Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

jueves, 30 de junio de 2011

MISS LIBERTY


¡¡Hello my friends!! Upsss perdón, perdón y mil perdones, es que una está siempre tan en su papel de digna anfitriona de los EE.UU que ya me sale siempre el saludito en plan turístico-familiar.

Llevo tantos años aquí, tan erguida y tan quieta, que debo tener ya medio oxidada la parte baja de la túnica. No me quejo, no, que ser una de las damas más admiradas de todo el mundo no tiene precio. A ver quien es la guapa que a los años que tengo yo. aún despierta tantas miradas de admiración, ¡qué más quisieran muchas veinteañeras!

Hace dos días estuve de cumpleaños, ¡siiii!!, ¿nadie me va a felicitar? Un 28 de junio de hace… bueno los años se me han olvidado ¿a quién le importa la edad? Además una “lady” jamás de los jamases deber revelar ciertos datos, ejem, ejem aunque sea rígida y estática como yo.



Pero mi historia no comenzó ahí, ¡que va, ni mucho menos!, yo nací el día que a mi papi —un jovenzuelo francés llamado Frederic-Auguste Bartholdi— tomando unos cafetitos en uno de esos cafés parisinos con otro paisano historiador—, ya saben eso de: Dios los cría y ellos se juntan, se le ocurrió la genial idea de hacer un regalito a los norteamericanos que por esos años ¡fíjense ustedes!, iban a conmemorar el primer centenario de su independencia.

Lógico, muy lógico, una idea muy propia del país que despertó tantos aires de libertad con eso de la “liberté, égalité y fraternité“, ¡viva la France!, “a la chanson de la patrie” y bla,bla,bla  aunque aquello tampoco les sirviese de mucho, vamos que fue un quítate tú para ponerme yo. Para que me entiendan, que el rico siguió rico aunque en vez de llamarse aristócrata y marquesón, fuera advenedizo y burgués; y el pobre, que quieren que les diga, pues sigue pobre, pero eso pasa en la “France“ y en la China. Y no digo más, que a pesar de los años que llevo en Bedloe, una isla preciosa pero excesivamente pequeña para mi gusto —mejor, así se me ve más— soy toda una “madame” o “mademoiselle” —que vaya perra con llamarme señora y lady, si yo soy miss, que aún no me he casado, aunque no descarto la idea ejem, ejem—  francesa de la punta de la túnica a la punta de los pinchos estos que me han puesto en la cabeza que, digo yo, si no había una corona de más tronío y más vistosa ¡joder! 

Creo que mi papá no se lo pensó dos veces, si llega a saber la cantidad de quebraderos de cabeza que iba a darle, lo mismo me hubiese fabricado, pero me hubiese dejado a orillas del Sena, en lugar de traerme aquí a la desembocadura del Hudson. ¡Qué tampoco me hubiese importado quedarme allí!, ya sé que New York, es New York, la Gran Manzana, el Empire State y King Kong, el MOMA, el Central Park... Pero ¿y lo bonita qué hubiese lucido ahí en medio de París? Donde va a parar mi estilazo, nada que ver con esa torre horrorosa de hierro, que es medio prima mía, luego les contaré.

Pues eso, que una cosa es tener una idea genial, y otra ponerla en marcha. Pero el vil metal hace estragos… ¡uy! ¿he dicho vil metal?, me refería al dinero ¿eh?

Fabricarme costaba mucho más de lo que podían imaginarse, así que papi se las ingenió para hacer una especie de colecta ciudadana franco-americana, lo que vulgarmente se conoce por pasar el plato o la gorra, y tuvo éxito; al final nací yo, ¿a qué soy preciosa? Aunque las malas lenguas aseguran que para hacerme la cara, papá se fijó en el rostro de su madre. No creo eso. seguro que es una calumnia, mi abuela era una señora de rompe y rasga, y además jorobó la vida de mi papi no dejándole casarse con la mujer que amaba porque era judía, ¿y yo llevo la cara de esa señora?, ¡ni en broma!

Papi trabajó duro y con la ayuda de tito Eiffel, sí, el de la Torre, por eso he dicho que somos primas, me fue sacando adelante. Mientras el tito me iba poniendo hierros por dentro para sujetar el armazón, mi papi me iba dando la forma exterior con láminas de cobre como piel. Y es que claro, tenían que dejarme hueca, que remedio, —sigo pensando que se pasaron en tamaño— claro que eran otros tiempos, entonces la gente no vivía tan pendiente de las básculas, las dietas y guardar la línea, pero cualquiera me hacía maciza, a ver que barco me iba a poder trasladar.

Los americanos fueron un poco lentitos, ya estaba yo construida, y ellos que se habían comprometido a hacer mi pedestal, ahí estaban lloriqueando que no les llegaba dinero; no quiero ser mal pensada, pero con todo lo que han visto mis ojitos en tantos años… a saber donde fue a parar el dinero de la base. Otra cosa que solucionó mi papi poniéndose en contacto con uno de sus conocidos, el dueño de un periódico neoyorquino, el señor Pulitzer, al que se deben esos premios periodísticos. Otra vez a pasar el platillo pidiendo dinero y de nuevo la nena, o sea, “la moi” triunfó. Se construyó el pedestal y así  fui a dar con mis huesos… digo con mis láminas de cobre a esta gran ciudad, que lo mismo podía haber sido Boston u otra, vayan ustedes a saber donde habría terminado… pero quien paga manda, y los neoyorquinos pagaron. 

Total que entre pitos y flautas, llegué a mi cita diez años más tarde, vamos que ya ni centenario de independencia ni “na de na” y encima llegué desmembrada y echa pedacitos —nada más y nada menos que desmantelada en 350 piezas divididas en 214 cajas— que ni hueca me podían meter entera en un barco, vamos , me convirtieron en un puzzle gigante.

Al fin un 28 de octubre de… tampoco me quiero acordar del año, una aunque sea de cobre es coqueta. —eso sí, el 28 debe ser mi número de la suerte— fui oficialmente inaugurada con todos los honores, y desde entonces, me he convertido en la anfitriona ideal. Viendo entrar miles de barcos, contemplando millones de rostros emocionados, ilusionados por su llegada a una nueva tierra de riqueza y libertad. Unos lo consiguieron y muchos otros no; cuando les veo llegar no puedo evitar pensar ¡madre mía!, no saben donde se van a meter, pero no tengo corazón para desengañar a nadie. Aquí sigo muda y portando la antorcha, por cierto, nadie pensó que esto de portar la llama es muy pesado y me duele el brazo ¡leñe! Pero no me quejaré, eso de ser la diosa que guía a los pueblos hacía la libertad tiene su aquel; y si encima me dedican cancioncitas ya se me derrite hasta el cobre, que una es muy sensible.

FIN

domingo, 26 de junio de 2011

JUICIO DEL AGUA III - Berta


III

Berta

Rennes (Bretaña) 1229

Era una mañana a principios de verano. A pesar que aún no era mediodía, el calor plomizo se hacía sentir, un calor inusual para la época, y sobre todo para aquellas tierras situadas tan al norte. El conde y su escudero se encontraban en el patio ejercitando con la espada, y los goterones de sudor cubrían sus rostros.

El ruido de los caballos interrumpió su ejercicio; a los pocos minutos vieron aparecer por el portón la carroza de la condesa viuda de Rennes, que se detuvo a pocos metros de donde estaban ellos.

Erwan, sonriente y sudoroso, se acercó al carruaje de su madre, presto a ayudarla a bajar.

— Buenos días madre, no te vi esta mañana, saliste temprano -dijo Erwan ofreciéndola el brazo.

— Sí, hijo, tenía algo que hacer —contestó la mujer ya  fuera del coche— Sal Enora, te voy a presentar a mi hijo.

Una muchacha, casi una niña aún, porque como más tarde supo el conde la joven sólo tenía catorce años, bajó con rostro asustado del carruaje. Sus ropas eran humildes, pero la niña iba limpia y bien peinada, unas hermosas trenzas de color caoba adornaban su bonito rostro.

— Erwan, te presento a Enora, será mi nueva camarera.

— Pero madre, ¿no tienes bastante servicio? 

— Sí hijo, ya sé que tengo varias camareras a mi servicio, pero este caso es especial, esta jovencita se ha quedado huérfana hace poco. Su madre y ella vivían solas en el bosque, esta criatura no podía quedarse en esas circunstancias, y a mi aya la vendrá bien tener a alguien joven a su lado para adiestrarla en sus funciones. Ya sabes como es y lo poco que se fía del resto de las camareras.

Erwan sonrió, conocía de sobra lo rezongona que era Tekla, la vieja aya de su madre, con respecto a su señora todo le parecía poco.

— Esta bien madre, me parece bien. Esta jovencita necesita un hogar más apropiado que una mísera cabaña en medio del bosque. Sé bienvenida Enora.

El conde adoraba a su madre, había sido su ángel de la guarda durante la niñez, marcada por las pautas de un padre severo, arrogante y tirano, del que tantas veces le tuvo que socorrer. Con la muerte de su padre, en plena adolescencia, Berta se había convertido en su guía y cómplice. 

La vida seguía su curso apacible en el Castillo, Berta era feliz con su nueva camarera, una muchacha dispuesta, trabajadora, inteligente y cariñosa, a quien todos inmediatamente tomaron mucho cariño. Sobre todo Erwan, una ternura inexplicable le hacía sentir un cariño especial por aquella discreta muchacha. Seguramente, era el cariño con que veía que trataba a su madre, ese amor compartido por una mujer que siempre había sido un ángel para todo aquel que la rodeaba.

En la recta  final del otoño, Deneza, su joven esposa —con quien había contraído matrimonio la pasada primavera. Un matrimonio concertado por amor, no por intereses sociales. Berta jamás hubiese impuesto una boda así a su hijo— les comunicó que estaba embarazada. 

Llegó el invierno y con él, un frío espantoso, que se dejaba sentir a través de las piedras del castillo, las chimeneas siempre crepitando no daban abasto para  calentar esas salas. Berta comenzó a sentirse mal, el médico confirmó que era un enfriamiento sin mayor importancia, la condesa viuda era aún joven, le faltaban unos meses para cumplir cuarenta años, y además tenía una naturaleza fuerte.

Los días pasaron y Berta no mejoró, día a día iba perdiendo fuerzas, se iba apagando como una llama. Erwan pasaba muchas horas junto a ella intentando alargar el tiempo, ese tiempo que empezaba a dar marcha atrás, aunque él no podía o no quería verlo.

Una madrugada Berta le llamó a su presencia. 

— Hijo, noto que mi final está próximo y tengo algo importante que decirte.

— No, madre, verás como te pondrás mejor en cuanto empiece la primavera y mejore el tiempo. Dentro de unos días comenzará abril, tu mes favorito, recuerdo que de niño me decías que era el mes en el qie despertaba la vida…

— Phssss… —le interrumpió Berta— deja que hable y no me interrumpas hijo; lo que tengo que decirte es de vital importancia, no me gustaría morir sin que supieses la verdad.

“Hijo, hace años, cometí una falta muy grave. Me enamoré,  me enamoré como jamás pensé que podría amar a nadie en este mundo. Ya estaba casada, en realidad fue al poco tiempo de mi matrimonio con tu padre cuando supe lo que era el amor. Tu padre ya sabes como era, a parte de mucho mayor que yo, tenía mal carácter. Jamás me sentí amada por él. Yo era su tercera esposa, y en mí creo que siempre buscó el heredero que no le habían dado las anteriores. Yo era muy joven, me casé por imposición, no tuve escapatoria.

Pero al poco tiempo conocí a un hombre juicioso, amable y poco a poco nos fuimos enamorando, porque él también se enamoró de mí. Lo sé, aunque con el tiempo tuvimos que dejar nuestros encuentros amorosos.

Quedé embarazada, fue terrible, tu padre llevaba ausente varios meses, yo estaba aterrorizada, aquel niño era evidente que no podía ser de mi marido. Afortunadamente, mi vientre no abultaba mucho y podía disimularlo con los vestidos. Cuando se acercó la hora del parto, me marché del castillo, aduciendo que me retiraba una temporada a un convento para rezar por mi esposo ausente en la batalla. En realidad no me fui muy lejos, acompañada por la fiel Tekla y por Marven, llegamos al Bosque de los  Ciervos, y, allí, en la cabaña de la curandera que todos conocían como  “La Gacela”, dí a luz a una preciosa niña.”

— ¡Dios mío! Entonces… entonces, esa niña… esa niña.

— Sí hijo, esa niña es Enora. Tienes una hermana, una criatura inocente a quien tuve que abandonar en una cabaña a los cuidados de aquella curandera de la que muchos murmuraban.  Pero a pesar de las habladurías de la gente era una buena mujer que siempre ayudó a quien llamó a su puerta. No podía hacer otra cosa, tenía miedo de la reacción de tu padre. Siempre estuve de cierta forma cerca de ella. Marven acudía con frecuencia a la cabaña y me decía si la pequeña necesitaba algo. Cuando me enteré de que “La Gacela” había muerto, fui a buscarla para traerla aquí. Al principio te dije que había cometido una falta muy grave, quiero que entiendas, mi querido Erwan, que esa falta nunca fue tener esa niña, ese pequeño ángel, ni el amor que sentí por su padre. Lo que jamás pude perdonarme fue dejarla, abandonarla, aunque sabía que estaba en buenas manos.

— Y, ella, ¿lo sabe?

— Si, se lo confesé todo el día que la traje aquí. No quería abandonar la cabaña, tuve que me sincerarme con ella para hacerla cambiar de opinión. ¡Pobre criatura! Cuando le pedí perdón se echó a mis pies llorando, como si fuese ella la que había pecado. Fue ella la que me pidió que no dijese nada a nadie. Quería permanecer en un segundo plano, se había criado con sencillez, ahora sería absurdo que cambiase su forma de vida, y, sobre todo, que intentase convertirla en una dama. Aunque todos sabemos que una dama  nace, no se hace.

— ¡Dios mío!, tengo una hermana, ahora comprendo el porqué de mi cariño hacia ella. ¿Quién es su padre?, ¿vive aún?

— Sí, hijo aún vive, pero eso no puedo decírtelo, comprende que ese secreto no es sólo mío. Otra cosa es lo de Enora, eso sí debías saberlo, no puedo irme de este mundo sin que  sepas que tienes una hermana y sin rogarte que la protejas siempre.

La condesa dejó de hablar. 

— Madre, descansa, no conviene que te agotes. ¿Tomaste ya la medicina que te mandó el médico?

— Sí hijo. Deneza está pendiente, es ella misma la que se ocupa de mi medicación sin saltarse una hora. Le estoy tan agradecida, a pesar de lo avanzado de su estado esta pendiente de mí, en lo tocante al tratamiento no deja que sean ni Tekla ni Enora quienes me lo suministren. No has podido encontrar una esposa mejor, y lo que más feliz me hace es ver lo que os queréis. Eso me compensa de la tristeza que me produce no conocer a mi futuro nieto.

Esa misma madrugada, a las pocas horas de haber mantenido esta conversación, la condesa viuda de Rennes, dejó este mundo sumiendo en un hondo dolor a todos los que la habían conocido.


EPILOGO

Rennes (Bretaña) 1238

El anciano caminaba despacio por el sendero ayudado de su bastón. Su “pequeña ardilla”, como llamaba a Gwenn, se le había vuelto a escapar. Por suerte sabía donde encontrarla. Y efectivamente, ahí estaba, en el interior de la pequeña ermita. Un precioso paraje rodeado de hermosa vegetación, muy cercano al castillo, que se había convertido en la última morada de Berta. Fue su último deseo, ella no quería yacer por el resto de la eternidad en la suntuosa grandiosidad de una catedral. Su naturaleza sencilla y cálida la hizo alejarse siempre de todo lo frío y convencional.

— Te volviste a escapar pequeña traidora.

— Pero tú siempre sabes donde encontrarme ¿verdad Marven?, sabes que me gusta reunirme aquí, con mi abuela y mi tía. Me gusta venir y contarles mis cosas, es como si estuviese más cerca de ellas.

— Si, pequeña, siempre estarán contigo, incluso aunque no visites este lugar. Eres una niña afortunada, la mayoría sólo tienen un ángel de la guarda; tú, por el contrario, tienes dos.

— ¡Pobre papá!, ha tenido que sufrir mucho.

— Sí, pequeña, en poco tiempo perdió a las tres mujeres que más había amado en su vida.

— Pero mamá no está muerta.

— Ya lo sé pequeña, pero hay muchas formas de morir para el corazón de una persona, y lamentablemente no todas son físicas. Tu madre murió simbólicamente el mismo día que se ejecutó el juicio del agua.

— ¿Qué es eso del juicio del agua, Marven? 

— Es algo repulsivo pequeña, sólo pido a Dios que tú jamás tengas que presenciar algo tan horrible y tan vil.

El rostro del anciano mayordomo se tornó ceniciento. Gwenn, en quien se adivinaba una inteligencia superior a su edad, decidió callar y no hurgar más en esa herida. La pequeña cogió la mano del viejo sirviente y despacio salieron de la ermita. Ya en el umbral, el mayordomo posó sus arrugados dedos en sus resecos labios y depositó un beso que luego con un ligero soplido hizo volar  hacía las dos tumbas situadas al pie del altar, donde reposaban los  cuerpos de las  dos mujeres que  había amado con todas sus fuerzas: Berta, su gran amor, la única mujer de su vida, y Enora, el menor de los dos frutos con que había sido bendecida su furtiva relación.

FIN

jueves, 23 de junio de 2011

JUICIO DEL AGUA II - Deneza


II

DENEZA


Rennes (Bretaña) 1231


Habían pasado quince días desde el terrible juicio que conmovió a toda la población. En el castillo de los condes de Rennes todo era silencio y pesadumbre, tan sólo, interrumpida en escasos momentos por los susurros de los sirvientes. Las autoridades civiles y el Inquisidor General, junto a sus séquitos, habían sido despedidos por el conde, sin muchos miramientos. La Inquisición era una institución temida, pero el conde era un joven valeroso que contaba con la protección del Rey, además en esta ocasión, Fray Mazhe de Borgoña, poco tenía que decir ya que aquella prueba inhumana había confirmado la inocencia de aquella pobre muchacha.

Erwan, el conde, se había encerrado en sus aposentos, sin querer ver ni hablar con nadie. Tan sólo  permitía la entrada a su viejo mayordomo Marven.

La condesa tampoco salía de su habitación, donde se había encerrado nada más ver aparecer a su  esposo. Ni siquiera para interesarse por su hija, la pequeña Gwenn, que no había cumplido aún el año de edad, dejándola al cuidado de sus camareras. Era Maela su aya, quien la acompañaba durante esas horas de voluntario exilio.

Pero pasados esos primeros días de dolor, Erwan empezó a salir, a pasearse por las dependencias del castillo, a preguntar aquí y allá que es lo que había pasado en su ausencia, que había podido ocurrir para que todo terminase en algo tan horrible como era la pérdida de una vida humana. 

Cuando sus camareras confirmaron a Deneza que su esposo se había decidido a dejar sus aposentos y estaba preguntando a toda la servidumbre, comenzó a temblar. Registró cada rincón de su habitación y se dio cuenta que no se había desecho de aquel frasquito verde que podía ser su perdición.

Con él en la mano, comenzó a pasearse nerviosa, no sabía que hacer con esa prueba, debía haberse deshecho de ella mucho tiempo antes, ahora ¿dónde arrojar aquel líquido? Inmersa en sus pensamientos, no se dio cuenta que la puerta se abría y ante el dintel aparecía la figura alta de Erwan. Deneza, al ver la poderosa figura de su esposo, dio un respingo y escondió tras su espalda la mano que sujetaba el frasco.

Aquel gesto, no pasó inadvertido por su esposo que la requirió:

— ¿Qué tienes ahí?, ¿qué escondes, Deneza?

— No escondo nada, es que… tu entrada imprevista me ha asustado, eso es todo.

— Te has asustado por otros motivos, has escondido la mano derecha donde tenías algo. ¡Enséñamelo!

La condesa conocía lo suficiente a su esposo para saber que no tenía nada que hacer, y le entregó el frasco.

— ¿Qué es esto? —preguntó destapando el pequeño objeto, y oliendo su contenido— ¡Esto es cicuta!, reconozco ese olor, ¿por qué tienes tú algo que en manos inexpertas puede resultar peligroso?

Al sonido de las voces, Maela, la aya de Deneza, acudió presta. La mujer, al ver la situación, se quedó pálida como la muerte.

— ¡Deneza, te exijo que me digas para que querías tú esta pócima!

La condesa seguía sin despegar los labios, Erwan sabía que su orgullo y altanería le denegarían la respuesta que buscaba y se volvió al aya.

— Dime Maela, que hace esto en poder de tu señora, dímelo si no quieres que mande azotarte. 

La mujer, presa del miedo, comenzó a temblar y casi no le salía la voz del cuerpo cuando contestó:

— Es… es un preparado que mandó el cirujano a mi señora para hacer la digestión.

— ¡No mientas bruja del demonio! Sé bien que ningún preparado estomacal lleva cicuta; esa planta empleada en dosis inoportunas es un veneno muy potente. 

— ¡Deja a Maela! ¡todo es culpa mía, yo y sólo yo utilizaba este líquido! —dijo Deneza.

Erwan se sentó en el taburete, de repente sintió que su cuerpo, preparado para las batallas, flaqueaba ahora al amparo de su propia casa. 

— Entonces son ciertas las sospechas de Marven… es cierto lo que algunas de tus camareras me han contado. Tú estabas dando esto a la niña para provocarla malestar y vómitos, y luego cargar con la culpa de su enfermedad a Enora ¿es cierto? —rugió.

— ¡Jamás hubiese matado a nuestra hija!, sabía de forma precisa la cantidad que tenía suministrarla, una única gota en la leche. Yo sólo quería que esa bruja pagase el daño que me estaba haciendo.

— Tú fuiste, junto con esta bruja de tu aya, las que corristeis la voz de que cada vez que Enora daba de comer a la niña, ésta se ponía enferma, alegando que como su madre había sido curandera, estaba usando malas artes con la pequeña.

— Yo no dije que fuese bruja, jamás salió esa palabra de mis labios, ni tampoco juré ante el inquisidor que por las noches la veía caminar con un gato negro, ni que de su boca salían sonidos extraños. Todo eso lo dijeron otros, no yo.

— Sí, a ti te bastó con sugerir que cada vez que la muchacha se acercaba a nuestra hija, ésta enfermaba. Fue muy sutil, jugaste con la ignorancia y la imaginación de gente analfabeta y supersticiosa. Tú, precisamente tú, que gracias a tu padre tienes una educación privilegiada, tú que has leído, que has tenido tutores y maestros, que has tenido un privilegio que pocas mujeres —incluso de tu posición— han disfrutado. Eso fue lo que me enamoró de ti Deneza, tu inteligencia y tu educación, más que tu belleza.

— No, Erwan, tu amor por mí ya pasó, no sé si fue mi inteligencia o mi belleza lo que te atrajo, eso ahora no importa. Admite que de un tiempo a esta parte ya no me amabas. Enora me estaba robando tu cariño ¿no lo ves?, ¿no lo entiendes?, era ella o yo. No podría soportar compartirte con nadie, y menos con una advenediza, con una criada. Cada vez maldigo más el día que entró en nuestras vidas. —Los ojos de Deneza lucían el brillo de los afiebrados.

— ¡Estás loca!, tus celos te han trastornado. Desde este momento te repudio Deneza de Melq. Prepara tus cosas, mañana mismo, tú, y tu aya partiréis lejos, no quiero volverte a ver más en todo lo que me reste de vida. A primera hora partirás al convento de Sant Malo, y allí permanecerás hasta que Dios, Nuestro Señor, te llame a su lado. Al fin y al cabo él es el único que puede juzgarte. En el convento serás una religiosa más sin ningún privilegio. Ahora comprendo tu afán por alejarme del castillo, comprendo el interés que tenías de mandarme a batallar junto a nuestro rey, cuando éste me había dicho que eran escaramuzas sin importancia y que no me necesitaba. Sabías que conmigo aquí no hubieras podido salirte con la tuya. Fuiste muy hábil, y rápida, muy rápida, sabías que no iba a estar demasiado tiempo fuera; así que en cuanto el campo estuvo abonado y la gente preparada, no tardaste un minuto en llamar al Inquisidor General —aprovechando su estancia por estas tierras— y armar toda este cruel engaño.

El conde salió a la galería y reclamó a voces a uno de sus capitanes, que llegó de inmediato.

— Capitán Ael, prepara un pequeño séquito con tus mejores hombres, mañana daréis escolta a la condesa. Creo que es el mejor lugar para ponerse a bien con los hombres y con Dios. Antes de partir te daré una carta que debes entregar a la Abadesa, te hago responsable tanto de mi esposa como de esa carta que sólo entregarás a la superiora, ni la condesa debe leerla.

Deneza que hasta el momento se había quedado paralizada, se arrojó a los pies de su esposo.

— Por favor, trátame como quieras, no me hables, mantenme encerrada en esta habitación de por vida, pero no me alejes de mi hija. Una niña tan pequeña necesita una madre.

— No, Deneza, no te necesita, siempre tendrá quien la cuide, y me tiene a mí, su padre, un padre que sabrá educarla en la justicia y el amor a sus semejantes. Tú sólo sabrías meterla el veneno que llevas dentro. No puedo apiadarme de una madre a quien no le tembló la mano a la hora de enfermar a su hija con tal de asesinar a una inocente. Por que eso es lo que has hecho tú, Deneza.

— Yo no he matado a nadie… la gente y sus murmuraciones… los jueces… el Inquisidor… todos estuvieron de acuerdo… 


 — Tienes razón, tu mano no mató directamente a Enora, pero fuiste la maquinadora de su muerte, que es igual o peor que si la hubieras empujado tú misma al pozo.

— Todo lo hice por amor, tú no lo entiendes, fue simplemente amor, si tú me hubieses dejado, me habría muerto de dolor. ¿No me entiendes Erwan? Ella estaba levantando un muro entre nosotros.

— No, Deneza, eres tú quien no entiendes, ni has entendido nunca nada. Porque realmente tú nunca me has querido, sólo te has querido a ti misma, jamás entenderías el sentido de un amor puro, sincero y sin ninguna maldad; el mismo que yo sentí y siempre sentiré por Enora.

A la mañana siguiente, Erwan no salió a despedirse de su esposa, aún no había aparecido el sol en el horizonte cuando subió a una de las almenas y, allí, vio partir la pequeña comitiva. Mientras sus ojos veían marchar a Deneza, su mente viajaba en el tiempo…

domingo, 19 de junio de 2011

JUICIO DEL AGUA I - Enora



I

ENORA


Rennes (Bretaña) 1231

El sol comenzaba a abrirse paso a través del horizonte de aquel caluroso y seco verano, las gentes de aquella ciudad, una de las más importantes del ducado de Bretaña, no había visto caer una gota de agua desde la pasada primavera. Aún así tenían suerte, los meses de abril y mayo fueron mucho más lluviosos que años anteriores, y tendrían agua suficiente para todo el verano por la gran cantidad de pozos que sembraban la ciudad.

A pesar de lo temprana de la hora, una multitud se concentraba alrededor de lo que las gentes conocían como el “Pozo del juicio”, hacía muchos años que no eran testigos de algo así, la curiosidad se reflejaba en todos los rostros. Allí apiñados y mezclados, se podían encontrar representantes de todos las clases sociales de la población, desde el más próspero comerciante, al pilluelo más humilde.

En un estrado bellamente engalanado, estaban presentes los más altos estamentos: el prelado, el capitán del castillo, las damas de la corte y a la cabeza del importante cortejo, Deneza, la condesa de Rennes, la joven y hermosa esposa de Erwan, el señor de todas aquellas tierras, y que en ausencia de su esposo presidía los actos oficiales.

Un clamor se levantó entre el populacho.

— ¡Ahí viene!, ¡ahí está la bruja!, ¡a la hoguera con ella! —rugían.

Efectivamente por el camino de tierra se acercaba un carro semejante a una jaula flanqueado por los guardias del castillo. Cerraban la comitiva unos frailes  dominicos. En el interior se hallaba el cuerpo desmadejado de una mujer vestida con una túnica blanca.

— ¡Miradla! Ya lo creo que es una bruja, ¿no veis? Tiene los ojos huidizos  —comentaba una comadre.

— Y además están desencajados, y ese aspecto, ese rostro es el de una poseída, esa mirada como de ida; da pavor mirarla —comentaba una segunda.

— Pues a mí me da pena, no sé, yo conocí a esa muchacha antes de que entrase a servir en el castillo de los condes. Mi hija estuvo muy enferma hace tres años, el cirujano no me supo dar razón de su mal. Entonces me acordé de la curandera, esa que se hacía llamar “La Gacela”; esa que se paseaba por las ferias vendiendo ensalmos y cocimientos para curar todo tipo de males. Ésa que tenía la cabaña allí en la espesura del Bosque de los Ciervos. Y allí, encontré sola a la muchacha, ni siquiera me acordaba que “La Gacela” tenía una hija. Por lo visto, la mujer había muerto hacía pocos meses y esa pobre criatura estaba sola en el mundo. Pero la verdad es que algo tuvo que heredar de su madre, ya que me dio el remedio, y mi hija ya veis como está; a día de hoy es una criatura hermosa y sana —les contó una tercera.

— Eres muy atrevida mujer, no sé como pudiste poner la vida de tu hija en manos de semejante engendro. Tampoco entiendo como al final terminó atendiendo a la familia del conde. Seguro que esa bruja les dominó con sus artes. Cada vez que me acuerdo que nuestro señor, junto con su familia, tuvo tal peligro dentro de su morada, se me ponen los pelos de punta —dijo un hombre seboso, que de vez en cuando echaba un trago del odre de vino que llevaba al hombro.

— A mí no me hizo mal ninguno, al contrario, devolvió la salud a mi hija buen hombre, así que no tengo motivo para desearle ningún mal. Y a vosotras, comadres, os aconsejaría que no afirmaseis algo que aún no sabemos. No os fiéis de su aspecto, la pobre habrá sido sometida a tortura ¿no sabéis como las gastan en las mazmorras de la Inquisición?, yo sí, mi cuñado estuvo trabajando de carcelero una temporada y el pobre no había noche que no se despertase con pesadillas. Siendo más cómodo ese trabajo, no dudó en dejarlo en cuanto le salió el de tintorero, y ya sabéis que andar entre tintes es muy duro. No puedo dejar de sentir piedad por ella, además es tan joven y era tan hermosa, ¿a qué clase de tormento la habrán sometido? —se preguntó la mujer.

El carro de la prisionera se iba acercando al pozo. Allí la esperaban varias figuras vestidas de negro y en el centro, un monje con hábito blanco que se había convertido en la pesadilla de la muchacha durante los últimos días —que, tal y como había vaticinado la comadre, había sido victima del martirio más brutal— Dos guardias  abrieron la jaula y la ayudaron a salir. Uno de los hombres de negro, el de mayor edad, comenzó a hablar:

“Yo Loic de Brent, Juez de esta villa, en presencia de su excelencia la Condesa Deneza de Rennes, y del Inquisidor General, el padre Mazhe de Borgoña, hago constar que la acusada, la joven conocida simplemente por Enora, al carecer de apellido conocido, hija de la curandera conocida como “La Gacela”; y ante la negativa a firmar la confesión que se le exige, va a ser sometida al “juicio del agua”. La acusada será atada a una cuerda y arrojada al pozo, si se hunde será absuelta; pero si flotase en el agua, la joven conocida como Enora será acusada de brujería y por lo tanto, morirá en la hoguera —ya que como es conocido, todo ser humano que haya caído en garras del Maligno tiene la facultad de flotar en el agua— Que Dios Nuestro Señor nos bendiga a todos. Alguacil, proceda a atar la cuerda a la cintura de la rea.”

El alguacil se acercó a una Enora perdida, sin expresión, sin alma —dirían algunos — aquellos salvajes se habían ocupado a conciencia de arrancársela lentamente. Los que estaban más cerca pudieron contemplar con horror que los huesos de los brazos de la muchacha estaban fuera de su sitio. Sospecharon que las piernas también habrían sufrido lo suyo, pero el castigo había sido menor, seguramente en previsión de la prueba que tenía que pasar ahora. La acusada tenía al menos que poder tenerse en pie, aunque fuese a duras penas.

El hombre ató una cuerda a la cintura de la joven y luego entre dos guardias, la ayudaron a subir al brocal del pozo para luego empujarla al interior.

Un hombre que rozaba la ancianidad, contemplaba la escena con horror mal contenido. Marven, el mayordomo del conde, no podía sujetar el temblor de sus manos. Su mirada como una pelota de ping pong, iba desde la escena sobrecogedora, a la condesa sentada a poca distancia, mientras el dolor y el sentimiento del deber incumplido se apoderaba de él.

La voz del juez volvió a sonar tan solemne como anteriormente:

“Yo, Loic de Brent certifico que el cuerpo de la joven conocida como Enora se ha hundido en el agua. Alguacil, proceda a sacarla inmediatamente del pozo”

Los asistentes estaban sobrecogidos, los que hacía sólo unos minutos la vituperaban y estaban dispuestos a arrastrarla a la hoguera, ahora estaban conmocionados, algunas mujeres apartaban el rostro, otras lloraban en silencio y las más, rompieron en sollozos. La condesa permanecía impasible, pero los que la conocían bien sabían que tras la imagen pétrea de su hermoso rostro y su cuerpo inmóvil latía un intenso sentimiento.

Las figuras de negro y el fraile se situaron alrededor del cuerpo de la muchacha, no se sentía ni la respiración del gentío que se agolpaba en torno al pozo. En este caso fue la voz del inquisidor la que se dejó oír:

“Demasiado tarde,  la acusada ha muerto. Yo, Mazhe de Borgoña, Inquisidor General del reino, doy fe de que, tras pasar la prueba del agua, la muchacha no era bruja, por lo tanto su cuerpo podrá ser enterrado en sagrado." 

Marven rompió en sollozos: “Perdóname Enora, no supe protegerte. Que mal hizo mi señor en encomendar tu protección a este pobre viejo que no supo ver a tiempo la maldad que estaba tejiéndose a tu alrededor. Si hubiese sido más rápido al escribir… si el mensajero hubiese volado más que galopado… si mi carta hubiese llegado a antes a su destino… mi señor habría venido a tiempo de evitar esta tragedia.”

En el suelo retumbaron los cascos de unos caballos, un grupo de jinetes se acercaban al pozo, la muchedumbre les iba abriendo paso, frente al grupo de hombres y un poco más adelantado destacaba la figura de un joven moreno, alto y espigado que cabalgaba sobre un hermoso caballo negro. El conde Erwan de Rennes saltó del corcel en pleno galope y separando con furia al juez, al inquisidor y al resto de la compañía, se arrojó al lado de Enora. Abrazando el cuerpo inerte de la muchacha brotó de su garganta un grito inhumano:

— ¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOO!!

jueves, 16 de junio de 2011

MUÑECA ROTA


Había dado permiso a toda la servidumbre, Carlota quería estar sola. Descalza y lentamente, casi, casi, flotando —sus pies parecían no tocar el suelo— ese suelo artesanal de madera maciza artísticamente elaborado en exclusiva para ella. Como casi todo, muebles, cortinajes, iluminación… que formaba parte de aquella mansión de lujo en Beverly Hills, había costado una fortuna.

Carlota se lo podía permitir, desde hacía muchos años, desde su más tierna infancia, había sido una máquina de hacer dinero.

La mujer recorría su casa como si la contemplase por primera vez, como si fuese una extraña que sólo estuviese de visita; como si durante años no hubiese formado parte de aquel decorado. Sus ojos desvaídos miraban sin ver, sin ser conscientes de lo que tenía a su alrededor, de todas las riquezas allí acumuladas.

El silencio era espeso, de ser algo consistente se podría cortar, sobrecogedor, irreal, incluso inhumano, sólo el vacío podía contener un silencio así. El ris-ras del roce de la bata de seda de Carlota con los peldaños de la escalera quitó cierta tensión a esa quietud demoledora.

Ya en su dormitorio, comprobó que su doncella le había dejado todo preparado, la inmensa bañera-jacuzzi llena y con abundante espuma tal y como le gustaba, la cubitera conteniendo una botella de champagne y su copa favorita, una copa de cristal finísimo de Bohemia, cuya base y borde eran de oro —aquella copa de la que se encaprichó en la recepción de aquel jeque árabe, que no tuvo ningún problema en regalársela; —aún sabiendo que con ello la lujosa y cara cristalería quedaría incompleta— Fue su pago a cambio de una noche de amor. Noche que hubiese valido, para él, la vajilla completa; para ella, tan sólo una noche más de náusea y soledad.

Desanudó lentamente la bata y esta se deslizó suavemente por su cuerpo. No quería mirar, pero no se pudo resistir, una especie de imán —o simplemente, el fulgor del brillo de los diamantes repujados en el fino marco de marfil del enorme espejo ovalado de cuerpo entero, ante el que tantas veces se había vestido para las interminables fiestas, o desnudado para sus supuestas noches de descanso o de placer—  lo que atrajo su mirada. Y lo que vio volvió a causarla horror y pena, mucha pena.

Aquel hermoso espejo solo era capaz de reflejar un cuerpo maltratado, un cuerpo que solo era un manojo de huesos, un cuerpo que era una vulgar caricatura de esos esqueletos que en las aulas servían para adoctrinar a los alumnos de ciencias naturales o de anatomía. Clavículas, costillas, fémures, rótulas… no solo se marcaban, parecían querer salirse de su piel. Una piel amarilla, ajada, que solo la millonada gastada en cremas de las mejores marcas podía disimular.

Vestida, y cubierta de costosos cosméticos, Carlota podía parecer lo que no era, una muchacha hasta hermosa. Pero cuando el algodón y la desnudez la visitaba cada noche, se daba cuenta de lo que era en realidad. Y Carlota no era nada, o al menos no era ni una sombra de lo que fue. 

La niña prodigio, la niña que tocó la luna… que poseyó el universo, se había convertido en un despojo humano, una muchacha en la plenitud de la juventud convertida en una vieja prematura y asqueada.

Una muñeca rota explotada por todo y por todos. Primero, sus padres que vieron, en su preciosa princesita, una forma fácil de ganar dinero. 

Luego, sus managers y empresarios, que iban viendo cómo peligrosamente la niña crecía, y con ese desarrollo natural se les acababa la gallina de los huevos de oro. No, necesitaban tiempo para asentar el éxito de la Carlota mujer y decidieron prolongar la niñez de una adolescente cuyas curvas ya ansiaban pronunciarse, y fueron contenidas por medicamentos para alterar las hormonas y dietas drásticas que terminaban en vómitos  cada vez que llevada por una ligera rebeldía infantil, o por el hambre acumulado, se las saltaba.

Nunca se sintió querida, ni siquiera los hombres a los que primero se entregó por amor, luego por despecho y ya últimamente por rutina, la habían amado. 

Pero de cara a la galería, Carlota Reynolds era la mujer más codiciada, más deseada y más envidiada del mundo. Saliendo de las fiestas más selectas, envuelta en sedas, pieles y las mejores clases de telas manipuladas por los mejores diseñadores de moda, aderezada por los más sutiles y glamorosos complementos y colgada del brazo del actor, director, empresario más famoso del momento —ésos que luego la usaban y la tiraban— era la figura destacada. 

Subida en la pasarela iluminada por numerosos focos, era la estrella rutilante.

Sola en la desnudez de su habitación era, sólo la princesa hecha jirones.

Había tomado la decisión, nadie la manipularía más, por una única vez iba a tomar el rumbo de su vida.

Un pie… el otro pie… despacio… muy despacio se sentó en la bañera que cubrió su deforme cuerpo hasta el cuello. Luego, tal y como pensaba un ligero dolor, nada más. Tomó la copa medio llena de ese líquido dorado que la había acompañado en tantas ocasiones, un sorbo… otro sorbo. Sintiendo la presión de las burbujas en su paladar, la luz de la luna blanca y redonda —la única luz de la estancia, que penetraba por el gran ventanal — en su retina, su melodía favorita en sus oídos; Carlota fue sintiendo cómo la embargaba esa paz interior que tanto necesitaba. 

“Ahora todo está perfecto”  —pensó. Quizá sólo le faltaba algo, la compañía de su preciosa caniche, Mikaela, seguramente el único ser que la había querido en la vida.

Lentamente, como el hilo rojo que brotaba de sus muñecas rotas, Carlota, se fue sumiendo en un dulce sueño, el sueño que la alejaba de aquella absurda pantomima que había sido su vida.

FIN

domingo, 12 de junio de 2011

LA PILA MILAGROSA


— ¡Jesús, María y José! ¡La cantidad de gente que hay aquí! A ver niñas, aquí todas a mi lado y que no se me pierda ninguna, que esto no es el pueblo. ¡A ver quién me ayuda a bajar del carro! 

Los dos mozos fortachones que viajaban con las mujeres se prestaron inmediatamente a ayudar a la rolliza mujer.

— ¡Dios bendito!, pues tenía razón la Ezequiela, esto debe dar resultado —comentó.

— Si puedo ayudarles en algo, estoy a su disposición —un cura bastante joven se acercó al grupo.

— ¡Menos mal! Señor cura, seguro que usted nos puede ayudar y mucho. ¿Dónde está la pila?

— Perdón, señora, no la entiendo, ¿la pila? 

— Sí, hombre, la pila. Es que mire usté, la Ezequiela, mi comadre del pueblo, me contó que aquí todos los 13 de junio hay un santo que obra milagros. Y yo necesito uno mu gordo señor cura. Si a la Ezequiela le vino bien con su Tomasita —que dicho sea de paso, es más fea que un horror — pues a mi Puri la tiene que venir bien también.

— ¡Ah! Si, señora, ya comprendo. Usted viene por la tradición de San Antonio y esa fama que tiene de santo casamentero. 

— ¡Ay! Sí señor, necesito un novio para mi Puri lo antes posible. Es la pequeña ¿sabe usté? Cinco hijas me dio el señor. A Dios gracias, las dos mayores ya  están casadas, y bien casadas. Luego tengo estas dos que vienen conmigo, mi Teresa y mi Esperanza, estas no tienen problema que ya tienen novios, una desde hace dos años y la otra desde hace un poco menos;  son estos dos mocetones que vienen con nosotras: el Cipriano y el Juan, pero esta pequeña no tie suerte mire usté, debe ser que me salió un tantico lela, porque de físico se parece bastante a sus hermanas, ¡vamos que una belleza no es, pero tampoco es tan fea como la Tomasa! Y ya ve usté ya está con las amonestaciones y se casa de aquí a dos meses.

El cura miró a las jóvenes y realmente todas eran muy parecidas.

— Y es que mire usté, el problema gordo, gordo, es mi marío, que entre que le han entrado esos aires revolucionarios liberales en el seso —cosas de los amigotes de la tasca, con el alcalde a la cabeza— y que me ha salío medio ateo…

— Señora, será ateo completo, que en estas cosas de la fe o se cree, o no se cree, no hay medias tintas.

— ¡Le digo que medio ateo! ¡A ver si ahora va a conocer mejor a mi marío que yo! Bueno a lo que iba, pues que ahora va y me dice que él no paga bodas, que las niñas se casen por detrás del altar, ¡Jesús bendito! ¡Cipri, las manos quietas que luego van al pan! Este muchacho, siempre hay que estar tras él, mira que nos ha salío sobón, y claro mi Esperancita que no es de piedra, pues eso que tie que estar una to el día de carabina pa arriba y pa  abajo… Bueno, lo que le estaba dicendo, pues eso, que mi marío dice que no paga más bodas. Menos mal que en lo de casarse por detrás de la iglesia, ya le he convencío. Los hombres ya sabemos como son, una vez conseguio lo conseguío, ahí te las apañes; y que Dios me perdone, que usté es hombre pero como si no lo fuera ¡vaya!. Y ya le dije al Atanasio, ¡ni hablar! Si no se firma contrato, aquí no hay himeneo, pues sólo faltaba que nos dejasen preñá a alguna de las niñas, que se escape el maromo y otra boca más.

Así que en eso ya le tengo convencío… pero ¡ay! Que la condición que pone es que si tiene que haber boda, que sea una, es decir que se nos casen las tres a la vez, que así tos arrejuntaos pues se paga una sola vez. Que no está la saca pa celebrar tres bodas separadas… y que ya tenemos bastante con seguir pagando aún las de las mayores. 

— Bueno señora… más que contrato yo diría que el deber sagrado con nuestro Señor, lo que Dios une…

— Edelmira, me llamo Edelmira ¡Cipri, esa mano! Mira que cuando volvamos al pueblo se lo cuento al Atanasio y ya sabes como las gasta mi marío que por na tira de trabuco. Y tú, niña ¿Qué te tengo dicho? Cuando se pase de la raya un buen bofetón. Menos mal que el Juan nos ha salío más tranquilo. Bueno lo que usté quiera que a mi me da igual lo sagrado que sea el vínculo, pero que firmen y se comprometan, eso es lo que quiero. 

— Madre ¿y que tengo que hacer? Mire que todavía me acuerdo de la curandera aquella que me hizo beber esos “yerbajos” que sabían a rayos y me revolvieron las tripas, pero de novio na de na —dijo Puri.

— Pues… ¿no lo sabes ya? Ties que meter la mano en una pila, tal como nos contó la Ezequiela y pedir al santo que te busque marío —contestó su madre.

— Y dentro la pila hay sapos… —dijo Teresa

— Y lagartijas… —siguió Esperanza

— ¡Callaos niñas! No me asustéis a la Puri que ya sabéis que es muy miedosa.

— No señoritas, nada de eso, este es un lugar sagrado y lo único que tiene la pila son alfileres. Es la tradición, que no se sabe muy bien de donde viene, pero cada año esto se llena de modistillas que dejan trece alfileres en la pila, luego meten la mano y cada alfiler que les prenda —eso sí, se tienen que pinchar, que se quede pegado no vale— es un posible marido, y según dicen, al cabo del año la soltera, no sólo encuentra novio, si no que suele terminar en boda.

— ¡Anda! ¿hay que poner los trece alfileres? Pues de eso no tenía idea, ya sabía yo que esto tratándose de la iglesia, gratis, gratis no nos iba a salir… en fin que lo vamos a hacer, todo sea por la causa… ¡Cipri! Acércate a ese puestecillo que creo que ahí los venden, a ver si así te aireas un poco. ¡Tú, Esperanza! aquí conmigo, que a vosotros dos no se os puede dejar solos ni un minuto. Bueno, y a todo esto ¿Dónde está la pila?

— Ahí señora Edelmira, al final de esta fila de gente, hay que guardar vez.

— ¡Ah, no, eso sí que no! Si hay que esperar todo eso no llegamos a casa ni pa la cena de pasao mañana.

— Pues ya dirá usté madre, que vamos a hacer el viaje en balde, que la Puri tiene que encontrar marío a la de ya, que al Cipri y a mí cada vez nos cuesta más contener los ardores, no como a los memos de la Teresa y el Juan que parecen alelaos —dijo Esperanza.

— ¡Oye tú, sin insultar! Que mi Juan y yo somos mu decentes y guardamos las formas no como otros… —contestó Teresa.

— Pues yo no pienso meter la mano ahí que me voy a pinchar —gimoteó Puri.

— De eso se trata, de que te pinches, ¡callaos niñas!, que estoy pensando un plan para poder ahorrarnos la espera. Voy a fingir un desmayo, estad atentas, y cuando veáis que la gente se agolpa a mi alrededor, corréis las tres a la pila y os aseguráis de que ésta meta la mano pero bien al fondo, y que se pinche lo que se tenga que pinchar. A vosotras ni se os ocurra, no sea que el santo haga el efecto contrario, por abusonas, y os quite el novio; que ya sólo nos faltaba eso. 

— ¡Pero, señora, eso es hacer trampas!

— Phsssss usté señor cura mejor calladito, y a hacer caridad cristiana que es lo suyo, que nosotros no venimos de aquí al lao.

Y sí, aprovechando el tumulto, las tres mozas corrieron a la pila de los alfileres y la Puri se pinchó, ¡vaya que si se pinchó! Por la cuenta que les tenía a sus hermanas.


— ¡Ay, señor cura!, ¡Ay, que el santo ya ha hecho el milagro!, ¡mire, mire, un joven se acaba de agachar a recoger el abanico que se le ha caído a mi Puri!, Teresa, tú que eres la mayor y la más seria, acércate a ellos y sonsaca a ese joven toda la información posible… domicilio… posición, sobre todo posición, y de mi parte le invitas a casa a comer el domingo, bueno muchísimo mejor, que nos acompañe parte del camino. Para eso me le traéis aquí  —no estaría bien visto que fuese yo la que me acercase a él— y ya se lo digo yo. ¡Ay, San Antonio bendito, que pa finales de este año, o como muy tarde principios del otro las caso a las tres!

— Bueno señora Edelmira, no le ponga en tal brete al santo, tendrá que dar un tiempo prudencial a que la cosa cuaje —dijo el cura.

— A mí eso ya no me preocupa, el santo me hizo el milagro, del cuajao ya me ocupo yo.

Aquella noche el cura no concilió bien el sueño, le picaba la curiosidad por saber cómo terminaría la boda de las tres mozuelas. Y sobre todo, dudaba de quién tendría más parte en aquel negocio, si San Antonio o la señora Edelmira.


 FIN