Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

domingo, 29 de mayo de 2011

HERENCIA EN LA PIEL



Ser la sucesora  de la cortesana más afamada de todo París tenía un precio. Lo único que debía a su madre era haberla proporcionado el mejor inicio para su carrera, su querido Armand. Aquel criado hermoso y de cuerpo atlético. Nadie como él supo acariciar su cuerpo y horadar su “bouton de Rose” con aquella maestría. Ningún hombre pudo despertar de su garganta aquellos gritos y gemidos de deseo. Desde que su enamorado partió al Nuevo Mundo y comenzó su vida mundana, todo fue puro teatro. Un baile de caricias artificiales envueltas en palabras engañosas.

Amelie había sido una alumna aventajada y sabía muy bien las armas que tenía que emplear para dar a cada uno lo que buscaba. Y los hombres siempre buscaban lo mismo: sentirse amados… admirados… escuchados; sentir la compañía de alguien a su lado aunque fuese a cambio de unas monedas. Cualquier cosa era mejor que caer en la soledad arrolladora que les invadía. 

¿Y ella?, ¿quién se preocupaba de ella?, de sus sentimientos… de su alma… de su corazón… de sus sueños… de su esperanza… Lo único que le quedaba, lo único que la mantenía  viva. Amelie conservaba intacta la confianza de que él regresase. A diario imaginaba que al abrir un día la puerta de su dormitorio, en vez de encontrar en su salón a esos viejos nobles de peluca empolvada, que buscaban lo que sus esposas les negaban y entregaban a otros hombres —moda y falsa hipocresía de la aquella época caduca, que comenzaba a presagiar aires revolucionarios de cambio—  toparse con aquellos ojos hermosos y ardientes, los únicos capaces de devolverla la pasión y el verdadero amor.

Transcurridos veinte largos años, Amelie seguía manteniendo viva la ilusión y mordiéndose los labios para no gritar,  tras su fingida representación, un solo nombre: “Armand”.

FIN

jueves, 26 de mayo de 2011

COMPARTIR




Cuando abres tu puerta confiada
a quienes sufren la adversidad.
Cuando te prestas a compartir sus recelos
auxiliando con desvelo su fatalidad.

Cuando te lamentas al unísono
no sólo con quien te es más querido.
Cuando no niegas a nadie tu mano
relegándoles al olvido.

Cuando sin caer en el agotamiento
confortas a quien sollozando te implora.
Cuando no te importa consolar al que llora,
ni cejas en el empeño alejando al abatimiento

Cuando puedes sobreponerte a tu aflicción
para hacer reír a un amigo apartándolo del dolor.
Cuando abandonando tu propio sinsabor
te acuerdas de quien sufre una laceración

¡Alégrate de tu suerte,
y comparte tu hombro y tu corazón!

FIN

domingo, 22 de mayo de 2011

EL ARROYO DE LA DEGOLLADA (Final)


La cara jovial y regordeta de la dueña de la pensión se animó con una sonrisa, sus enormes ojos —asombrosamente sin ninguna arrugas a pesar de su edad — adquirieron un brillo especial.

— ¿Conoce el lugar? —pregunté interesada.

— Por supuesto que lo conozco, si hubieseis preguntado a alguien más joven seguramente no tendrían ni idea; como mucho les sonaría de algo pero no sabrían deciros con exactitud donde está. Lo que me sorprende jovencitos, es que vosotros hayáis dado a la primera con el sitio y además sin buscarlo, tengo que reconocer que no es de los lugares más conocidos de aquí, y tampoco figura en muchas guías de turismo.

— Pero entonces, en algún momento, ese arroyo fue muy conocido ¿por algo en especial? —comenté esperanzada.

— Bueno, es lógico que hace unos años fuese bastante popular, ese arroyuelo servía de lavadero cuando no había aún agua corriente en las casas. Muchas mujeres cuando había demasiadas colas en los pilones de la ciudad, se bajaban allí a lavar. Y no os creáis que de eso hace muchos siglos, yo misma, siendo una niña, en muchas ocasiones acompañaba a mi madre a hacer la colada. 

— Si, un lugar muy siniestro, ahora comprendo tu desazón Vane, es que ir a lavar al río ahora sería trágico para nosotros —dijo sarcasticamente Carlos, sin dejar de mirarme. Yo me puse roja como un tomate, y más que a la timidez, el rubor se debió a la rabia contenida al ver mi orgullo pisoteado. Quería a Carlos con toda mi alma. Llevábamos juntos desde que comenzamos  el instituto, pero algunas ocasiones —como esta sin ir más lejos — cuando su espíritu práctico salía a la luz con toda su cruel ironía no lo soportaba.

— Te equivocas, era divertido, íbamos en grupo, nos llevábamos la comida y pasábamos allí el día, entre conversaciones y risas, unas contaban sus penas, otras sus alegrías… pero la mayoría se arrancaba con chirigotas, bromas y las más osadas nos cantaban tonadillas de sus pueblos natales —contestó seria doña Adoración. Me dio la impresión que aquella salida de Carlos le hizo tan poca gracia como a mí.

— Sí, a mi me han contado anécdotas de este tipo. Desde luego los trabajos eran mucho más pesados, ahora con pulsar un botón ya nos quitamos el problema. Pero lo que hemos ganado en comodidad lo hemos perdido en relaciones humanas. Ese tipo de tareas hacía más fácil establecer vínculos con los vecinos —dije un tanto desganada, aunque estuviese dolida con Carlos, tenía que reconocer que llevaba su parte de razón, que un grupo de mujeres se reuniese a lavar y de cierta manera aprovechasen la ocasión para entretenerse un poco de aquella fatigosa faena, no era nada trágico. No entendía mi reacción, ¿sería la tensión nerviosa de los preparativos de la boda  que afloraban ahora tras el relajo una vez pasado el evento?,  empezaba a sentir que había hecho el ridículo más espantoso.

— No, jovencitos, no os creáis que ese lugar por servir a una tarea tan humilde está exento de su historia. En ciudades tan antiguas como esta, es raro que cada rincón, caserón, callejuela… no tenga su propia leyenda. El Arroyo de la Degollada la tiene, bueno, es un lugar tan especial que no tiene una sola, tiene varias. ¿Queréis que os cuente alguna? —preguntó doña Adoración sonriéndome.

— Si, por favor —supliqué. No me importó en absoluto que Carlos me mirase con cara de pocos amigos. Si yo podía aguantar sus puyas, era justo que él también aguantase la historia que nos iba a contar nuestra amable anfitriona.

— Sobre este lugar circulan muchos relatos, quizá el más conocido sea el de una muchacha mora que se enamoró de un capitán del ejército de Alfonso VI en plena reconquista. Los dos jóvenes, a lomos del caballo del oficial huyeron de la ciudad, a la altura de ese arroyo les dieron caza sus perseguidores. Mientras el bravo capitán se batía con los dos moros, que creían que se llevaba a la muchacha por la fuerza, ella se puso por delante, para evitar que le matase. Uno de los sarracenos no pudo evitar el lance de su espada y se la clavó en plena garganta degollándola ahí mismo. Su enamorado logró matar a los dos moros y abatido por el dolor tomó los hábitos, sólo salía de su cenobio —con permiso de su superior— cada tarde para acudir a rezar al lugar donde habían matado a su amada. Pero yo os voy a contar otra historia, la que me contó mi padre hace muchos años:


“Casilda y Alarico eran dos muchachos pertenecientes a dos de las familias más nobles de la ciudad. Sus respectivos padres pactaron su matrimonio a los pocos meses de nacer la muchacha, tan sólo un año más tarde que Alarico.

Los esponsales se celebraron al cumplir Casilda quince años, la ceremonia fue recordada durante mucho tiempo, ambas casas derrocharon sus monedas de oro  para que no faltase nada  en aquel maravilloso día. Pero aquellas bodas fueron recordadas —más que por su opulencia—  por la felicidad de los jóvenes. Ambos habían unido sus vidas con pleno convencimiento. Eran casi unos niños, tenían toda la vida por delante, los dos eran guapos y atractivos: ella, rubia, de ojos azules como el mar, dulces y puros. Él moreno, ojos negros como los zafiros,  firmes y decididos. Incluso el cielo había conspirado para que además, entre ellos, brotase un amor inmenso.

Así, Casilda abandonó la casa de sus padres, para ocupar la de su esposo. La acompañaban: su buena dote y dos de sus criados más fieles: Brígida, su aya; y Gumersindo un niño de tan sólo siete años —el pequeño de recién nacido había sido abandonado por su madre en el portón de la casona de los padres de Casilda, y ambos se habían encariñado, hasta tal punto que en él Casilda veía al hermano que nunca tuvo—  La muchacha era feliz sabiendo que dos de las personas a las que más amaba en el mundo, a excepción de sus padres, estarían con ella.

De forma tranquila fue pasando el tiempo. Ya habían transcurrido cinco años desde su matrimonio. Dos sucesos enturbiaron la felicidad de Casilda: la muerte de su querido padre y su imposibilidad de tener un hijo. Lo primero no tenía remedio, pero para lo segundo había esperanza. Aún eran muy jóvenes, estaban sanos y se amaban con locura, los hijos llegarían, sólo había que esperar con paciencia.

Alarico, sin embargo, llevaba un tiempo desasosegado, quería a su esposa más que nunca, su amor había ido creciendo a medida que pasaban los días.  Por ello no era ajeno a cualquier alteración —por mínima que fuese— que alterase a Casilda. Hacía unos meses que la notaba más nerviosa  y excitada de lo normal, con cambios de humor bruscos. La muchacha pasaba algunos días sumida en algo parecido a la languidez y la apatía. Estos estados de ánimo pasaban como un soplo, Casilda se recuperaba con facilidad y seguía siendo la persona alegre y vital que había conocido. Al principio Alarico achacó esos escasos momentos de decaimiento al fallecimiento de su padre y a ese embarazo deseado que no fraguaba.

Comenzó a preocuparse seriamente cuando se dio cuenta de que Gumersindo traía y llevaba mensajes a Casilda, mensajes que luego no comentaba con él. Y lo que terminó de alarmarle, fueron las salidas misteriosas de su esposa, siempre iba acompañada por el muchacho y por Brígida, pero cuando la preguntaba, Casilda evitaba el tema y lo zanjaba con evasivas, al igual que la fiel Brígida. Ya había desistido de interrogar a Gumersindo, el chico era escurridizo como un pez.

Alarico tenía un primo, Sisenando. Este era de su misma edad y se habían criado juntos, ambos compartieron juegos y travesuras desde la más tierna infandia. Lo que en Alarico era nobleza y sincero amor filial; en Sisenando era egoísmo y envidia. Siempre había codiciado todo lo que poseía su primo y, como no, en esos celosos sentimientos también entraba Casilda, de quien estaba enamorado secretamente.

El primo, poco a poco, y abusando de la nobleza y la confianza de Alarico, fue envenenándolo contra su esposa.

Un día que Casilda se encontraba cosiendo en la sala, apareció su esposo, este la propuso salir un rato de cabalgada, sabía que la muchacha disfrutaba cuando ambos salían a montar a caballo.  Gumersindo se dispuso a seguirles, siempre les acompañaba en sus paseos por si surgía algún inconveniente. Alarico fue tajante, ese día saldrían solos.

Al chiquillo le extrañó, y dado que era tarde y ya estaba anocheciendo, a pesar de la prohibición cogió su mula, y a hurtadillas decidió seguir a sus señores medio agazapado entre los árboles del camino.

Cuando llegaron a la orilla del arroyo, la pareja descabalgó. Gumersindo se mantuvo en la distancia. De pronto, los gritos de Casilda le sobresaltaron. Lo que vio le dejó paralizado. Alarico había arrancado la parte de arriba del vestido de Casilda y comenzó a golpear su espalda con la fusta del caballo. A cada latigazo, los gritos de la mujer se mezclaban con los bramidos del hombre mientras la llamaba: perdida, ramera, puta, mujerzuela y la conminaba a que le dijese el nombre de su amante.

Casilda gritaba y lloraba negando su infidelidad, esto parecía enojar más a su marido, que redoblaba el castigo sin piedad

Gumersindo aterrado y temeroso de la suerte de su señora, montó en su mula y escapó raudo a buscar ayuda.

Volvió acompañado de Teudis, un anciano de aspecto venerable y larga barba blanca. Los dos azuzaban a sus bestias llevados por la prisa y la angustia. Al llegar escucharon los sollozos desgarrados de Alarico.

Aunque se sentían sobrecogidos, se tranquilizaron un tanto, al contemplar la escena. Alarico, sujetaba con sus fuertes brazos el cuerpo  de Casilda, la estaba acunando como si se tratase de un niño y la pedía perdón. Un rayo de esperanza inundó las almas del anciano y del muchacho. 

La muchacha permanecía callada e interte, totalmente flácida en los brazos de su esposo. Teudis, ya junto a la pareja, comprobó con una tristeza desoladora que Casilda estaba muerta, un tajo en la garganta provocado por la espada de Alarico había terminado con su sufrimiento. A pesar de que habían espoleado a sus animales casi con crueldad.

— ¿Qué has hecho desgraciado? —gritó el anciano.

— ¡Me engañaba!, ¡tenía un amante!  Yo la quería, era toda mi vida pero me traicionó —respondió Alarico en un lamento.

— ¡¿Como es posible que hayas pensado eso de este ángel del cielo, de esta criatura pura e inocente?! No Alarico, no sé quien te habrá metido esa idea en la cabeza, ni sé como has sido capaz de dudar de ella. Casilda no tenía un amante, esta pobre muchacha vivía con el alma dividida. Os conozco desde que nacisteis. Ambos fuisteis criados en el arrianismo.  Pero tú familia y tú decidisteis bautizaros y ser partícipes de esa  rama de la fe cristiana, ese catolicismo que impulsó ese tal Pablo de Tarso. Esa doctrina que discrepa de la nuestra tratando de imponer su dogma, su Trinidad y esa forma de ver la divinidad de Jesucristo de forma diferente a nosotros. No te voy a juzgar por ello Alarico, cada uno tiene derecho a creer lo que quiera. Pero ¡Dios mío!, este crimen innecesario… —con la voz rota por el dolor el anciano continuó— Como toda buena esposa Casilda se bautizó contigo, aunque ella no estaba muy convencida de ese nuevo credo.

Los peores sinsabores de Casilda surgieron al morir su padre, en su lecho de muerte rogó a su hija que no abandonase sus creencias, que aunque estuviese bautizada no diese la espalda a sus hermanos de doctrina. Desde entonces esa pobre criatura se debatió entre sus dos preciados amores y sus dos deberes ineludibles, como esposa y como hija. A tus espaldas, si —a pesar de mis consejos, ya que yo la pedía que te contase la verdad—  la pobre niña no se atrevía ni a contradecirte, ni a desobedecerte, ni mucho menos a disgustarte, venía cada semana a nuestras reuniones. Ese era su pecado, no creo que hubiese tardado mucho en confiarse a ti, te amaba tanto que no podía vivir con el peso de esa mentira en su alma.

Alarico comenzó a temblar, su rostro anegado en lágrimas se descompuso, y de su boca brotó un grito desgarrador: ¡CASILDAAAA!

A Gumersindo y a Teudis les costó mucho trabajo arrancar de los brazos de su esposo a la muchacha. Pasado un rato y ya más sereno, consintió en entregar su cuerpo a los cuidados del venerable anciano, el máximo representante del arrianismo en la ciudad.

— Teudis, te ruego que le des sepultura con los suyos, la he arrancado la vida,  pero no puedo robarla ni su alma, ni su fe."

Carlos y yo permanecíamos callados, él estaba visiblemente interesado y concentrado en la leyenda. Ni en el cine viendo alguna buena película le había visto tan atento.

— ¿Qué fue de Alarico?, imagino que pagaría su culpa y se pudriría en una mazmorra de por vida, o que alguien le cortase su cabezota llena de serrín —comentó mi chico. Yo estaba sorprendida. Carlos no era nada temperamental, él era el científico y yo la humanista.

— Carlos, esta historia debe estar encuadrada en torno al siglo V  o VI como mucho, si no estaba erradicado el arrianismo ni aún era considerado una herejía no puede ser posterior —comenté.

— Sí, efectivamente Vanesa. En aquella época esa religión aún era mayoritaria, aunque el catolicismo iba ganando muchos adeptos día a día. Entonces  las mujeres no tenían ningún tipo de independencia. Si hasta relativamente poco tiempo en muchos países no tenía ni derecho al voto. Imagínate querido Carlos durante aquellos años oscuros de la Alta Edad Media, entonces la mujer era sólo una propiedad más del hombre, sujeta en todo momento a la autoridad de los padres o los esposos. No, nadie hubiese castigado a Alarico y más cuando el silencio de Casilda dio pie a sospechas. No se sabe a ciencia cierta que fue de él. La historia real y comprobable termina con la muerte de Casilda y la entrega de su cuerpo a Teudis. 

De Sisenando —el malvado primo causante de la tragedía— se sabe que huyó, en parte arrastrado por su remordimiento, pero sobre todo por el miedo de encontrarse cara a cara con su primo, temiendo su reacción. Se sumó a las huestes que marchaban hacía el Levante, para proteger nuestras costas de los ejércitos musulmanes que ya iban haciendo intentos de conquistar nuestro territorio. En una de esas reyertas cayó prisionero de los sarracenos, muriendo en prisión, debido a los malos tratos a que fue sometido.

Caminantes, pastores y alguna que otra lavandera que pasaban por el lugar después del atardecer, corrieron la voz que al anochecer una sombra recorría el arroyo. Y algunos afirman que en ocasiones, el murmullo del riachuelo repite como un eco el grito de Alarico al conocer la verdad que le ocultaba Casilda.

— Ahí ya entramos en el terreno de la leyenda y la superchería —dijo Carlos.

— Yo misma escuché esa voz, siendo ya una muchacha, y te puedo asegurar que el nombre de Casilda sonaba claro. Desde muy jovencita fui una persona racional, no me dejaba llevar fácilmente por emociones arrebatadas. No dije nada hasta llegar a casa. Mi madre era una mujer práctica, con pocos conocimientos, su vida se limitó a sacar adelante su casa y a sus seis hijos, ella jamás me hubiese creído. Se lo conté a mi padre, él se había criado en un orfanato y allí  le dieron la formación suficiente para llegar a ser ayudante del archivero de la catedral. Eso le hizo estar siempre entre libros, documentos y legajos antiguos. Gracias a él conocí muchas leyendas e historias, no sólo de esta ciudad sino de muchas más —finalizó doña Adoración.

Al día siguiente, Carlos me regaló una hermosa orquídea, con ella firmamos la reconciliación, era su forma de decirme que no volvería a dudar de mí. Gracias a aquel relato, sus ojos se habían abierto a otra realidad que se salía de su forma lógica y calculada de ver la vida. Le pedí que volviésemos a hacer la excursión que interrumpimos, a la mañana siguiente nos marchábamos de allí, teníamos que seguir nuestra ruta, nuestra próxima parada sería Granada.

Caminábamos enlazados, pegados el uno junto al otro. Al llegar al inicio del sendero quise ver el arroyo de nuevo. Cuando llegamos lancé al agua la orquídea, era mi pequeño homenaje a aquella mujer a quien robaron su vida injustamente. Tampoco pude dejar de apiadarme de su asesino, la rueda del destino es así de cruel.

Finalmente conseguimos llegar al lugar previsto y tomar la hermosa foto panorámica de la ciudad que nos había hechizado, y había sido el punto de partida de nuestra luna de miel.




FIN

jueves, 19 de mayo de 2011

EL ARROYO DE LA DEGOLLADA (Primera parte)


Carlos y yo nos sentíamos bien. Era un día hermoso, el cielo azul  a penas surcado por unas pequeñas nubes blancas de algodón que, en ningún caso, empañaban el espléndido sol de los inicios de la primavera.

La brisa era fresca y nos golpeaba el rostro, pero en vez de resultar molesto, era agradable y nos ayudaba a enfrentar de mejor humor la subida por aquellas calles de cuestas empinadas cubiertas de adoquines.

Poco a poco entre bromas, risas y alguna que otra carantoña nos fuimos alejando del centro de la ciudad saliendo hacia las afueras. En la pensión nos habían comentado que había un lugar que llamaban “El valle” desde donde se podían tomar unas hermosas fotos panorámicas de la ciudad. Así que decidimos afrontar nuestra pequeña aventura y cambiamos el cómodo coche por ropa cómoda y calzado más cómodo aún.


Cruzamos uno de los puentes más modernos y nos sorprendió el paraje que íbamos descubriendo. La carretera estaba flanqueada unos desfiladeros rocosos que si bien no eran muy altos, si que eran hermosos. Al otro lado vimos un pequeño sendero de tierra bordeado por una arboleda y diversas plantas. Decidimos hacer un alto y pasear por aquel lugar adentrándonos a través de aquel camino. 

No habríamos recorrido ni trescientos metros, cuando la vegetación se hizo más espesa, el ruido de agua nos atrajo. Efectivamente, allí, perdido entre rocas y aquella especie de bosquecillo contemplamos un arroyo con un caudal que nos sorprendió. Nosotros, grandes amantes del senderismo y de perdernos por las serranías, lo más que alcanzábamos a contemplar cuando nos encontrábamos riachuelos en nuestro camino eran pobres hilitos de agua, y eso con mucha suerte, ya que la mayoría de veces solo podíamos contemplar el surco en la tierra.

Llevados por la emoción nos sentamos en una enorme piedra, y yo me dispuse a descalzarme me apetecía meter los pies en esa agua cristalina. Me parecía vivir un sueño, aquel lugar me hacía olvidar que estábamos a sólo unos dos o tres kilómetros de una ciudad.

Mis dedos no llegaron a tocar el agua, un malestar repentino me invadió. Comencé a sentirme mal, notaba la cara ardiendo como si tuviese fiebre, tenía la respiración agitada y el pulso acelerado. Aquel estado de súbito nerviosismo comenzaba a alterar mis biorritmos esenciales.

— Carlos, ¡vámonos de aquí!, ¡rápido! No me encuentro bien, necesito irme de aquí inmediatamente —jadeé más que hablé.

— Vane, ¡¿nena, que te ocurre?! —me preguntó él entre los nervios, la duda y la incertidumbre. A pesar de mi malestar, intenté tranquilizarle.

— No es nada cariño, en cuanto nos marchemos de este lugar me pondré bien, hazme caso.

Ayudada por Carlos, que me sujetaba por el brazo, ya que aún no tenía control sobre mis temblorosas piernas, salimos de allí. Efectivamente según nos íbamos alejando me iba recuperando. Carlos respiró más tranquilo, sin duda mi aspecto habría mejorado también.

— ¿Se puede saber que te ha pasado?, pero si era el lugar perfecto para descansar un rato. Si tú misma estabas fascinada con el sitio.

— Lo sé, pero de repente me ha entrado ese malestar tenía que salir de allí. Carlos, esto no es la primera vez que me pasa, tampoco soy la única persona en el mundo que tiene este tipo de sensaciones, aunque a lo mejor otros las tienen menos intensas. ¿Tú nunca te has sentido incómodo en algún lugar sin que haya habido algún motivo aparente para esa incomodidad, simplemente porque ese sitio te haya transmitido malas vibraciones sin saber por qué? —le pregunté.

— No a mi eso no me ha pasado nunca. Si en alguna ocasión no he estado a gusto en alguna parte, te aseguro que más que por el lugar ha sido por las compañías. Tampoco conozco a nadie a quien le haya pasado eso nunca.



— Bueno cielo, pues tengo que decirte que desde hace dos días te has casado con alguien, a quien —aunque no de forma habitual— sí le pasan estas cosas. Creo recordar que con hoy esta sensación la he tenido unas cuatro veces en mi vida. La primera vez era aún pequeña, no habría cumplido ni los nueve años. Estábamos de visita en casa de unos amigos de mis padres, y de repente empecé a sentirme mal, de hecho creo recordar que hasta vomité. Lógicamente y tras la excusas de rigor nos fuimos. Mi madre en un principio pensó que sería algo que me había sentado mal. Pero al salir de aquella casa mi mejoría fue notable, el mal estar desapareció tan de repente como había venido. Aún recuerdo la reprimenda de mis padres, ellos llegaron a pensar que todo había sido fingido, sabían que este tipo de visitas de cumplido me aburrían y no iba de buena gana.

— Pues yo voto por eso. Vane, seguro que aquello fue lo que te provocó el malestar, aunque tú no fueses consciente de ello.

— No, Carlos ya te he comentado que aquella fue la primera vez, pero esto me ha ocurrido con hoy otras tres veces. Y en estas ocasiones no fue yendo de visita. Hasta que hace algún tiempo y gracias a un programa de radio pude comprender que era lo que me pasaba. En ese programa hablaban unos expertos en este tipo de temas —entre ellos varios psicólogos— Pues al igual que hay personas que tienen una sensibilidad determinada para temas artísticos, o para comprender a los demás. También hay otro tipo de personas que tienen una poder de captación mayor que otras para notar las malas o buenas vibraciones de determinados lugares.

— Eso son bobadas. ¡Ahora va a resultar que estoy casado con una medio bruja! —comentó Carlos con sorna.

— No es nada de eso Carlos, no te lo tomes a broma. Estas cosas no me pasan todos los días, afortunadamente, porque si así fuera el mundo sería mucho más cruel de lo que ya es. ¿Sabes que cuando tengo este tipo de reacción es porque en ese lugar determinado sucedió hace tiempo algo malo, alguna desgracia, alguna injusticia, alguna tragedia?, pues puedes creértelo, en mis pocas experiencias, siempre, y te lo digo en serio, siempre más pronto o más tarde de forma casual me he terminado enterando de lo que había ocurrido, y te aseguro que nunca había sido nada bueno.

— ¡Bobadas! —Carlos seguía en sus trece.

— Vale eres muy libre de creer lo que quieras, pero esto está probado científicamente es más, a las personas que les pasa este tipo de fenómeno se las llama sensitivas, y es algo tan real como el que tiene un don para pintar, componer o escribir.

Ya no estábamos de humor para continuar nuestra excursión. Por un lado yo era consciente de que Carlos no me creía, y sabía que no le apetecía en absoluto seguir hablando del tema. Y por el otro, yo tampoco quería darle más explicaciones, ni mucho menos iniciar una conversación tonta. Ahora mi cabeza sólo quería pensar… encontrar la forma de enterarme de que había pasado en aquel bello lugar. Hacía tiempo que no había vuelto a tener esa sensación y menos con aquella intensidad, incluso había llegado a creer que había perdido ese poder o lo que fuera. Pero si anteriormente los hechos de aquellos lugares que me produjeron repulsión habían llegado a mí de forma casual y sin que yo realmente tuviese interés en conocerlos, en este caso era todo lo contrario. Ahora quería saberlo, sobre todo porque sería lo único que hiciese que Carlos me tomase en serio.

Cuando la dueña de la pensión, una mujer afable —se notaban sus muchos años de experiencia regentando un local, por donde habían pasado miles de personas de distintas edades, condiciones sociales y diversas nacionalidades. Siempre pensé que todo aquel que tiene que tratar con público a diario termina siendo tan buen psicólogo como el mejor de los profesionales del ramo—  nos vio aparecer tan pronto se sorprendió.

— ¡Que pronto habéis dado la vuelta parejita! ¿Os habéis arrepentido a mitad de camino?, claro que no os culpo es una buena caminata incluso para gente   tan joven como vosotros.

— Nosotros estamos acostumbrados doña Adoración, siempre en cuanto hemos podido nos hemos escapado a la sierra a hacer senderismo, nos encanta caminar. Pero es que Vanesa ha comenzado a sentirse mal y hemos preferido dar la vuelta.

— Lo siento querida, venga vamos al saloncito y ahora mismo preparo un té.

— No se moleste doña Adoración, ya me encuentro mucho mejor. Ha sido algo pasajero —contesté.

— Pasajero y más psicológico que físico me parece a mi. Estábamos divinamente, disfrutando de un lugar maravilloso con el que los dos estábamos encantados y de sopetón se ha puesto pálida, temblando como una hoja y ha comenzado a pedirme que nos marcháramos de allí que era el sitio el que le provocaba ese mal estar.

Doña Adoración se me quedó mirando fijamente. Yo no sabía donde meterme, sólo era capaz de lanzar miradas asesinas a Carlos, en aquel momento no me apetecía volver a repetir mi historia, y mucho menos a una desconocida.

— ¿Qué lugar era ese queridos?, ¿habíais llegado ya al valle? —preguntó.

— Si estábamos entrando en el valle nada más cruzar el puente de hierro, y hemos visto el sendero de tierra justo enfrente cruzando la carretera. Nos gustó y decidimos que era buen lugar para descansar, al poco de adentrarnos vimos el arroyo, y nos sorprendimos por la cantidad de agua que bajaba y por su transparencia. Nos íbamos a descalzar para meter un poco los pies cuando a Vanesa le entró esa especie de ataque nervioso.

— Uhmmmm —murmuró la mujer — pues por lo que me decís ese lugar no puede ser otro. Ese es el Arroyo de la Degollada.

  Continuará…

lunes, 16 de mayo de 2011

MONÓTONA RUTINA


Llevaba trece años esperando en la misma estación. Invariablemente, un día tras otro, soportando frío o calor. Los mismos pasos… las mismas casas… los mismos ruidos… el mismo trabajo. Daniel pensaba a veces que más que humano era un autómata. Miró el reloj de la estación, sólo faltaban dos minutos para su llegada, un breve espacio de tiempo que  le devolvería por unos momentos la ilusión o la inquietud, esa rara mezcla que no sabía definir muy bien.

No se engañó, tras abrirse la puerta del vagón contempló esos ojos negros y brillantes que le miraban fijamente. Eran sólo unos instantes, luego, volvían a esconderse tras el mismo libro de siempre. Pero Daniel sintió —como cada mañana— latir la vida en sus venas al ritmo del mismo silbido de siempre, mientras emprendía su viaje. 

FIN

jueves, 12 de mayo de 2011

PANTERA NEGRA (Final)







“¡Qué fácil había sido!, aquellos ilusos se habían tragado todo con la mayor naturalidad, como el que va dando pequeños sorbos a su taza de té. 

Había sido muy lista, por fin mi inteligencia había servido de algo.  No podía seguir así, mi vida de niña rica  y complaciente hacia mucho tiempo que había dejado de serlo. No podía desaprovechar la última oportunidad que me ofrecía la vida.

Yo, Cosette Lemonie, la rica heredera, la privilegiada, veía pasar mi vida sin ningún aliciente. Volvía a verme a mis esplendorosos veinte años, en aquella reunión de amigos. Allí entre copas de champagne, lujo y glamour comenzó todo. El libro de mi vida que aún no se había abierto, comenzó a dejar a la vista sus hojas blancas para que en ellas fuese plasmando mis primeras ilusiones y donde, poco a poco, se fue fraguando la tragedia final.

Era un joven estudiante que terminaba sus estudios en la prestigiosa Sorbona. Alto, fuerte, pelo negro y suavemente ondulado. Aunque la atracción física fue impactante, yo era consciente de que había algo más. Me había sentido atraída por un físico espectacular, como le hubiese pasado a cualquier jovencita inexperta;  pero también me había enamorado de su persona, simpático, próximo, generoso y apasionado, esas características atractivas de los meridionales que les hacen tan cálidos como el clima que les ve nacer.

Fueron meses de incertidumbre, de mariposas en el estómago, de qué me pongo para atraerle. Mas nada cambió, el joven prometedor sólo tenía ojos para su profesión, amigos sí, tertulias, conciertos, teatros, cines, bailes… pero su corazón estaba ocupado.

La incertidumbre dio paso a la sospecha, a los celos y posteriormente a preguntas cómo: ¿No me encuentra lo suficientemente atractiva?, ¿las horas de salones de belleza, los modistos más caros, no sirven para que se fije en mí?; ¿habrá otra mujer en su vida, una novia desconocida, alguna prometida en su país natal?

Así pasaban los años, y ambos seguíamos solos. Él encumbrando una carrera prodigiosa… y yo, ¿Yo? Perdida noche tras noche en esas secuencias de luces y sombras, donde las sombras iban ganando terreno. No, era consciente que ese hombre… mi hombre, sólo tenía un amor. A mí únicamente me quedaba conformarme con las migajas de una amistad sincera, eso sí —pero que ahora lo sabía sin ninguna duda— no pasaría de ahí; éso y esperar, pensar, urdir y explotar lo que todos vitoreaban, él también, como  mi maravilloso intelecto.

Aproveché aquellos más de veinte años, me volví  más taciturna y solitaria. Dedicada a los libros y la documentación. Pasé horas encerrada en bibliotecas, no la mía, no quería que ciertos libros pasasen a formar parte de mi vida y fuesen posteriormente una prueba en mi contra. No, mis planes tenían que ser anónimos y mis armas no podían estar al alcance de cualquiera.

Y como todo en la vida, llegó el momento indicado, mi preparación ya estaba finiquitada, cerré los ojos y fui preparando la escena final.

Adoraba a mi padre, pero había llegado a unos límites que aquello que iba a hacer suponía más un acto de amor que otra cosa. Un hombre tan brillante como él, con su actividad mental al cien por cien, no merecía aquel final cruel encadenado a una silla de ruedas y condenado a la total oscuridad. No, él merecía algo más digno, un final rápido y a ser posible indoloro. 

Apretar su cuello fue fácil. Lo difícil vino luego, pero eso era parte del juego. Me dolió en el alma infringir esos profundos arañazos en su rostro, aunque era un consuelo saber que ya no le hacía daño, pues estaba muerto. Cada rasguño era un golpe en mi alma, hasta que no aguanté más. No, el desvanecimiento no era fingido, fue real; tan real como irreal era esa pantera negra que hacía pretender que veía en mis delirios falsos.

Había conseguido mi propósito, ahora sabía que el hombre que amaba y yo quedaríamos unidos por el resto de nuestras vidas. Él sólo vivía para su trabajo, para su afamada clínica y para las rarezas de sus pacientes.  Pues bien, si era eso lo que él más amaba, yo había pasado a ser también uno de sus objetos amados, otra de sus rarezas para cuidar y proteger.  

Allí, internada en su clínica, me sería mucho más fácil acaparar su interés, tenía la preparación necesaria para atarle a mi lado, para ser la fuente constante de sus desvelos. Aunque era consciente que igual que en el amor, en lo profesional, también se llegaba a rozar la rutina y la desesperanza y que alguna vez llegaría otro caso más raro que el mío que ocuparía todo su interés; no me importaba. Había sido capaz de dar el paso definitivo. Mi mente activa, calculadora, fría y tremendamente lógica, para quién había sido tan sencillo fingir una locura que no existía. Yo, que no había tenido ningún reparo en asesinar a mi propio padre por lograr el amor de mi vida,  no tendría ningún escrúpulo y me sería mucho más fácil encontrar otra alma doliente a quien liberar de su sufrimiento terrenal en aquella lujosa, selecta y competente clínica del doctor Bruno di Lucca, mi único e imperecedero amor. Daría todo con tal de convertirme en su  exclusivo objeto de deseo, por seguir manteniendo su total atención tal y cómo había ocurrido durante estos dos últimos años que había durado el proceso.  Lo que no consiguieron ni los trajes ni los perfumes de Dior durante tanto tiempo, lo habían conseguido las rejas de mi prisión". 

Mientras mantenía la mente ocupada regodeándose en su triunfo, una sonrisa lobuna asomó a través de sus blanquísimos dientes. Una sonrisa que no pasó desapercibida para el viejo y experimentado juez Treville, que, a pesar de haber visto de todo en su larga vida; no pudo evitar que un escalofrío recorriese su espina dorsal. Algo no funcionaba en ese caso, era consciente que algún pequeño indicio se les había escapado a los expertos. Siempre tuvo la sensación que aquel juicio era mucho más dramático, teatral e irreal que el resto de los que había presidido. La única diferencia es que aquí el papel principal —encarnado por aquella mujer que sonreía de aquella forma sanguinaria y cruel— había robado todo el protagonismo al resto de los actores secundarios. 

Recogiendo los papeles de su mesa se levantó y se marchó lentamente de la sala procurando evitar cruzar la mirada con la mujer a quien acababa de sentenciar y que, por unos momentos, se había transformado en aquella pantera negra que constantemente mencionaba en sus delirios de demente. Él había hecho lo único que podía hacer,  sopesar las pruebas, leer informes y en base a todos los datos, sentenciar. Lo demás podía ser una verdad encubierta o simples elucubraciones de una cabeza ya cansada. El carpetazo estaba dado y ya no había vuelta de hoja.

FIN

domingo, 8 de mayo de 2011

PANTERA NEGRA (Primera parte)

El silencio se podía cortar, a pesar de la afluencia de público que se apiñaba en aquel espacio reducido, todo estaba en calma. Una calma aparente y relativa. La tensión se podía respirar en el ambiente cerrado. Pero si el oído humano fuese capaz de detectar los pensamientos, aquella sala de juzgado hubiese parecido más bien una plaza de mercado en hora punta; ya que los allí congregados podrían permanecer con los labios sellados, pero sus mentes eran totalmente libres para divagar, meditar, preguntar, contestar… sobre esa duda que a todos les corroía por dentro.

No era de extrañar, aquel proceso había sido uno de los más largos y controvertidos de los últimos tiempos, y la presión mediática que habían soportado tanto el juez, como los abogados y los miembros del jurado, había sido aplastante. La implicada en aquel terrible suceso que había conmocionado los cimientos de la sociedad, pertenecía a una de las familias más reconocidas y de antiguo linaje del país. A pesar de eso, siempre se habían mantenido ajenos al mundillo del famoseo, apartándose de los escándalos que podrían haber suscitado la persecución de la prensa amarilla. Su vida había sido totalmente discreta, alejando así rumores, y  con ellos todos los peligros que conllevan la existencia opulenta de millonarios y poderosos. Por eso, cuando la rica heredera Cosette Lemoine fue detenida, y posteriormente acusada del asesinato de su padre, la noticia saltó a primera plana de todos los medios de comunicación, que a su vez, arrastraron a las masas.

Hacía días que el juicio había quedado visto para sentencia. El jurado había dado su veredicto. Sí, no había duda que la rea era culpable, pero había en todo aquello un gran atenuante, que junto con la posición de la acusada, tendría su peso en la sentencia. Una sentencia que no tardaría en pronunciarse. Ese era el motivo de aquel silencio, ese era el motivo de que nadie se permitiese el más mínimo murmullo. Todos concentraban su mirada en la pequeña puerta que daría paso al juez y con él su veredicto. Eran conscientes que ese paso ya no podría demorarse mucho.

Y efectivamente, la puerta no tardó en abrirse, el silencio se convirtió en un suspiro acompasado de varios pechos a la vez. La figura enjuta, alta y enfundada en su toga negra se hizo presente. Con paso firme, el juez Treville se dirigió a su estrado y una vez allí se sentó. Sus ojos pequeños, protegidos por unas enormes y espesas cejas grises, se clavaron —más que posarse— en el lugar que ocupaba Cosette Lemoine. Así permaneció unos minutos, que a todos les parecieron horas.


Al fin, su ronca voz surgió de su cavernosa garganta. La voz crónica, era secuela de una difteria padecida en su niñez… una voz que añadía más dramatismo si cabe a todas las sentencias que había dictado en su larga vida profesional.

— Póngase en pie la acusada —la pausa obligada que servía  más para dilatar la curiosidad de los presentes, que para dar tiempo a la acusada a levantarse de su asiento. Al fin y al cabo, el juez Treville era de los que opinaban que la sala de un juzgado era mucho más parecido a un escenario teatral de lo que muchos sospechaban. Todos eran actores que sabían representar a la perfección su papel, desde él mismo, hasta defensores, fiscales, jurados, acusados, incluso los meros espectadores, llegaban en muchos momentos a convertirse en los perfectos extras de aquel guión, con final real y no ficticio.

— Cosette Lemoine, ha sido usted juzgada y acusada de la muerte de su padre —siguió hablando pausadamente la voz cavernosa— No obstante, la justicia no puede acusarla en todo su rigor, debido a un atenuante que ningún tribunal puede pasar por alto, su estado de enajenación mental. Los psicólogos que han estudiado su caso durante todo este tiempo han sido claros, contundentes y unánimes. Su salud mental es extrema y de difícil curación, de hecho, ninguno de los profesionales consultados ha sabido dar de forma exacta con el origen de su mal, ya que no está encuadrado en ninguna de las enfermedades mentales conocidas, por lo que pasará el resto de su vida, en la clínica de uno de los más prestigiosos psicólogos del país. Toda una eminencia en tratar trastornos extraños como el suyo. Allí tendrá todos los cuidados necesarios, si no, para su completa cura, al menos para su mejoría.  Sé, porque me he leído minuciosamente todos los informes de los expertos, que me entiende perfectamente señorita Lemoine, ya que su estado no altera en ningún caso ni su inteligencia, ni la percepción de la realidad que la envuelve.

Cosette Lemoine, vestida también de negro riguroso, había permanecido aquel tiempo erguida junto a su abogado. Pasando ya desde hacía años la cuarentena, aún conservaba gran parte de su belleza. Morena, alta y esbelta, jamás había protagonizado ningún escándalo, a pesar de tener el tiempo y el dinero necesarios para ello. No se la habían conocido noviazgos, sus escasas salidas siempre eran en compañía de amistades antiguas y tan discretas como ella. Su vida la había dedicado siempre a su padre, precisamente la víctima del caso, el objeto de su crimen.

Maurice Lemoine, heredero de un inmensa fortuna y propietario de varias industrias farmacéuticas, había llegado a la respetable edad de 88 años, pero su salud no era envidiable ni mucho menos, llevaba muchos años atado a una silla de ruedas y hacía siete que había perdido la totalidad de su visión. Fanático de la lectura, su deterioro físico no había paliado su agudeza mental. Su hija le servía de ojos, la rutina de la casa terminaba cada noche en la biblioteca donde padre e hija se encerraban después de cenar, y Cosette le leía párrafos de alguno de sus libros favoritos, que luego ambos comentaban. 

En esa intimidad, es donde surgió la tragedia. Habían pasado ya dos largos años desde el triste suceso. Cosette, sin ninguna razón, había atacado a su padre, sus largos dedos rodearon el frágil y delgado cuello del anciano provocándole la muerte por estrangulamiento. Pero lo que había causado mayor estupefacción fue su posterior ensañamiento con el cadáver al que laceró cara y cuello con sus fuertes uñas.

Cuando a la mañana siguiente, los criados se percataron de que sus señores no habían dormido en sus camas y que la puerta de la biblioteca permanecía  cerrada con llave, supieron que algo extraño había ocurrido. El mayordomo abrió inmediatamente la puerta con la llave maestra y contemplaron la escena irreal, al principio con sorpresa, y más tarde, con horror no exento de un amago de náusea.

El anciano en su silla de ruedas sin vida, con el rostro y el cuello cubierto de arañazos profundos y sangre. La señorita tendida en el suelo y sin sentido.

La policía científica lo tuvo muy fácil desde el principio. Puerta cerrada, cristalera de acceso al jardín también cerrada e intacta, ningún cristal roto, o cerradura forzada que indicase la entrada de nadie ajeno a la casa. No objetos robados, no ensañamiento con mobiliario, ninguna huella dactilar que no fuese la de los dueños de la casa o los criados. Y la prueba más contundente, entre las uñas de la mujer había restos de piel del anciano. Todo estaba claro, Cosette Lemoine había cometido un parricidio horrible, llegando al ensañamiento contra un anciano que no podía defenderse.

En la práctica todo fue más difícil, Cosette, que en un principio se mostró llorosa, pero manteniendo en todo momento la serenidad, fue poco a poco derrumbándose en episodios de amnesia, desmayos con pérdidas de sentido, delirios… Una serie de anomalías para la que los médicos no tenían explicación. La señorita Lemoine era una mujer completamente sana físicamente, ninguna patología física podía corresponderse con aquellos síntomas. 

A petición de su abogado, fueron consultados competentes  psicólogos y psiquiatras. Sin embargo, el estado de Cosette empeoraba paulatinamente. Ahora sufría también pesadillas, y en algunos casos su comportamiento podía rozar la violencia, que ejercía contra ella misma. Las cuidadoras, vigilaban constantemente que no tuviese a su alcance instrumentos punzantes, cinturones, bufandas, chales y demás objetos con los que pudiera dañarse seriamente.

Sus sueños eran siempre los mismos, se despertaba a medianoche sudorosa, llorando y pidiendo a gritos que encontrasen y matasen a la pantera. En los momentos de tranquilidad y lucidez, cuando aprovechaban para interrogarla, ella insistía que a su padre le había matado una enorme pantera negra que   había penetrado en la habitación, lanzándose contra el inválido provocándole las heridas con sus garras. No sabía explicar como ni de donde había salido aquella bestia, pero ella la había visto con sus propios ojos, hasta que no pudo más y cayó al suelo sin sentido. Seguramente eso fue lo que la salvó, el permanecer totalmente inmóvil en el suelo. Cuando los policías comentaban que las heridas no habían sido la causa de la muerte, que su padre había sido estrangulado y que eso era imposible que lo hubiese hecho ningún animal, Cosette volvía a caer en el mutismo total, para volver a la misma cantinela al día siguiente, y al otro… y al otro.

Todos: investigadores, abogados, médicos y jurado estuvieron de acuerdo, Cosette Lemoine, en algún momento de su vida había perdido la razón y aquello la llevó a cometer aquel asesinato sin justificación posible.

Continuará...

jueves, 5 de mayo de 2011

LE PETIT CAPORAL


Ahora más que nunca su encogida figura se asemejaba a aquel pequeño corso, que un día ya bastante lejano, abandonó su isla junto a su hermano José, a instancias de su padre — un abogado perteneciente a la rancia aristocracia de Córcega — que quería que sus hijos se hiciesen nombre y posición en su nueva patria. El señor di Buonaparte recordaba que no hacía tantos años — sólo un año antes del nacimiento de su hijo Napoleone — su isla fue comprada a Génova por Francia.

El pequeño Napoleone, con tan sólo diez años, junto a su hermano José abandonó Ajaccio, la ciudad que le vio nacer; para aventurarse a una nueva vida. Eran conscientes que su padre les brindaba una oportunidad de oro, una salida hacía un horizonte que veían limitado en el no muy extenso perímetro de su isla.

La academia militar de Brienne-le-Château les dio la bienvenida. Allí los dos jóvenes comenzaron su andadura francesa. Napoleone, que siempre habló francés — pese a sus intensivas clases desde muy joven — con marcado acento italiano, rápidamente destacó en asignaturas como matemáticas y geografía, lo que le abrió las puertas de la Escuela Real,  convirtiéndose en poco tiempo en cabo de artillería, un cuerpo del que nunca renegó. Su hermano José, sin embargo, optó por otra salida, al poco tiempo conoció a la hija de un rico comerciante marsellés, Julia Clary, con quien contrajo matrimonio. José pasaría a ser un comerciante de clase alta, dejando a un lado su carrera militar, para la que no tenía vocación ni las mismas aptitudes que su hermano.

— ¡Mi pequeña Desirée! — suspiró Napoleone; jamás había dejado de recordar a la dulce hermana pequeña de su cuñada. Su primer amor… quizá su único amor. La última vez que la vio fue hacía unos años en Elba, su primer lugar de destierro. Sólo a ella rindió su espada.

Fue esa maldita revolución la que le hizo dar un giro a su vida. Partidario de los jacobinos, lo que le hizo tener que abandonar Córcega con toda su familia, y a pesar de encontrarse lejos y en campaña, el joven Buonaparte, que poco a poco se iba convirtiendo en Napoleón Bonaparte, fue evolucionando en vertiginosa locura como la etapa histórica que le toco vivir. El mundo en unos pocos meses se volvió loco. Guillotinas… muerte… devastación… caos. Y al final París, la cuidad soñada, la meta de todo aquel que quisiera hacerse un nombre. Y Josefina, una aún joven y hermosa criolla viuda de una aristócrata guillotinado durante la revolución. Aquella bellísima mujer también sufrió el castigo revolucionario, separada de sus dos hijos — pequeños aún — encerrada en una mazmorra, y que salvó su vida gracias a sus relaciones y amistades con varios políticos   republicanos.

Poco le importó al joven militar, que esta mujer fuese algunos años mayor que él. Como tampoco le importó que hubiese sido la amante de Barras, uno de sus superiores. Con ella, el “joven pueblerino”, como le conocían en los círculos selectos de la capital, conoció la locura en la cama y, lo más importante, la hermosa y exótica madame de Beauharnais le abrió las puertas de todos los salones de la nobleza, la alta burguesía y la clase política, que contemplaban con satisfacción, como todo volvía a su cauce y poco a poco resurgían sus aspiraciones tras el terror en el que habían vivido aquellos años violentos. Allí en poco tiempo fue pasando de teniente, a general y de general se convirtió en el Primer Cónsul de una institución nueva que acabó con esa débil herencia de la Revolución y la República que llamaron Directorio. Ese 18 de Brumario fue fundamental para Bonaparte, que se vio metido de lleno en la vorágine de la política.

Napoleone, sopesó los pros y los contras e hizo memoria selectiva, olvidando a Desirée. La ambición llamaba a su puerta.

A partir de entonces todo fue muy rápido:

— Demasiado rápido, creo que desde que contraje matrimonio con Josefina comenzaron a bambolearme fuertes tormentas atlánticas, internas y externas. Batallas, triunfos, viajes… Recorrí media Europa al frente de mis tropas. Llegué a Egipto, mis manos tocaron las piedras de aquellas imponentes construcciones, las pirámides, junto a su sombra comenzó mi sueño… o mi locura. Yo, un insignificante mortal, tenía que sobrepasar el listón, igual que aquellas tumbas milenarias, edificadas para la gloria de grandes reyes. Yo, Napoleone Buonaparte, tenía que llegar a ser grande. Tan inmortal en los anales de la Historia, como aquellos bloques de piedra que se alzaban en perfecta unión hacia el cielo. Y para eso necesitaba algo más que Francia. Quería una Europa unida, bajo un mismo poder y legislada por una misma Constitución.

Aquella fue, sin embargo, la mejor etapa de mi vida — seguía narrando el Emperador derrotado a su  fiel ayudante — Medio mundo me aclamaba como un gran general, el magnífico estratega, el único hombre capaz de guiar la maltrecha Francia por la senda del éxito que ese gran país merecía… otro medio me llamaba: Tirano Bonaparte, el Ogro de Ajaccio, Usurpador Universal. No puedo negar que este último insulto, incluso llegó a tener cierta gracia.

Entre vítores y maldiciones fui llegando a la cima, sin apenas darme cuenta. Hay quien dice que yo arranqué la corona de las manos de Pio VII en Notre Dame y me la ceñí yo mismo llevado por mi propia ambición,  probablemente sería verdad, ahora no podría afirmarlo, no lo sé, no lo recuerdo…  si hice algo así sin duda fue un impulso de locura transitoria. La idea del Imperio ni fue mía. El zorro de Fouché fue quien metió esa idea en mi cabeza, era la baza perfecta para dar mayor legalidad y sobre todo entidad, a una nación que ya se aventuraba como muy próspera, y por lo tanto, un Consulado como institución tenia poca importancia.

De lo único que soy consciente, es que aquel momento de gloria fue el inicio del declive. Ya nada fue igual. Josefina no podía tener hijos, pese a ser madre de dos criaturas: hembra y varón  — fruto de su primer matrimonio — Yo no lo supe hasta el último momento, cada encuentro amoroso era un lance apasionado, en cada visita a sus habitaciones me guiaba la misma ilusión: “hoy es el día Napoleone, hoy engendrarás tu primer hijo… tú heredero” . Ya ni siquiera buscaba el goce carnal, sólo buscaba eso, un legítimo sucesor. Pero los días, los meses y los años se sucedían y no había novedad. Hasta que un día. ante uno de mis brotes de agresiva violencia, entre sollozos y tendida a mis pies, Josefina me confesó que tras su último parto había tenido problemas quedando estéril, jamás tendría otro hijo.

Me sentí estafado, humillado y engañado. De nada sirvieron sus ruegos, de un plumazo olvidé todos los años de felicidad compartida, su ardor, su entrega en la cama, sus juegos eróticos que tanto me hicieron enloquecer. La repudié, si, ¿Qué podía hacer?, estaba en mi derecho, yo era el Emperador de Francia, y necesitaba un hijo que continuase mi dinastía.

Y entonces llegó María Luisa. Fría, desapasionada, tan diferente a mí como la noche y el día, tan joven, tan digna hija de sus padres. Siempre en su lugar, hizo muy bien su papel, para el que había sido preparada desde la infancia. No podemos olvidar que esta jovencita pertenecía a una de las casas reales más antiguas de Europa.

Aunque hubo muchas amantes, se puede decir que mi vida se centró en tres mujeres: Desirée fue juventud, ingenuidad, esperanza, pureza; Josefina,  madurez, pasión, éxito, ambición… María Luisa, sólo representó frialdad y ausencia, fue únicamente el recipiente donde se gestó el “Rey de Roma”, mi único hijo.

Todo fue una sucesión de tragedias. Campos de batalla que se convertían en hambrientos dragones que engullían a mis tropas. España luchaba y vibraba entre sangre. Rusia languidecía en su blancura espectral. Mis ejércitos agonizaban sepultados entre rojo y blanco.



Llegó la primera caída. Mi rendición a los malditos ingleses. El destierro en Elba. El reencuentro con mi querida Desirée. Mi espada en sus manos. Y al final, el intento de recuperación, tras saber que todavía tenía una parte del ejército a mi favor. Recuerdo cuando tras mi fuga, me reencontré en Grenoble con mi antiguo mariscal Michel Nay, aún soy capaz de pronunciar una por una las palabras que dirigí a su ejército: “Soldados del Quinto ustedes me reconocen si algún hombre quiere disparar sobre su Emperador, puede hacerlo ahora”. Un general no llora, un Emperador menos… pero el día en que aquel puñado de leales me gritaron. “¡Vive L‘empereur!”, el nudo que me oprimió la garganta, fue lo más parecido al sabor de las lágrimas que sentí en toda mi vida. 

Poco duró aquel alzamiento, cien días, unos pocos días donde creí… más bien soñé que aún todo era posible. Incluso redacté una nueva constitución, mucho más liberal, con derechos más justos para todos. El pueblo de Paris estuvo conmigo, sé que ellos no me abandonaron, fueron leales a su Emperador… No así, ese puñado de buitres políticos que me dieron la espalda. Aún así, sólo la humillación de Waterloo supuso el golpe final. La jaula más o menos dorada de Elba, se convirtió en esta de duro hierro. Donde no sólo mis odiados ingleses, sino también mis propios compatriotas me vigilan día y noche. Aún me tienen miedo mi leal Marchand, por eso nos han traído aquí,  a este pequeño trozo de tierra perdido en el Atlántico, lejos de mi patria, lejos de mi hogar; acompañado por un pequeño grupo de fieles donde intento recuperar mi memoria, para que tú, mi buen Louis Marchand, tomes buena nota y dejes constancia de parte de mi vida. Para que los que vengan detrás no piensen que fui un monstruo, quizá ellos, alguna vez intuyan la verdad: Yo, Napoleón Bonaparte fui un hombre con un sueño, ligado al desastre, la guerra y la sangre. Pero todo tenía un porque, una Europa fuerte y unida nos habría hecho más libres. Pero querido amigo, me temo que la idea no se correspondió con el momento adecuado.

Este dolor de estómago y de costado me mata lentamente. Los médicos dicen que es algo hepático, pero no me engañan… o a lo mejor son ellos los que quieren mentirse a sí mismos. Sin tener su arte sé más que ellos, ya que  estoy seguro que padezco la misma enfermedad que llevó a la tumba a mi padre, ese fatal cáncer de colon que no perdona vida humana. Aunque por otra parte mi querido Marchand… ¿No notas de un tiempo a esta parte que el sabor del agua, de los alimentos y sobre todo del vino son más amargos que de costumbre? No me hagas caso, esto son tonterías mías. Ese sabor amargo no puede ser otra cosa que el sabor de la derrota.

FIN