera en su pierna derecha caminaba deprisa por el paseo. Luisito salió corriendo a su encuentro.

— ¡Papá! ¡Papá! ¡Qué pronto has vuelto!

— Y traigo excelentes noticias. Elvira, cariño, ya no tendré que hacer más el turno de noche, ahora sólo trabajaré por la mañana, así podré disfrutar más de vosotros —dijo el hombre, se notaba que el júbilo que sentía le hacía elevar la voz— Y además me suben el sueldo, Elvira, voy a ganar dos pesetas más al mes. ¿Estás contenta? Yo casi no puedo creerlo.

La mujer abrazó a su marido, su hermoso rostro se había iluminado. Al poco rato el hombre tomó a su hija pequeña de brazos de su esposa y la familia emprendió el regreso a su casa. Elvira agarrada del brazo de su esposo y con el pequeño de la mano, mientras el inquieto Luis revoloteaba en torno a sus padres saltando feliz.

— Papá, ahora, ¿podrás comprarme un balón? ¡Venga papá, di que sí, di que sí! ¿Me regalarás una pelota de fútbol para mi cumpleaños? Yo de mayor voy a ser como Ricardo Zamora "El Divino", ¡verás, verás! Me haré famoso… y ganaré dinero… y a mamá le compraré vestidos y a ti esa pipa que tanto te gusta y que siempre te paras a mirar en ese escaparate.

— Ja,ja,ja,ja, De acuerdo campeón, si te portas bien y con un poco de suerte quizás consigas tu balón.

La hermosa estampa familiar se fue alejando de Eugenia, que no había apartado la vista de ellos ni un solo momento. Al verles marcharse agarró el brazo de su novio.

— ¡Es ella!, ¡es ella!

— Pero, ¿qué dices?, ¿te encuentras bien?

— Sí, Alfonso, estoy bien, muy bien, ahora sé que hay algo por encima de nosotros que es mucho más equitativo y justo que nuestro limitado juicio de valores.

— No entiendo.

— ¿Recuerdas que el verano pasado volví a visitar, junto a mis hermanos, la ciudad que nos vio crecer? Tú no pudiste acompañarnos porque aquel día trabajabas. No había vuelto a ir allí, sabes que al estallar la guerra nos fuimos a Alicante huyendo del asedio y los continuos bombardeos, y luego cuando finalizó nos instalamos en Madrid, no habíamos vuelto a saber nada de nuestros amigos y vecinos, ni de las monjas que nos criaron; ya que mi madre nos sacó del colegio un año antes de estallar la contienda. Me gustó volver a recorrer sus calles, y no podía dejar pasar por alto una visita a aquellos muros donde pasé mi infancia. Me alegré de ver a aquellas mujeres que nos habían cuidado durante años, pero a ella no la vi. Cuando las pregunté por ella, las monjas me contaron que al inicio de la contienda desalojaron el colegio y lo transformaron en hospital de sangre; Sor Elvira se había enamorado de uno de los solados heridos, colgó los hábitos y se fue con él. No volvieron a saber nada de ella, aunque suponían que debido a su gran error tendría su castigo, nada escapa a la justicia divina. Me hace enormemente feliz saber que las monjas se equivocaron, que no está purgando su tremendo pecado, que está feliz y ha cumplido su mayor deseo.

— Y esa mujer, ¿la madre de esos niños, es Sor Elvira? 



— Sí, es ella, al principio no estaba segura, su cara, su voz me resultaban familiares; pero cuando he escuchado su nombre y sobre todo cuando he visto su rostro inundado de felicidad cuando su marido le ha dado las buenas noticias no he tenido ninguna duda. Es ella, nuestro ángel de la guarda, la persona a quién varios niños debemos la vida.



CONTINUARÁ...