Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

domingo, 27 de noviembre de 2011

EL DESAYUNO

Me metí en aquel local de forma instintiva, en ese momento era lo que tenía más a mano. A aquellas horas tempranas en la calle aún hacía un frío horroroso y, aparte de entrar en calor, necesitaba mi primera inyección de cafeína de la mañana para poder funcionar, al menos, las dos primeras horas de la jornada laboral.

El aspecto del bar no me agradó, pero bueno, total; para tomar un rápido desayuno podía ser válido. Estaba completamente vacío, así que podía elegir el lugar donde quería sentarme,  opté por una mesa situada en un rincón resguardado y lejos de la barra. Ante mi estupor la mesa estaba mugrienta, renegrida y mostraba todas las huellas secas, redondas, superpuestas y de distintos tamaños de los platos, tazas y vasos que la habían ocupado, como poco,  una semana antes.

Tranquilo Germán —me dije a mí mismo— por una vez en la vida no seas tan puntilloso.

Un camarero completamente desaseado se acercó a mí para preguntarme que deseaba, rápidamente me decanté por un café con leche bien cargado y un suizo. Cuando el camarero me trajo la comanda, mis manos se lanzaron frenéticas hacía la taza buscando el calorcito del líquido, tenía los dedos  completamente congelados.

— ¡Cachiendiez! Tenía que haber cogido los guantes —pensé.

Ni calorcito ni leches, el recipiente estaba tan frío como un trozo de hielo. Y eso no era lo peor de todo, para mi estupefacción, el café que contenía, parecía más bien agua sucia y los cuajarones de la leche navegaban, cual barcos a la deriva, por su superficie. Y el colmo ya fue descubrir en el borde de la taza una mancha tono rosa desvaído, o lo que es lo mismo, la huella delatora de lo que debía haber sido el color rojo brillante de unos labios cubiertos de carmín.

Con mucho tiento y desconfianza me dispuse a partir el bollo que reposaba en un plato repugnantemente pringoso, y efectivamente, me hallé con otro cuerpo del delito. Aquel amasijo de miga tenía color verde moho y tuve la sospecha que era más que probable que, en su interior, morase algún inquilino indeseado.

¡Se iban a enterar, menudo puro les iba a caer a aquellos cochinos! Eché mano de mi maletín, pero para mi asombro no lo encontré. ¿Habría sido tan imbécil cómo para olvidarlo en la oficina? Para un día que podía lucirme. Llamé al camarero y le recriminé el estado de todo el sitio en general, pidiéndole que avisase al dueño o al menos a un responsable, pero el hombre, impasible,  sólo añadió a la grosería —que debía ser innata en él— una dosis de descaro.

Abrumado y totalmente cabreado me puse en pie y le agarré por la solapa de su sucia chaquetilla, cerré los ojos —para no contemplar su amarillenta dentadura tan de cerca— y comencé a zarandearle. Había perdido mi compostura y mi temple habitual y eso no era propio de mí, pero a los pocos segundos fui consciente de que algo no cuadraba, no era yo el que zarandeaba a aquel tipo desagradable, abrí los ojos de nuevo y comprobé que aún estaba en la cama y era mi esposa, sentada a mi lado, la que me sacudía ligeramente la espalda. 

— Germán cariño, ya vuelves a las andadas, otra vez con las pesadillas. Llevabas años deseando que llegara la jubilación y ahora que ya tienes todo el tiempo libre del mundo, no haces más que soñar con tus dichosas inspecciones sanitarias.

FIN

domingo, 20 de noviembre de 2011

SIN PISTAS

Nota de la A.: Este texto es continuación de uno escrito hace algún tiempo, para poder seguir bien los hechos que se narran y a los personajes del mismo, que probablemente de vez en cuando seguirán apareciendo por aquí, sería recomendable leer antes la primera parte de esta historia: "HECHOS CIRCUNSTANCIALES". Espero, que al menos, las peripecias de este singular matrimonio os haga pasar un rato agradable. Clicando directamente sobre el título os llevará cómodamente al enlace del texto anterior. Gracia



— Corne cariño, ¿no te parece un tanto extraña la desaparición de nuestro chófer? —doña María Cándida Mascuerna del Charcoseco, futura condesa del ídem, lanzó un suspiro que más parecía el silbido de una locomotora de vapor, que una exhalación.

Su marido, Cornelio Cabras del Monte, el poco glamuroso y menos noble —hasta que el Todopoderoso tuviese a bien llamar a su lado al anciano, pero aún jaranero y viejo verde de su suegro, y él pasase a convertirse en conde consorte de Charcoseco—, aunque eso sí, forrado de millones desde la uña del dedo gordo del pie hasta el último de sus canosos cabellos que completaba su gigantesca y oronda figura. Miró a su esposa con esos ojillos (lo único pequeño de su abultada anatomía) velados por lagrimillas que él achacaba a la alergia estacional o a algún resfriado pero, casualmente, sólo aparecían para empañar  su mirada cada vez que escuchaba a su esposa suspirar de aquella manera.

Doña Cándida estaba tendida de forma indolente en uno de los divanes de diseño que plagaba la recargada y ostentosa salita de estar de sólo cincuenta metros cuadrados —vamos, una menudencia comparada con cualquiera de los salones de la mansión, pero que medía lo mismo que un pisito completo moderno—. La futura condesa, cada vez que sufría algún disgusto, podía pasarse días enteros sin mover una uña recostada en sus divanes, sin nada más que hacer que darle vueltas a su desgracia.

— Pues no sé querida, es todo un poco raro sí, nadie ha vuelto a saber nada de Lorenzo desde aquellos extraños sucesos.

— ¡Por Dios, Corne, no me recuerdes aquello! Cada vez que me acuerdo de mi pobre Crispín ¡Ayyyyyyyyyy! El suspiro de la señora Mascuerna fue mucho más profundo.

Don Cornelio se acordaba mucho más de la semanita de cagaleras y dolor de tripas que pasaron todos los que probaron aquella deliciosa cena, que del puto pajarraco de su mujer. Evidentemente el “pajarraco” era la mascota, no su querida esposa, ejem.

— Cada vez que me acuerdo de esa noche fatídica me entran sudores y angustias. Primero mi niñito querido perdido. Después soportar a ese  impresentable inspector mirándome como si yo estuviera loca y sin dignarse a buscar una simple pista de mi querido Crispín. Corne te lo digo en serio, debiste echar mano  de tus influencias, es que ya llevamos dos malas experiencias con la policía y esto no puede ser, nos deben caer en suerte los inspectores más lerdos de la brigada. Igualito, igualito que el que nos tocó cuando lo del anillo, ¿recuerdas? Otro que me miraba con cara de malas pulgas como si yo estuviese alelada. Es que ya no hay ni vocación ni profesionalidad. Con decir que todo son hechos circunstanciales ya lo arreglan todo.

Cornelio decidió desviar la conversación, dejar que su mujer siguiese recordando y suspirando por su loro, podía significar peligro inminente para su bolsillo.

— Pues sí querida Candi, tengo que coincidir contigo en que la desaparición de nuestro chófer es tremendamente preocupante y extraña. La policía va a dar carpetazo al asunto y, no me extraña, teniendo en cuenta que tampoco ha contestado nadie a mi anuncio pidiendo noticias de él, y eso que la cantidad que ofrecí de recompensa, por un mínimo indicio, no es nada despreciable.

— Ya te digo Corne que aquí hay gato encerrado. Fue una noche tan complicada. Lo único que recuerdo con agrado fue el delicioso faisán. La verdad es que desconocía las habilidades culinarias de Lorenzo, también fue coincidencia que Giovanni se accidentase precisamente aquella tarde. Eso sí, que malitos nos pusimos todos después. ¿Qué crees que nos sentó mal? Yo creo que fue el vino, para mí que estaba pasado, me da la impresión que al querido Ramonchu no le ha hecho ninguna gracia que te presentes a las elecciones para la alcaldía de Charcoseco. El otro día me comentó Tinita que está muy preocupado, el pobre se creé que si ganas le vas a expropiar más de la mitad de sus viñedos. Yo que tú ya no volvería a abrir ni una sola botella de sus bodegas. Creo que aún sigue enfurruñado por lo de nuestra boda, ya sabes que siempre soñó con casarse conmigo, era algo que todos daban por hecho hasta que te conocí a ti “cuchifritín” mío.

— Tonterías cariño, lo mismo fue la salsa que acompañaba a la ensalada; noté un sabor un poco raro.

— ¡Ayyyy Crispín de mi vida! ¿Qué habrá sido de ti mi chiquitín? No sé si alguna vez podré reponerme de esta desgracia Corne, querido… Aunque lo mismo si te gustase la idea que me está rondando por la cabeza desde hace unos días, seguro que podría recuperar en parte la ilusión y las ganas de vivir. —doña Cándida se levantó del diván de manera ágil y con los ojos inyectados de una nueva luz.

Don Cornelio se alarmó, conocía de sobra aquella expresión; eso significaba gastar mucho dinero.

— He pensado que podríamos comprar un avión. Pero un avión de lujo, me han dicho que hay auténticas gangas en el mercado, de estos que ya se han quedado obsoletos y tienen los motores mal, esos que ya no son recuperables para la aviación porque costaría más cara su reparación que fabricar uno nuevo.

— ¿Y se puede saber para qué queremos un avión que no pueda volar?


— Querido, déjame terminar. Mi idea es reformarlo totalmente, me gustaría forrarlo de oro por fuera, y por dentro hacer salas y habitaciones elegantes, confortables, lujosas y donde predomine también el dorado metal. ¿Te figuras unos cuartos de baños con bañeras y grifería de oro? ¿Recuerdas una película ya antigua de un capitán o algo así que tenía un submarino todo de oro macizo? El “Nautillo” o algo así creo que se llamaba.

— El Nautilus, querida. Sí, lo recuerdo, imposible no acordarse del entrañable capitán Nemo je,je,je.

— Bueno a mí el Nemo ese me da igual, lo que quiero es que te quedes con la idea. Quiero un avión así. Lo pondríamos en el jardín y podría servir de alojamiento a nuestros invitados. No todo el mundo puede dormir en un avión y más rodeados de tanta suntuosidad y fino gusto. Sólo de pensar las caras de envidia que se les pondrían a mis amigas del club, ya me siento renovada. Tengo hasta el nombre: “Vuelos dorados”.

— Lo tendré que pensar querida, eso va a ser muy costoso y…

— Vale, de acuerdo, no digo nada más, si prefieres seguir contando monedas antes que darle un gusto a tu esposa y dejar que me siga consumiendo en el diván día tras día, tú mismo. —Haciendo un mohín, Cándida volvió a espachurrase en el diván.

Su esposo la contempló, sabía que la situación podía seguir así, e incluso empeorar con el paso del tiempo. Al silencio seguirían los suspiros y luego los lloros a cualquier hora del día... o de la noche. Era el momento de hacer cálculos mentales y decidió que antes que tener a una mujer de morros, era mejor emplearse a fondo en su campaña electoral y ganar las elecciones. Con un poco de suerte, parte del avión dorado de Cándida lo pagarían los viñedos del imbécil de Ramonchu. Todo fuese por la paz y la felicidad conyugal.

— Bueno, bueno Candi, tampoco he dicho que no sea posible, sólo que lo tengo que pensar. Si uno de mis negocios sale bien —que saldrá— cuenta con tu avión.

— Eres un encanto querido, te quiero un montón, ¡qué sería de mí sin mi "cuchifritínnnn"! —Cándida de un salto y haciendo gala de su hiperactividad, sobre todo cuando veía cerca la  consumación de uno de sus caprichos, se lanzó a los brazos de su enorme marido.

— Por cierto querida, ¿qué sabemos de tu padre? Hace más de dos meses que se fue de vacaciones y aún no ha hecho acto de presencia.

— Papá está estupendamente, me llamó ayer. Está divinamente tras su gira por las islas del Pacífico, ¡ahora anda por Brasil! ¿Te imaginas? Está feliz, se ha hecho amigo de una pareja española de recién casados, aunque dice que ya son bastante talluditos. Y deben serlo, para decir eso papá con la edad que tiene él ji,ji,ji. Sí, creo que son unos nuevos ricos y quieren establecerse allí, al menos por unos años. Por cierto, querido, tendrás que meter más dinero en su cuenta, por lo visto allí hay unos cirujanos plásticos maravillosos y papá quiere aprovechar para hacerse unos retoquitos, si es que a su edad es todo un dandi. Sus amigos están encantados, ambos se operaron y no dejan de alardear delante de papá de que los médicos hicieron un trabajo tan magnífico, que ni sus antiguos jefes les reconocerían, aunque se sentasen a tomar una copa con ellos en la misma mesa.

Cornelio levantó una ceja en señal de estupefacción, por lo visto el viejo carcamal no tenía pensamiento de morirse nunca. Entre los caprichos de su querida mujercita y los del tarambana de su suegro, su ansiada entrada en el maravilloso estatus social de la nobleza le iba a salir muy caro. No sabía el petimetre de Ramonchu de lo que se había librado.

— De acuerdo Candi, a primera hora ingresaré algo más de dinero en su cuenta, pero mañana le llamas y le dices que te dé la fecha de la operación que ya le mando yo un avión privado para que inmediatamente vuelva a casa en cuanto los médicos lo aconsejen. No hay nada mejor para recuperarse que en la propia casa y rodeado de los seres queridos. —No era cuestión de que el viejo, una vez operado y rejuvenecido, se trajese de suvenir una bailarina de samba envuelta en un certificado de matrimonio en lugar de papel de regalo y hubiese que compartir título.

— Sí cariño, yo se lo digo. ¡Querido! A pesar de mi ilusión por nuestro futuro avión no puedo quitarme de la cabeza la desaparición de Lorenzo y de mi Crispín. ¿Les habrán abducido los marcianos? Es que no encontrar ni una pluma en todo el barco de mi pequeñín es tan sospechoso.

Don Cornelio Cabras del Monte se parapetó tras el ejemplar de “Expansión”, su periódico favorito de finanzas; mejor dejar la conversación en ese punto. Y es que de donde no hay… no se puede sacar.

FIN

jueves, 17 de noviembre de 2011

CALENDARIO DE AMOR



Los dos supieron muy bien a partir de qué momento el tiempo se detuvo en el cruce de sus miradas. También fueron apuntando mes a mes, día a día, hora a hora, minuto a minuto y segundo a segundo cada instante en el que sus cuerpos se rozaron, se acariciaron, se besaron.

Los latidos de sus corazones iban marcando las palpitaciones de sus venas, sustituyendo al compás rítmico del reloj de sobremesa, mientras las palabras entregadas y los gestos amorosos ocupaban el lugar de los aburridos calendarios de pared; suprimiendo los días no como resta de lo vivido, sino como la continuidad de lo que les quedaba por vivir, hasta sumar una hilera de estrellas azules, verdes, moradas y rojas sobre los días marcados en negro.

Lo que ambos ignoraron siempre fue el día exacto en que su castillo de cariño comenzó a desmoronarse. Se olvidaron del mes en el que comenzaron a mirarse con frialdad e indiferencia. Tampoco borraron con una estrella de color el día en el que llegaron a la ofensa. Ni anotaron la hora en la que se enfrentaron al primer golpe. Arrinconaron en una esquina de sus memorias el minuto en el que su existencia, antes maravillosa y perfecta, se había convertido en aquel cenagal amargo, oscuro y colmado de sufrimiento.

Hasta que la fría madrugada del 1 de enero de 1948, Inma volvió a recordar ese pedazo de cartón unido a unas páginas numeradas. Su reacción fue inmediata, no podía abandonar esas cuatro paredes que habían sido su hogar durante tanto tiempo sin hacer algo muy importante. Volviéndose al amable joven que iba a acompañarla al lugar que iba a ser su última morada, le suplicó que la dejase dibujar una estrella de color negro en el calendario. El hombre no pudo negarse. Inma, con pulso firme, trazó unas líneas sobre el calendario antes de que su acompañante abrazase sus muñecas con las frías pulseras de metal. Mientras tachaba el último día de su vida, con lágrimas profundas de dolor embotellado en sus cristalinos ojos marrones, contempló como unos hombres desconocidos y vestidos de gris levantaban del suelo el cuerpo tintado en rojo de su marido.

FIN

domingo, 13 de noviembre de 2011

TOP-SECRET


El ruido de un cerrojo abriéndose me puso en tensión. Había llegado el momento, llevaba más de media hora esperando en aquel oscuro y húmedo callejón. La puerta se abrió y una mano tiró de mí hacía el interior de aquel lugar. El corazón se me desbordaba en el pecho hasta el extremo de notar un dolor molesto, agudo y opresivo. Me había costado tres largos meses cruzar aquella puerta y vender mi integridad convirtiéndome en amante y, posteriormente, chantajista de aquel hombre; uno de los pocos que conocía el sistema de seguridad de la cámara acorazada más inexpugnable del mundo.

Caminaba tras él en el silencio más absoluto, bajamos escaleras y cruzamos pasadizos; probablemente estábamos atravesando aquel diminuto país bajo su subsuelo. Al final, una puerta metalizada nos dio acceso a una estancia acristalada. Allí entre estanterías y archivadores encontraría lo que llevaba buscando tantos años. Él me dijo que todo estaba escrupulosamente ordenado por orden alfabético y por fechas. Efectivamente en el archivador de la G y entre las fechas de 1973-1979 encontré lo que buscaba, en la pestaña de una de las carpetas figuraba escrito, con cuidada caligrafía, mi apellido “Grunewald”. En su interior cuidadosamente precintado en una carpetilla plástica reposaba un viejo pergamino escrito en hebreo, y junto a él, un informe en alemán. La letra redondeada de mi padre explicaba lo que significaba aquel papel. Pasé la vista de forma rápida y nerviosa por el documento. Ese manuscrito era el acta matrimonial de una boda que se había celebrado en Canaán hacía casi dos mil años. Cuando leí los nombres de los contrayentes, los archivadores que me rodeaban parecieron cobrar vida propia girando a mi alrededor como un corro de niños bailando y burlándose de aquella situación. 

Respiré profundamente un par de veces, uno… dos… tres; inspirar lenta y profundamente, contener el aire unos  cuatro segundos, espirar todo el contenido de mis pulmones; tal cual me había enseñado mi profesora de yoga. Aquella inyección de oxígeno hizo que desapareciese esa sensación de mareo y, sobre todo, me ayudó a regular los latidos del corazón. Por fin pude controlar la situación.

Mi padre había muerto en extrañas circunstancias hacía veintisiete años. Mi madre aún conservaba los informes de los peritos donde confirmaban que los frenos de su coche habían sido manipulados, y aunque ella luchó hasta el límite de sus fuerzas porque alguien la escuchase e hiciese justicia, todo fue en vano. Y yo, ahora, tenía en mis manos el pedazo de papel que había causado aquel accidente premeditado.

Tuve que auto controlarme de nuevo para que una carcajada histérica no brotase de mi garganta. ¿Mi padre había perdido la vida y yo me había quedado huérfana a los cuatro años por investigar algo que, ahora, circulaba libremente en todas las librerías del mundo? ¿Por una teoría que actualmente hacía ganar miles de millones a las editoriales? Yo misma había pagado hacía unos meses la entrada de un cine del centro de mi ciudad para ver el estreno de la versión cinematográfica de todos aquellos best-sellers  ¿Quién durante estos últimos años no había leído nada relacionado con este tema? Incluso se habían lanzado teorías mucho más descabelladas. La amargura fue inundando mi cuerpo impulsada por el pálpito de mis venas. 

En los años setenta alguien debió de sentir un miedo inmenso de que aquello saliese a la luz pero, al final, no había conseguido su propósito de enterrar aquel suceso. Y la única víctima inocente había sido mi padre; un hombre honrado que lo único que hizo en su vida fue desempeñar bien su trabajo y amar a su familia. El conato de risa irónica murió en mi garganta dando paso a un sentimiento de rabia e impotencia. ¿Cuántas historias como aquella estarían encerradas entre esas paredes? ¿Cuántos secretos de la Historia estarían allí ignorados por todos?

Sólo me quedaba pagar a Andreas por su servicio, le entregaría la cinta de nuestros juegos de cama —placenteros para él y nauseabundos para mí—. Aquellas noches sintiendo sus manos ávidas sobre mi piel, su aliento húmedo y maloliente en mi boca, fueron repulsivas, una pesadilla a la que quería poner distancia física y psíquica. En aquellos momentos el me miraba, veía urgencia en sus ojos. Tenía tantas ganas como yo de que nuestra aventura terminase. Yo estaba tranquila, sabía que no me traicionaría, le había dejado claro que la cinta que le acaba de entregar no era la única grabación. Otra copia descansaba en un cajón del despacho de mis abogados y, junto a ella, un documento donde dejaba explicado, con todo lujo de detalles, su ayuda en mi intrusión en aquellos archivos. Si algo me ocurría todo saldría a la luz, era nuestro secreto o su reputación.

Me metí la carpeta dentro del jersey aferrándola con fuerza y sintiendo el frío del cartón en mi pecho. Después de lograr mi propósito tenía que salir de aquel lugar de inmediato y abandonar esa ciudad. Ahora que sabía toda la verdad tenía el firme propósito de recuperar mi vida. A la mañana siguiente un avión me llevaría de vuelta a mi casa, volvería a la universidad y seguiría los pasos de mi padre. Continuaría mis estudios de arqueología que había abandonado hacía unos años, y me juré a mí misma que los documentos que encontrase no terminarían en aquel cementerio de papel. Es más, algún día conseguiría abrir esas puertas y dejar aquellas estanterías limpias. Después de todo, le había tomado gusto a mi nueva faceta de ladrona.

FIN

jueves, 10 de noviembre de 2011

LAS MUSAS












Esas musas juguetonas,
Que la mente me emborronan
Me visitan, me iluminan
Y me dan mil calenturas.

Me flagelan, me desvelan
No me dejan ni dormir

es un toque de locura
Que de mis dedos quiere salir

Me fascinan, me envenenan
Y señores no es cordura,
ni talento, ni hermosura
Es un sin vivir.

Estoy por echarlas fuera
A dormir en el jardín,
Pero les he tomado cariño
Y vivir sería un desatino
Si las aparto de mi.

Ojo a quien abrís la puerta
Que se acomodan, se instalan
Y luego se las apañan,
Para no dejarte ir.

Pero con todo y con eso
Es una aventura y un sueño
Tenerlas dentro de ti.


FIN


domingo, 6 de noviembre de 2011

LA CASTAÑERA




Noviembre, pálido y triste mes. La luz se pierde en un anochecer prematuro recordándonos el oscuro invierno que nos queda por delante.

Paseo por la avenida de los madroños y me impregno de la nostalgia de la estación. Otoño, marrón-rojizo que tiñe mi alma de una desapacible melancolía. Otoño, marrón-rojizo coloreado por las hojas que lentamente van cayendo de los árboles, pintando el suelo de esa tonalidad.

Imagino que el crujido de las hojas secas bajo mis pies es el quejido de los árboles suspirando por esas partes de sí mismos que van perdiendo.

Salgo presurosa del parque, quiero huir de la fría tristeza que invade mi espíritu. Frente a la gran verja de hierro me encuentro con ella, fiel a la cita de todos los años. Allí está, con su saco de castañas,  su fogón  y su toldo de raída lona.  Me mira con sus ojillos penetrantes y me dedica una cálida sonrisa.

— ¡Señorita! ¿Quiere unas castañas asadas? Son muy buenas, me las traen cada año del Bierzo, le harán entrar en calor. El invierno ya está cerca. —Sus arrugados dedos sobresalen de sus viejos mitones, mientras remueve con la rasera un puñado de hermosas castañas que se van abriendo a la lumbre del brasero.

Me acerco al humilde puestecillo y compro un cucurucho de esos sabrosos frutos. Mi nariz se impregna del exquisito aroma que va penetrando en mi interior.

Lentamente me alejo del tenderete aferrando el cucurucho con las dos manos, sintiendo como mi cuerpo se va inundando de calidez. Vuelvo la cabeza y sonrío a la anciana que sigue, firme en su puesto, ofreciendo su género con alegría; ajena a esa sombra marrón-rojiza que nos envuelve.

FIN



NOTA: La magnífica foto que ilustra mi relato de hoy, me la ha cedido mi amigo Patxi Bilbao. Un gran aficionado a la fotografía.

jueves, 3 de noviembre de 2011

CON LO QUE NOS HA LLOVIDO



— ¡Joder! Hoy tengo un día más tonto.

— ¿Qué te pasa Vela?

— Pues no lo sé Da, francamente, estoy así como tristón y apagaducho; sin ganas de nada.

— ¡Ah, bueno! Entonces tranquilo, total para lo que tenemos que hacer.

— Ahí tienes razón Da, para esto no necesito un derroche de energía.

Pasaron algunos minutos y los dos compañeros permanecieron en silencio. El cielo había amanecido cubierto de nubes blancas, pero en el transcurso de la mañana, estas habían ido tomando ese color plomizo que amenaza lluvia.

— No si encima lloverá ¡cagüenlaleche! —dijo Vela en tono refunfuñón.

— Pues hijo sí que estás hoy de malas pulgas, todo te molesta. Deja que llueva hombre, así nos limpiamos un poco de contaminación.

— Pues hoy no estoy de humor para aguantar la lluvia. Sólo me faltaba el día gris para terminar de hundirme la moral. Da, aquí entre nos y en confianza, ¿tú no te cansas de hacer todos los días lo mismo?

— Querrás decir de no hacer nada je,je,je. Porque aquí salvo vigilar tampoco hacemos mucho. Desde luego el trabajo no nos mata.

— A eso me refiero Da. Al principio, si te digo la verdad, agradecí mucho el cambio de trabajo. Eso de estar todo el día en primera línea, alerta frente al enemigo debilita mucho. Pero ahora, después de tanto tiempo descansado en la retaguardia, comienzo a hastiarme de esta tranquilidad.

— Pues yo estoy contento Vela. Nuestro trabajo es monótono, cierto, pero es muy importante. Con lo que nos ha llovido encima compañero. ¿Recuerdas al principio el revuelo que armaron para darnos el puesto? Unos decían que sí, que éramos los más dignos para eso. Otros, por el contrario, eran reacios y pensaban que sólo éramos dos rancias antiguallas que ya no serviríamos nada más que para traer malos recuerdos a los jovencitos. Que escandalosos eran entonces nuestros jefes, lo que les gustaba meter ruido. Ahora se ve que se están haciendo viejos como nosotros y ya no meten bulla.

— Será eso Da, que nos estamos convirtiendo en  ancianos,  igual que ellos, igual que lo que defendemos y guardamos.

— No, amigo mío. Lo que protegemos nunca se hará viejo. Las ideas no envejecen; evolucionan, avanzan, se renuevan. Lo que decae es la forma de llevarlas a cabo, que algunas veces no es la ideal. La apatía es lo único que mata el pensamiento.

Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre las cabezas de los vigilantes.

— Mira Vela, el primer chaparrón del otoño. Hermano, ¿cuántas veces nos ha llovido ya? Días… meses… años y siempre hemos sabido estar en nuestro puesto. Amigo mío nos vencen sólo cuando nos dejamos someter.

— ¿Tú crees que infundimos el mismo respeto que antes, Da?

— Yo creo que sí. Phsssss que por ahí vienen un grupo de turistas, y japoneses pon buena cara que a estos no les asusta ni el agua y con la cámara en la mano son más peligrosos que nosotros en nuestros viejos tiempos, nunca fallan en sus disparos.

— Pues hoy no tengo ganas de poner buena cara a nadie.

— Y qué quieres, ¿Salir hecho una facha en la foto? Venga anda no seas tan cascarrabias, hay quien está infinitamente peor. El otro día oí comentar a una mujer que pasó por nuestro lado que en la Plaza de España los turistas se suben encima de Rocinante y de Rucio para hacerse las fotografías. Eso sí que es para indignarse.

— ¡Pero qué me dices querido Da! Eso es el colmo de la falta de consideración, no sé a qué extremos vamos a llegar, ya no se respetan ni a unas honradas esculturas que no se meten con nadie.

— Eso es lo que tiene ser un caballo flaco y un vulgar pollino, que la gente se cree que todo es jauja. Pero nosotros somos Daoiz y Velarde, dos leones regios, esculpidos del duro bronce de unos cañones y guardianes de la democracia, aunque a algunos se les olvide el significado exacto de esa palabra y no la sepan utilizar. Así que, compañero Velarde, mantengamos nuestro puesto con honor: espalda firme, cabeza alta y pata erguida ¡Demos un ejemplo al mundo de lo que representamos! Una sonrisa por favor.

FIN