Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

jueves, 9 de enero de 2020

YO, URRACA





A Alfonso disteis León, con Asturias y Sanabria, a Sancho Castilla la bien
nombrada, a García con Galicia, y Braganza la altozana, su ánima quedo

tranquila y la mía alterada, y a mí que soy vuestra hija me olvidáis cuan a
una rata, si hasta vuestro hijo bastardo arzobispo lo nombrarais, primado

de las Españas Cardenal es del Papa, y a mí y a mi hermana nada.

Hola, mi nombre es Urraca. Sí, esa misma, en la que todos estáis pensando. Perdón, eso de todos era un decir. El hecho de estar meditabunda e inerte no significa que no me dé cuenta de lo que ha cambiado el mundo en todo este tiempo. Ahora no se tiene tiempo para nada, especialmente para echar un vistazo a nuestra Historia.

Hoy quiero despertar la memoria de los que me conocen, y presentarme a los que no han tenido noticias mías.

Fui la hija primogénita de un rey; Fernando I, para muchos un gran monarca que consiguió reconquistar muchos territorios al moro. Lástima que a última hora se volvió un viejo chocho y sentimental. Diréis que soy dura con mi propio padre, pero al final de su vida hizo lo que un rey nunca debería hacer, repartir su territorio entre sus tres hijos varones: Sancho heredó Castilla, Alfonso León y García, el menor, los territorios gallegos.

A mí, por ser mujer, únicamente me dejó una pequeña ciudad amurallada: mi querida Zamora. Pero no fue su amor filial lo que le empujó a darme este legado, fue mi valor y mi arrojo al acercarme a su lecho de muerte y exigirle mis derechos y mi herencia.

Esta división creó envidias y desavenencias. Sancho desde el primer momento quiso todos los reinos para él. Su orgullo le exigía reinar sobre las mismas posesiones de su padre. Él no podía sentirse inferior a nadie. Un mal bicho este hermano mío. Y ahí no me quedó otra que intervenir en la reyerta y ayudar a mi querido hermano Alfonso, dándole asilo en mi ciudad cuando huía de la codicia del ambicioso Sancho.

Por esa razón mis contemporáneos me tacharon de insaciable, traidora, manipuladora y cruel; entre otros apelativos. Hasta llegaron a acusarme de incitar a mi amante Vellido Dolfos a matar a traición a mi hermano Sancho. Todo son burdas mentiras, ni Dolfos fue mi amante, ni yo le ordené matar a mi hermano. Aunque ganas no me faltaron.

Me casé varias veces por razones de Estado. ¡Bobadas! ¡prejuicios medievales! Como si una mujer no puediera valerse sola. Trabajo baldío ya que ninguno de mis esposos fue buen consejero, ni siquiera me satisfizo como mujer y lo que ellos me negaban tuve que buscarlo en brazos de mis amantes.

Muy pocos llegaron a saber que en mi vida sólo amé a un hombre; mi valiente y leal Rodrigo Díaz, el de Vivar. Paradójicamente fue al único que una de mis acciones, aunque indirecta, llevó a la perdición y aquello me fue matando poco a poco de tristeza.

No pretendo justificarme, la historia hace siglos que me juzgó. No fui una puta, como muchos dijeron, ni tampoco un ángel. Mi lacra fue nacer en una época bárbara, tener que estar siempre bajo la sombra de hombres que solamente encontraban satisfacción en las guerras, en la tiranía y en la expoliación. Mi único pecado: ser mujer y más inteligente que muchos de los varones que se cruzaron en mi camino.

Poco me importa ya lo que piensen de mí, ni siquiera me molesta la necia mirada de algún que otro inepto a quien solo le hace gracia mi nombre, ignorante de —entre otras muchas cosas— qué o quién fuí. Ahora sólo soy una simple estatua alzada en un pedestal que reposa en un viejo parque de la ciudad que llaman Madrid.


FIN




martes, 7 de junio de 2016

Primero voy a hablar del libro físicamente. En su presentación es un libro muy cuidado, a una imagen de portada estética y atractiva se le une una buena calidad. La cubierta es de tapa blanda con solapas, pero lo suficientemente fuerte para evitar que las pastas se hagan un rulo y luego se quede el libro bastante perjudicado tras su lectura. Este detalle, yo, personalmente lo agradezco un montón ya que me gusta cuidar los libros y odio ese tipo de pastas que al final se quedan dobladas y da esa sensación de dejadez o de haber tratado el libro a bacatazos. También agradezco el tamaño, un poco más grande que el de un libro de bolsillo, pero sin exceder ese voluminoso tamaño de muchos libros actuales, que en su derroche de destacar, se hacen incómodos de llevar si somos aficionados a leer en los medios de transporte durante nuestros desplazamientos; pareciendo, en muchos casos, que en lugar de llevar una lectura interesante, llevemos en las manos una enciclopedia o un tratado de física cuántica. Así que mi enhorabuena a la editorial por presentarnos un producto bien hecho.

Ahora paso a lo más importante, el contenido. La primera vez que leí un texto de Marta me quedé con la boca abierta, y eso no es fácil de conseguir cuando llevas en la sangre el gen lector, y además tienes la suerte de rodearte de gente que escribe y lo hace muy bien. El hecho de atreverme  a juntar yo misma unos pocos renglones, tampoco ayuda, ya que te vuelves mucho más crítica con lo que lees (aunque confieso que ese hecho no favorece en lo personal, por eso de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio).

Lo primero que se me vino a la cabeza fue ¿Dónde estaba metida está mujer? Y es que de ella hay que destacar, no sólo la técnica, lo más importante es su visión de la historia y la forma de contarla.

VIENEN A POR TI, sorprende desde la magnífica introducción, dando una idea clara de lo que te vas a encontrar, pero no te prepara para lo que viene después.

El miedo es algo muy subjetivo y cada uno lo vive de una manera, mientras para unos el miedo es una combinación de monstruos, fantasmas y dinámica gore, con batiburrillos de sangre vísceras y demás, para otros el miedo es más espiritual, más paranormal, mezclando la locura con la irrealidad.

Pero en el miedo, como en todo hay algo que no falla nunca y es cuando el miedo pasa a formar parte de la vida cotidiana,, cuando los fantasmas, zombies y demás seres fantásticos toman forma humana y se convierten en esposas, tus mejores amigos etc. Es decir, gente común y corriente que comparte tu día a día.

No hay nada más fascinante que la naturaleza humana, nunca podemos estar seguros de quien tenemos al lado, incluso de nosotros mismos, no sabemos en qué momento uno de nuestros chips puede hacer crak y cambiar nuestra vida y lo que nos rodea. Tampoco sabemos cuál puede ser el desencadenante, sujestión, envidia llevada al extremo, venganza, celos, incluso un deseo ilógico de justicia llevada al límite más extremo, puede convertir al ser más encantador en un auténtico monstruo.

Esto y mucho más te encuentras en este pequeño libro de tamaño, que no de contenido. Quince historias independientes te transportarán a un mundo paralelo y quizá no tan extraño. Historias distintas, con distinta temática pero con dos denominadores comunes ninguna te deja indiferente y todas te dejan con ganas de leer más y adentrarte en la siguiente.

Marta Junquera con un lenguaje y un estilo claro, directo y limpio de palabras superfluas, entra de lleno en un mundo real y cotidiano para sorprenderte con un giro de 180°, pero sin perder la coherencia. ¡Ojo! No sabes de donde salen ni lo que quieren pero vienen a por ti.

miércoles, 18 de marzo de 2015

LA RUTA DEL 123


Y había llegado... mi último día de trabajo... mi última ruta en aquel trayecto que había recorrido durante tantos y tantos años. Sería la última vez que volvería a ver aquellas caras, algunas, ya tan conocidas.

Así, con ese olor a añoranza, remontamos la primera parada y como siempre ahí estaba Isabel. Mi Isabelita, mi niña mimada. Recuerdo él primer día que la conocí, tenía cuatro años e iba con sus padres a ver la cabalgata de Reyes, su primera cabalgata. Sus ojitos parecían dos lámparas brillantes, sus risas, su alegría, su ilusión, aquella ilusión que solo puede tener la inocencia más pura. Ahí estaba esperándome, convertida ya en toda una mujer, para que la llevase a su trabajo como cada día.

En la segunda parada, como casi siempre, estaba don Francisco. ¡Pobre hombre!, siempre como cada mañana con la única compañia de su garrote, arrastraba sus pies castigados por la artrosis. Su figura era inconfundible, su abrigó con el forro descosido, raído y descolorido por el paso de los años, su pelo grasiento y su barba descuidada de días sin afeitar.

Este hombre en sus años mozos fue una persona exitosa, educada y culta, pero la vida no es justa para todo el mundo y mucho menos para él. Un señor con todo el sentido literal de la palabra, ahora se veía así, totalmente abandonado. Vivía con su hijo y su nuera, pero apenas le hacían caso y él, a pesar de sus muchos años, cada mañana; salvo por causas mayores y muy justificadas, me esperaba en la parada para que le llevara a la Biblioteca Nacional donde pasaba muchas horas para ser lo menos gravoso y molesto a su familia.

¡Despacio don Francisco!, no se apure arrancaré con suavidad para darle tiempo y que se pueda sentar.

Y ¡a quien veo aquí!, Carlos, el chico serio del barrio, como cada mañana camino de la Universidad. Carlos ya estudió la carrera de Filosofía y Letras. Trabaja por las tardes dando clases en una academia y no contento con eso, ahora, está estudiando Derecho.

¡Aja!!!, como me esperaba no ha tardado en ponerse junto a Isabelita, entre estos dos intuyo que va surgir algo, solo les falta un empujoncito, ¿doy un frenazo? No, me voy a contener que no quiero un disgusto para ser mi último día. Su expresión y la forma de mirarse lo dice todo, lástima que yo no lo veré.

Pero si hoy también me espera Guadalupe, hacía días que no la veía, su presencia nunca pasa desapercibida, su forma de hablar fuerte a pleno pulmón hace callar el resto de los murmullos. Esta mujer bajita y regordeta tiene una vitalidad envidiable. Hace la limpieza de varios portales del barrio, por eso siempre se encuentra algún conocido y nos ameniza con sus conocimientos sobre la vida y milagros de muchos vecinos.

Aquí está mi pequeño Lucas, digo pequeño por decir algo, que ya es todo un mocetón de veintitrés años. Quiero a todos mis clientes, ¡claro que sí! Pero no puedo negar, se me nota demasiado, que este chico es mi favorito. Le conocí cuando tan solo tenía doce años. Era un pilluelo, sus padres por el trabajo le tenían un tanto abandonado, se pasaba todo el día en la calle mezclándose con chicos mayores que él.

Cuando le conocí trataba de robar alguna cartera, pero me di cuenta y pegué un brusco acelerón lo que hizo que le pillasen. Le dieron un buen susto llevándole a la comisaría, aunque el susto mayor se lo llevaron sus padres que, a partir de entonces, se replantearon su vida y el futuro de su hijo. Afortunadamente y con su buena voluntad y la predisposición del asustado chico, hicieron de Lucas lo que es hoy en día; un chico responsable que no falta un día a su trabajo de mecánico, por cierto, dicen que es muy bueno.

Lentamente se va llenando el autobús, y minuto a minuto, como un incesante goteo que marca mi llegada a la meta, va pasando el día. Un día que se me ha hecho muy corto.

Que les puedo contar de Pepe, mi fiel amigo de tantos años, mi compañero de fatigas, la persona que ha compartido tantas horas de su vida conmigo. Nadie como él me ha sabido comprender y es que empezó a trabajar conmigo siendo muy joven. A él le quedan aún algunos años para jubilarse.

Ya llega la hora de recorgerse y vamos de camino a las cocheras municipales, mi último destierro. Alguien ha decidido que ya no sirvo, que mi viejo motor ya no es útil.

Mañana este mismo trayecto lo hará otro coche, mucho más nuevo, incluso de otro color, más bonito y más potente. Seguramente contaminará menos, y llevará una plataforma baja para que don Francisco pueda subir sin tanta dificultad. Pero, ¿captará el alma de todas esas personas como yo la he captado?.

— Hola Pepe. ¿Has terminado por hoy?, ya está bien, tendrás ganas de llegar a casa. —Saluda el encargado de las cocheras.

- Buenas Daniel, sí, hoy estoy algo cansado. Además no sé, tengo algo de morriña, mañana me dan coche nuevo.

— Ya lo sé, he visto en el cuadrante que el coche 123 va al desguace. Este viejo cacharro ya no da para más.

— Pues yo me siento algo triste, han sido muchos años conduciéndole. Y te digo Daniel, que esta máquina todavía responde, no sé si un coche nuevo rendirá lo que ha rendido mi 123. En fin, mañana será otro día.

Adiós Pepe, viejo amigo, yo también te echaré de menos, solo me queda la esperanza de que alguna de mis viejas piezas sea reciclada en algún coche nuevo y, que otro Pepe, algún día lo conduzca. Eso que en tal alta estima teneís los humanos y que llamais donacion de órganos, y es tan común en nosotros, los cacharros viejos e inservibles.

Adiós querido amigo, que sepas que la mayoría de los frenazos y acelerones los provocaba yo.

Diciendo esto, el coche 123 lanzó un guiño como solo un coche podía hacerlo.

— Daniel ¿has visto eso?, creo que los faros se han encendido y se han apagado solos.

— Pepe, vete a casa, creo que sí es cierto que hoy estás más cansado de lo normal.









FIN

miércoles, 11 de marzo de 2015

FALSA CULPABLE


Los copos de nieve golpeaban la cristalera del salón convirtiéndose, en el choque, en finas gotas de agua. Marisa contemplaba con la vista fija en el ventanal las finas hileras que dibujaban las gotas al descender por la superficie lisa y transparente. La niña estaba fascinada, sentía que la ventana estaba derramando las lágrimas que ella ya no podía verter porque, simplemente, estaba seca.

Las horas iban pasando en silencio y soledad, el atardecer precipitado por las espesas nubes blancas y que, sin embargo, le daban al ambiente un extraño tono blanquecino, espectral y frío. Marisa se sentía sola, tan sola como tantas otras tardes grises, blancas o soleadas, no importaba el estado climático de aquellos días apagados y abandonados a la tristeza. Ya nada era igual, sus padres se recluían en su propia aflicción y no la hacían caso. Incluso sentía que la casa que antes la acogía con esa calidez propia de las madres atentas y cariñosas, ahora parecía que iba cerrando poco a poco sus paredes en torno a ella, haciéndola sentir un agobio y una angustia que se fijaban en su garganta, haciendo que ese nudo, que casi la impedía tragar, se hiciera cada vez más grande y la ahogara mucho más.

Marisa se sentía prisionera en aquella mansión que había sido su jaula dorada durante casi toda su corta vida, pero aquello había pasado hacía tanto tiempo...

Entonces la vida les sonreía, sus padres eran felices y estaban todo el día alegres. Los negocios funcionaban bien, su padre era uno de los hombres más respetados de toda la ciudad y su madre era una mujer tranquila y cariñosa, pendiente de su marido y de sus hijos.

Todo estaba bien, todo era perfecto y funcionaba con la misma precisión que una máquina. En aquellas circunstancias, en una tarde blanca de nieve y frío extremo, Marisa jamás hubiera estado sola, ahora seguramente estaría en el salón acompañada y cobijada sintiendo el calor de los brazos protectores de su madre y escuchando su dulce voz contándola alguna historia de esas que tanto la gustaban a ella de hadas y princesas hermosas y buenas, y de brujas malvadas.

Pero ahora, estaba sola, sola y triste, triste y abandonada, abandonada y destruida en un mundo que ya no la pertenecía. No la pertenecía porque parte de ese mundo que tenía no era suyo en su totalidad, parte de esa vida que ella estaba viviendo tendría que ser también de su hermano, Antonio, el niño de cabeza dorada y rizos rubios que había llegado al hogar tres años más tarde que ella, y desde entonces, se había convertido en, su juguete primero y cuando las edades se fueron igualando en su mejor compañero de juegos.

Pero Antonio un día se fue, se marchó para siempre de sus vidas y les dejó abandonados en la total miseria. Papá abandonó los negocios y la ruina les consumió, no salía de su despacho para nada, ni siquiera para ir al dormitorio y, al menos, dormir una noche con comodidad en su cama. Mamá no volvió a reír, ni a cantar, ni siquiera se acercaba a ella; se pasaba el día llorando encerrada en su habitación, no permitía que nadie la visitase ni quería trato con nadie. Los sirvientes habían abandonado la casa, solo se quedó con ellos la fiel Dorotea, la nana de su madre, la persona que la había criado y que después se había ocupado de sus hijos.

Dorotea era la única persona que la cuidaba un poco, aunque este cuidado se limitase a ponerle la comida tres veces al día y mantener su ropa limpia, eso sí, sin dignarse a mirarla o dirigirla la palabra.

Habían pasado ya cuatro años desde la tarde fatídica, Marisa seguía siendo una niña prisionera en el cuerpo de una adolescente de quince años; y es que su cuerpo crecía de manera directamente proporcional a como se empequeñecía su mente.

La pobre muchacha se había quedado estancada en aquella tarde lejana, cargando el peso de su propia culpa, cuando el columpio del jardín disparó a su hermano del sillín. Lo único que machacaba su cabeza una y otra vez eran las carcajadas de Antonio y su alegre vocecilla infantil pidiendo que siguiera empujando con más fuerza el columpio: “¡Venga Marisa, empuja más fuerte, quiero sentir el viento en mi cara, quiero subir lo más alto posible, quiero tocar el cielo con mi mano!”.

Las risas se cortaron en seco, la voz se apagó para siempre, la felicidad desapareció para no volver jamás a sus vidas y en la cabeza de Marisa, a parte de los últimos momentos de Antonio, solo quedaron grabadas otras dos cosas: El cuerpo inerte de su hermano tendido en el césped y la mirada acusadora y rígida de su madre sobre ella.

FIN

miércoles, 4 de marzo de 2015

SENDERO SIN FINAL


No entendía nada de lo que me sucedía. Tenía la sensación de que había pasado siglos durmiendo y durante aquel sueño había perdido la noción del espacio y el tiempo. Ahí estaba tendido en una cama blanca, en una habitación blanca sin más muebles ni atrezos; una puerta situada frente a mi cama y una ventana estrecha y enrejada situada a mi izquierda en lo alto de la pared eran las únicas variantes en aquel espacio totalmente impersonal y aséptico. Por entre los barrotes se colaban unos cuantos rayos de luz que iluminaban la estancia y le daban un pequeño punto de calidez a tanta frialdad.

Quise moverme y fue imposible, observé con sorpresa que unas ligaduras fuertes sujetaban mis brazos y piernas. En ese momento vi cómo se abría la puerta y la atravesaron dos figuras grandes enfundadas en unos monos irremediablemente blancos, portaban utensilios de aseo. Les pregunté que me había pasado y donde me encontraba, ni me contestaron, se limitaron a aflojarme las correas y comenzaron a desnudarme para lavar mi cuerpo. Al finalizar la tarea recogieron todo, volvieron a apretar mis ataduras y se marcharon tan en silencio como habían llegado.

No había un miserable reloj que me indicara una hora exacta, era de día, eso sí me lo indicaba la luz que entraba en la estancia, si es que aquello no era un efecto artificial creado para agudizar mi aturdimiento. Tendría que conseguir mantenerme despierto para comprobar si, finalmente los brillantes rayos de sol cedían sus espacio a la luz suave de las estrellas y con ella a la negrura de la noche. Al final me cansé de contemplar tanta blancura y de tantas elucubraciones absurdas y mis pensamientos, dando un giro mucho más agradable, se elevaron por el techo y salieron a través de las rejas de la ventana buscando a mi adorada Mabel.

Era muy difícil para una persona como yo, realista hasta la médula, soñar. Desde mi infancia fui un pobre desgraciado que carecía hasta de lo más elemental. Desde muy pequeño tuve que llevar el pan a mi casa ya que mi padre, delincuente de pacotilla, estaba más dentro de la cárcel que fuera y poco o nada podía hacer por nosotros. Mi madre, adicta al alcohol y a las drogas desde la adolescencia, tampoco podía hacer nada por sus hijos, por lo tanto yo me convertí en un pequeño cabeza de familia y en la única esperanza para mis dos hermanos pequeños.

Sí, desde que prácticamente abrí los ojos a la vida tuve que pelear por la existencia, por salir adelante y por que la miseria no se apoderase de nosotros. No tuve tiempo para ilusiones, ni fantasías, ni cuentos, ni aventuras donde yo era el héroe; mis únicas peripecias se limitaron a salir cada mañana a buscar comida para mi familia. Cualquier trabajo era bueno para ello, por eso ejercí diversas profesiones: limpiabotas, repartidor de periódicos o cualquier otra cosa que se pudiera repartir a domicilio; hasta que terminé trabajando como comercial en una empresa de piezas para coches. Sí, prosperé en la vida y al final logré tener un trabajo estable y con un sueldo suficiente para vivir sin demasiadas estrecheces. Pero no pude recuperar lo que había perdido, no hay dinero que pague la falta de ilusión, la ausencia de la inocencia infantil... hasta que conocí a mi pequeña hada, a la musa que me hizo conocer ese maravilloso mundo que jamás había visitado, que ni siquiera había presentido que pudiera existir.

Conocí el maravilloso mundo de los sueños y la evasión ya de adulto cuando Mabel se cruzó en mi camino. Ella me enseñó lo agradable que resulta soñar, lo bueno que es poder evadirse de la realidad que nos invade y que, en muchas ocasiones, nos cubre de miseria. Ella me llevó de la mano y recorrió conmigo el mundo de Fantasía, el hermoso sendero amarillo que no tenía fin.

Cada día nos encerrábamos en nosotros mismos y viajábamos al país de Oz, siempre acompañados por nuestra guía Dorothy y su perro Totó, saludábamos al espantapájaros, al león cobarde y bondadoso y al hombre de hojalata. Jugábamos con las brujas del Norte y del Sur y conseguíamos pasar desapercibidos para las malvadas brujas del Este y del Oeste.

Cada día avanzábamos más en nuestra meta hacia el castillo de Oz, queríamos conocer al mago, imbuirnos de su sabiduría, disfrutar de su magia. Pero el camino nunca se terminaba. Siempre había algo nuevo que descubrir, algo más fantástico si cabe, más asombroso donde nada se correspondía con todo lo conocido, donde ni siquiera los colores eran los mismos colores que en la realidad... ni las sensaciones... ni los olores... nada era real, pero tampoco era mentira.

Para mí los días eran un suplicio, suspiraba y veía pasar las horas lentamente esperando con ansia la llegada de la noche y, con ella, el encuentro con Mabel y de nuevo nuestro paseo por aquel asombroso mundo que cada vez me atraía más. Cogidos de la mano atravesábamos de nuevo las páginas de ese extraordinario universo y nos perdíamos en su suelo amarillo y sus laterales azules.

Pero una noche, Mabel llegó tarde a nuestra cita, yo estaba nervioso y alterado. ¿Me habría abandonado? ¿Estaría harta de mí, un pobre hombre acobardado y vencido por las circunstancias de una vida dura? No me extrañaba, no era la primera vez que una mujer me dejaba a mi suerte. Pero al final volvió a mi lado, era tarde pero allí estaba frente a mí, fue tanta mi alegría al verla que no supe medir mis fuerzas y en el abrazo del reencuentro la apreté. Era tal mi sensación de alegría que no supe medir mis fuerzas y mientras estrujaba con mis poderosos brazos su cuerpo menudo, ella chillaba y entre sollozos me pedía que la dejara, que no la abrazase tan fuerte que la impedía respirar. Los chillidos se fueron convirtiendo en jadeos apagados sin fuerzas para hablar, su voz salía entrecortada, sin aliento, pero yo seguía apretándola muy fuerte, cada vez más fuerte entre mis brazos hasta que sentí un crujido, y me di cuenta demasiado tarde que los frágiles y delicados huesos de Mabel se habían roto, yo los había partido sin ninguna misericordia.

No quise hacerlo, he jurado mil veces que solo fue una señal de afecto, una caricia exagerada sí, porque la alegría de haberla recuperado me exaltó.

Fui yo el primero que acudí a la policía, fui yo quien se declaró culpable ante todo aquel que quisiera oírme. Y ahora estoy aquí, en este lugar blanco, impoluto, sin colores, sin alegría, en total soledad. No sé si es la auténtica realidad que me envuelve o son mis sueños que me atormentan. No se si este encierro mío es real o es producto de un mal sueño. Lo cierto es que desde que Mabel desapareció de mi vida no he vuelto a visitar el maravilloso mundo de Oz, parece como si ese lugar de prodigios asombrosos se hubieran esfumado con ella.

Mi único contacto humano era unos pocos minutos dos veces al día con aquellos hombres enfundados en sus monos blancos y, muy de vez en cuando, con dos hombres con batas blancas que, portando una carpeta en sus manos me miraban con indulgencia y movían la cabeza negando repetidamente para que el más mayor volviera a murmurar muy bajo, pensando que yo no le podía escuchar, las mismas palabras:

“¡Pobre muchacho!, es una lástima que haya perdido la noción de la realidad de esa manera, mira que pensar que ha asesinado a su novia. Este pobre desgraciado no tenía novia. La policía acudió a la vivienda en cuanto él se presentó a entregarse y allí no había ningún cuerpo. Lo único que encontraron en aquella habitación fue una figurilla de porcelana con forma de ninfa hecha pedazos en el suelo”.

Y ellos, pobres desgraciados, ¿que sabrán lo que pasó con Mabel?


FIN

lunes, 23 de febrero de 2015

MI CALLE

FOTO TOMADA DE WIKIPEDIA
Aunque parezca que todo lo que voy a contar son hechos claros conservados durante mucho tiempo en mi memoria, nada más lejos de la realidad. Es cierto que lo que relato es totalmente coherente y tiene sentido, lo que no sé es si todo ocurrió de esta manera o ha sido mi propia mente la que ha reconstruido todo y ha puesto parches allí donde las lagunas del tiempo y, sobre todo, de mi situación, hicieron estragos.

Casi puedo asegurar, porque allí todo era igual, que era una mañana como cualquiera de las que se vivían en aquel marzo de 1916, era una mañana oscura, nublada, la tierra seguía igual de gris y árida que el día anterior. Tras una larga jornada de guardia nocturna nuestro sargento nos avisó de que los que habíamos cubierto la noche podíamos retirarnos a descansar. ¿Descansar? Si podían llamar descanso a tumbarse en el frío y húmedo suelo de una trinchera eran o tontos o muy optimistas, aunque yo siempre tuve la sospecha que los bobos éramos nosotros que, como corderos, nos creíamos todo lo que nos decían y atendíamos fiel a su llamada. Lo malo era que lo que todos creíamos que iba a ser un asunto de dos días entre dos vecinos mal avenidos, se fue alargando y extendiendo de una manera alarmante donde, toda Europa, se estaba desangrando.

Me fui a mi rincón y me cubrí con el capote que, días antes había cogido a un compañero que cayó muerto a mis pies, ya que el mío se había perdido hacía muchas jornadas. Algo que antes me habría parecido horrible, quitar sus posesiones a un muerto, ahora era lo más natural del mundo, a ellos ya no les serviría de nada y a nosotros, los ¿vivos? podría salvarnos hasta que otra bala traidora nos segase la vida.

Los dedos de mis pies estaban entumecidos por la humedad y el frío. Me quité las botas y los froté, conté varios agujeros más en las botas y los calcetines ya eran casi inexistentes. Me dispuse a cerrar los ojos y tratar de dormir un poco cuando, un estruendo que nos dejó prácticamente sordos, sonó algunos metros más allá en primera línea de trincheras. Corrí hacía el lugar y vi un espectáculo desolador, montones  de cuerpos se amontonaban en grotescas posturas, una granada había barrido esa zona del frente. Un poco más alejado, fuera de la trinchera, vi un uniforme distinto al nuestro ¡no!, gritó mi garganta sin voz, ¡No podía ser! ¡Él no! Era Piero, un muchacho que sólo tenía trece años y era uno de mis mejores amigos. El chico era huérfano y había huido hacía meses de un orfanato en el Piamonte, alistándose en el ejército falseando su edad. Debido a su vida dura, su cuerpo se había desarrollado lo suficiente para hacerse pasar por un chico de dieciocho o veinte años. No sé cómo dejó las líneas italianas y llegó hasta allí, siempre que iba a comenzar su historia algo la interrumpía.

No me lo pensé dos veces y corrí a recoger el cuerpo inerte, probablemente estaría muerto, pero eso no sé podía saber, no sería el primer caso de dar a un soldado por fallecido y luego apreciar que seguía con vida. De todas formas vivo o muerto, Piero no merecía quedarse tirado en tierra de nadie. No me lo pensé dos veces y salí corriendo, me arrojé al suelo y repté por el barro, cuando llegué donde estaba el cuerpo del italiano me arrodillé, entonces fue cuando sentí un dolor agudo en el brazo volví a tumbarme en tierra y agarrando al muchacho de las botas tiré de él para acercarlo a las trincheras, ya cerca de nuestras líneas, otros compañeros salieron para ayudarme…

*************

— ¡Mamá! Me voy a jugar un rato, Armand y los demás me esperan en la plaza. Hoy les vamos a dar una buena somanta a Maurice y los suyos.

— No vuelvas tarde René o te quedarás sin merendar ¿me oyes? Además cuidado con vuestras peleas que la última vez volviste escalabrado, como vuelvas con alguna herida te juro que no te vas a poder sentar en días de los azotes que te vas a llevar. Sabes que no me gusta que andes peleándote por ahí, no quiero que os hagáis daño, ni unos ni otros. No es bueno eso de andar luchando por ahí, las batallas no son buenas ni en los juegos ¡hazme caso, René, Dios quiera que nosotros no tengamos que vivir lo que vivieron tus abuelos tiempo atrás!

Mi madre sabía de lo que hablaba, no hacía tanto tiempo que Francia había salido de una guerra, corta pero intensa, que sentó las bases para la situación de malas avenencias en las que desde entonces vivimos los francos y los prusianos, en la que mi abuelo había participado. Recuerdo sus narraciones, cuando en verano salíamos a buscar el fresco de la noche a la puerta de nuestra casa.

Salí corriendo a la calle, mi calle, ese lugar maravilloso donde había nacido, donde había dado mis primeros pasos. Era una calle corta y estrecha, rodeada de más calles cortas y estrechas que desembocaban en una plaza grande y soleada. De cada casa salían los olores típicos de los hogares, el olor de la leña de las chimeneas en invierno, los guisos de las casas a cada cual más apetecible, el olor a ropa limpia. El griterío de las mujeres llamando a sus hijos o hablando con las vecinas. Los sonidos de los trabajos de los hombres: del herrero, del carpintero, del panadero… Ese olor a pan recién horneado era el primero que llegaba a mi cama al despertar.

No era raro que toda la chiquillería nos uniésemos en las mismas correrías y, tampoco era extraño que dentro de la buena convivencia, hubiese pandillas enfrentadas con nuestros respectivos líderes. Yo era el líder de mi panda y Maurice, mi archienemigo, era el líder de la pandilla de los “Ratas”.

Maurice y yo vivíamos en la misma calle, nuestras madres eran amigas íntimas desde que eran niñas, pero nosotros, no sé porque razón, nos odiamos desde que dimos nuestros primeros pasos y corríamos por la calle para arrebatarnos nuestras respectivas meriendas.

Aquel día era el definitivo, armados con palos, piedras y los más afortunados con espadas construidas de madera, íbamos a dar lo suyo a los “Ratas” a Maurice no le iban a quedar ganas de seguir inmiscuyéndose en nuestros asuntos.

Y sí, salimos ganadores, todos los “Ratas” salieron huyendo como esos repugnantes bichos a los que representaban. Desde entonces todo cambió, mi calle siguió siendo más que nunca mi calle; pero las distancias insalvables entre nosotros hizo que nuestras familias, concretamente nuestras madres, dejaran de hablarse, lo que dividió la calle en dos bandos: los Darras y los Voinchet.

Las cosas no mejoraron entre nosotros, a medida que los años iban pasando y los juegos callejeros cedieron paso a actividades más de adultos, nuestros caminos  se distanciaron y esa calle estrecha no sirvió para unir nuestras vidas, a pesar de los irremediables encontronazos diarios.

En menos tiempo que nos imaginamos nos convertimos en dos jóvenes de dieciocho años que queríamos comernos el mundo, cada uno a nuestra manera, y, eso sí, sin cruzarnos ni miradas ni palabras.

El mismo año de nuestro dieciocho aniversario la vida dio un giro impensable y dramático, 1914 nos trajo nuevos aires, y no precisamente esos aires puros a los que estábamos acostumbrados y que dejaban nuestros cielos limpios y de un azul brillante. Esos nuevos vientos trajeron, polvo, sudor y tiñó nuestros cielos de un gris pardo y nuestra tierra de un rojo sanguinolento. La guerra, casi sin darnos cuenta, llamó a nuestras puertas. Fueron momentos en los que llevados por el embrujo del ¡NO PASARÁN! de quienes nos mandaban y, sobre todo por el impulso de nuestra sangre inocente y joven, nos creímos con la capacidad suficiente para cambiar el mundo al menor coste posible y las cosas no fueron realmente así…

************

El día que desperté no me vi tendido en mi cama, y los olores agradables de pan horneado, ropa limpia y comida apetitosa habían cambiado por los acres olores de un hospital de campaña, y entonces recordé todo lo que había pasado y donde estaba. Pregunté por Piero y me negaron con la cabeza, su herida había sido mortal. El pobre chiquillo italiano había encontrado por fin la paz y el sosiego que tanto ansiaba. No puede evitar un nudo en la garganta al pensar que en su  joven vida lo único que había conocido había sido la pena, la frustración y las peores miserias de los seres humanos.

Un médico con la bata ensangrentada se sentó al lado de mi camastro y me contó lo que había pasado. Afortunadamente mi herida no había sido grave, había sido lo suficientemente grande y el esfuerzo que hice al arrastrar el cuerpo de Piero me hizo sangrar copiosamente, aquello me llevó a una situación que me mantuvo en coma varias horas. La bala me había rozado el hombro y un nervio, con lo cual, aquel brazo me quedaría inútil. En poco tiempo había pasado de ser un muchacho en plenitud de facultades y fortaleza a ser un pobre e inútil manco. Aquello sirvió para que me dieran la licencia y poder regresar a casa.

Pero mi casa ya no era como la recordaba, mi calle estaba triste, desierta, no se veían niños reír ni correr por ella. La ausencia de hombres jóvenes era patente. La desolación se reflejaba en los rostros. La escasez de comida debido a la situación bélica se hacía manifiesta y el cielo, a pesar de estar a muchos kilómetros de las trincheras, no era tan azul como lo recordaba. Me enteré que muchos de mis amigos habían caído en el frente y otros aún luchaban en las distintas batallas.

Todo era desolación y lo peor fue lo que llegó después. Aquella guerra que iba a ser rápida y se iba a solucionar en unos pocos meses se alargaba. Ya eran muchos años, cuatro largos años en una situación que ya no era sostenible. Las bajas seguían en alza, y los más afortunados se habían convertidos en pobres lisiados como yo, si no físicamente, sí mentalmente. Ya nada era lo mismo, no podía serlo. Aquella guerra se había convertido en la peor de las pesadillas, las fuerzas ya no se medían cuerpo a cuerpo, con bayonetas y fusiles convencionales o con espadas y sables. Esa guerra terrorífica puso al alcance del hombre artilugios hasta entonces desconocidos: bombas, obuses, aparatos que volaban arrojando muerte y desolación a su paso, carros blindados que, como los cascos del caballo de Atila, arrancaban la hierba a su paso. No, nada era como lo que se había conocido anteriormente. ¿Nadie iba a detener aquella carnicería? Tanta muerte, tanta sangre joven derramada en esos eriales. Una generación entera de chicos, casi niños, fue masacrada y aniquilada ¿Por qué? En el mejor de los casos, en los que aún conservamos la vida, nos robaron la inocencia, la ilusión, la esperanza… la vida.

Finalmente el 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio. La guerra había terminado. Todos recibimos la noticia con alivio, mi calle recuperó un poco la alegría de tiempos pasados. Sabíamos que muchos no volverían, pero la sensatez se impuso en nuestros corazones, aquello significaba que no habría más muertes innecesarias. El terror había pasado, ahora había que mirar hacia delante e intentar que aquello no se repitiera nunca más.

Me gustaba salir todas las mañanas a dar una vuelta por el pueblo. A pesar de rozar el invierno me apetecía sentarme en un banco, mi cuerpo se había acostumbrado tanto al frio del noreste francés, que esos inviernos de mi pueblo enclavado en el sur del país me parecían una bendición. Sentí unos pasos inseguros y una sombra se puso frente a mí. Levanté la mirada y me topé con los ojos de un viejo conocido. Maurice, me contemplaba, su aspecto era desgarrador, las ropas ajadas, el rostro cansado y lo peor, un par de muletas sujetaban una única pierna. A pesar de aquella visión demoledora, sus ojos mostraban el mismo orgullo de siempre y su pose era de total dignidad.

En los últimos días de guerra le habían herido una pierna, los medios en los hospitales ya escaseaban de forma espantosa y los médicos no pudieron evitar que la gangrena se extendiese. El miembro tuvo que ser amputado. Y ahora estábamos los dos ahí, solos, en la misma plaza donde tantas veces se habían librado nuestras ingenuas batallas infantiles. Los dos igual de apagados, igual de rendidos en la victoria que nuestro país no dejaba de celebrar.

Nos miramos mientras las lágrimas recorrían nuestros rostros y, si, nos fundimos en un abrazo, un abrazo que hacía no tantos años habría sido improbable.

Corrí a mí casa y ante el estupor de mi madre rebusqué en el viejo arcón hasta que encontré mi vieja espada de madera y la arrojé a la chimenea. No quería más armas en mi vida, ni siquiera las de juguete. Lo único que pedí a aquellas llamas es que no se volviese a repetir una situación semejante, ¡no más guerras!, ¡no más muertes!, ¡no más lágrimas en los ojos de aquellos que pierden un familiar o les ven regresar en una situación lamentable!

Por eso ahora que han pasado algunos años, no tantos como pudieran parecer, que aún quedamos hombres con la memoria suficiente para recordar aquella barbarie, vemos con estupor que es inevitable que vuelva a suceder lo mismo y que la tierra volverá, si nadie lo evita, a ser regada con más sangre inocente.

Hoy 1 de septiembre de 1939, Maurice y nuestras familias nos hemos reunidos en el salón de mi casa y estamos escuchando  en la radio las últimas noticias: Alemania, sin aviso previo, ha invadido Polonia. El resto de los países europeos ante semejante abuso de poder han decido declarar la guerra al ejército del Tercer Reich.

Nosotros dos, Maurice Darras y René Voinchet, supervivientes de La Gran Guerra,  nos separamos del círculo familiar y nos miramos de la misma forma que nos habíamos mirado aquel día de primeros de diciembre de 1918 cuando nos reencontramos en la plaza. Los hombres volvíamos a ser igual de estúpidos que veintiún años atrás. Volvíamos a ser pequeñas “ratas” peleando por el mismo queso.

FOTO TOMADA DE LA WEB www.culturizame.es

FIN

martes, 17 de febrero de 2015

LA VIDA EN UNA SOSPECHA


El viento soplaba con fuerza colándose por cada resquicio de los ventanales y las puertas del caserón.

Marion y Vincent McGinty estaban sentados en el sofá de terciopelo rojo del salón blanco, el más pequeño de los tres salones de la mansión, esperando a que el mayordomo les avisase para la cena. Permanecían sentados en los lados opuestos, callados, ausentes y prácticamente no se miraban a la cara. Vincent repasaba por enésima vez la sección económica del Times, mientras Marion hojeaba con desgana los dibujos de unos diseños de vestidos que le había enviado su modista. Los tres últimos años de su matrimonio les habían alejado años luz. Poco o nada tenía que ver su situación actual con los primeros momentos de su vida en común.

Marion Sullivan era una chica de clase alta, pero una mala administración del gestor de su padre sumió a la familia en la ruina. La muchacha tuvo que comenzar a ganar su propio sustento y comenzó a trabajar como institutriz o dama de compañía. Así fue como conoció a Vincent McGinty cuando llegó a la mansión para cuidar a su madre que había enviudado recientemente y ya era anciana.

Poco a poco la convivencia les fue uniendo y al fallecer su madre, Vincent se dio cuenta de que ya no podría vivir sin la presencia de Marion, pero sin trabajo no era adecuado mantenerla en casa, estaría mal visto, así que la pidió matrimonio y la boda se celebró en cuanto pasó el tiempo reglamentario de luto.

Todo había sido perfecto, era un matrimonio bien avenido. Vincent estaba junto a la mujer que amaba y lo cuidaba día a día, y Marion, aparte de estar junto al hombre del que se enamoró desde el primer momento, volvió a la clase social que le pertenecía. Pero nada es perfecto en la vida, y ellos también tenían una sombra que planeaba sobre sus cabezas, que hacía que su existencia no fuese todo lo ideal que merecían: Gilbert. Sí, Gilbert, el hijo pródigo, el hermano díscolo de Vincent, un hermano a quien no veía hacía muchos años y a quien Marion no había llegado a conocer.

Gilbert era el ingobernable de la familia; desde su infancia había dado quebraderos de cabeza a sus progenitores. Ni los duros castigos de su padre, ni su estancia en los internados más estrictos de Inglaterra y del extranjero, consiguieron dominar el carácter rebelde e indómito del joven. Su vida delictiva comenzó con estafas y timos de poca monta hasta que gradualmente fue escalando peldaños hasta convertirse en una de las cabezas más visibles del hampa londinense.

Gilbert, pese a su falta de presencia física en la mansión, no dejaba de ser el dolor de cabeza de su hermano, sobre todo cuando en la escena familiar comenzó a aparecer un policía de Scotland Yard, el inspector de homicidios Maddox.

El inspector se presentaba en la mansión de forma asidua para preguntar al matrimonio por los pasos de Gilbert: ¿Sabían algo de él?, ¿desde cuándo no aparecía por la casa?, ¿habían recibido alguna nota o carta de él?

Maddox llevaba el caso de la desaparición de dos jefecillos mafiosos del East End londinense. Ambos habían tenido tratos profesionales con Gilbert McGinty y la teoría del inspector era que probablemente los cadáveres de los mafiosos estarían hundidos en el fangoso fondo del río Támesis, pero que tarde o temprano los cuerpos aparecerían y que ahí Gilbert McGinty no tendría escapatoria. Esto ocurriría más pronto o más tarde. En cuanto pasase el invierno el río sería dragado y entonces aparecerían sin ninguna duda, haciendo que el cerco contra la oveja negra de los McGinty se estrechase hasta cerrarlo.

Lo cierto es que bien porque la monotonía comenzaba a hacer estragos en la vida conyugal; o por esos, cada vez más regulares, sobresaltos que les daba la policía y la presencia fantasmal de Gilbert en sus vidas, la pareja no atravesaba uno de sus mejores momentos.

Unos golpes suaves les sacaron de su ensimismamiento, la puerta se abrió y apareció Williams, el mayordomo, que les anunció que la cena estaba servida.

— ¡Vamos querida!

— Ves tú Vincent, creo que esta noche no voy a cenar porque tengo una jaqueca horrible. Será mejor que me retire a mi habitación.

— Marion, deberías tomar al menos un consomé caliente. Hoy ha sido un día muy frío.

— No, no me apetece tomar nada. Williams, por favor, diga a Gertrud que dentro de un rato me suba un vaso de leche tibia, eso sí me vendrá bien para conciliar el sueño.

Vincent abandonó el salón seguido por Williams.

Marion se levantó y se dirigió a la chimenea, cogió el atizador y comenzó a remover las cenizas. Las llamas comenzaron a chispear y sus pensamientos comenzaron a agolparse en su cabeza a la misma velocidad que el crepitar del fuego.

No, nada había sido igual desde aquel suceso. Un 28 de febrero de 1893 todo había cambiado para ella y los recuerdos volvían a visitarla el mismo día tres años más tarde. Desde entonces Marion no había sido la misma, el presagio y la duda estaban matando sus ilusiones poco a poco. Vivir bajo la presión de la sospecha era poco menos que morir en vida.

************

— Te lo pido por Dios, Vincent, ¡no vayas!

— No puedo negarme, Marion, es mi hermano y me necesita; debo acudir a su llamada.

— Pero querido, sabes que Gilbert es peligroso. Tú, al igual que yo, has escuchado las hipótesis de la policía. No puedo fiarme de él, Vincent. Me da miedo que tras tanto tiempo desaparecido y sin acordarse de ti, ahora te reclame. Ni siquiera apareció para el funeral de tu madre. ¡No vayas, te lo ruego!

— Marion debo ir, mi hermano no puede hacerme ningún daño. Tú no le conoces, es lógico que las palabras del inspector te asusten. No te olvides que a pesar de que nuestros caminos se separaron, hemos crecido juntos. También hemos pasado buenos momentos durante nuestra infancia. No, Gilbert no me hará ningún daño, por nuestras venas corre la misma sangre. Además, ahora está enfermo y me necesita. Sería un canalla si no acudiese a su llamada.

— Al menos avisa al inspector Maddox para que sepa que te vas a reunir con él.

— ¿Qué quieres que le detengan? ¿Quieres que sea yo su delator? No me podría perdonar ver a mi hermano ante un jurado y menos siendo declarado culpable. ¿Quieres que le vea colgando de una cuerda? ¡Estás loca, mujer!

— Pero no se sabe si él es culpable de los delitos de asesinato, las suposiciones de Scotland Yard no tienen por qué ser correctas. Si no encuentran pruebas y sobre todo los cadáveres, no le pueden condenar a pena de muerte. ¿De qué le pueden acusar, de estafa, timo, robo? Como mucho pasará unos años en la cárcel, nada que un buen abogado no pueda resolver, y tú tienes suficiente dinero y relaciones para que tu hermano tenga un trato favorable.

— No seas ingenua Marion. ¿Crees que la policía lanza hipótesis así a la ligera si no tienen algo bajo la manga? No, algo tienen, otra cosa es que lo digan. Tarde o temprano los cuerpos aparecerán y entonces, probablemente, no tendrá escapatoria. No, no puedo hacerle eso, seguramente lo que necesita es que lo lleve a un médico, o algo de dinero. Vivir al otro lado de la ley debe de tener sus momentos buenos y malos. Nunca seré un soplón de mi hermano, el día que Scotland Yard lo detenga tendré que aguantar lo que caiga y apechugar con lo que pase; pero no seré yo quien lo entregue, no podría vivir con ese peso en mi conciencia.

Marion vio salir a su marido con un nudo en la garganta. Desde que hacía dos días había sonado el aldabón de la puerta principal y un pilluelo callejero les había entregado una nota manuscrita de su cuñado, Marion no había conseguido conciliar el sueño. Un escalofrío, la caricia de una mano invisible y fría recorría su espalda mientras un presagio anudaba su garganta.

Al poco tiempo el carillón de la entrada dio once lentas campanadas. Marion dijo al servicio que se retirara y ella permaneció sentada en el salón blanco. El reloj siguió marcando las horas de forma lenta y acompasada, las doce… la una… las dos… Antes de que sonaran las tres campanadas de la madrugada la mujer sintió el llavín en la puerta y corrió al hall.

Allí, al pie de la escalera,  se encontraba su marido. Su aspecto era cansado y la capa estaba polvorienta.

— ¿Qué ha pasado Vincent? ¿Está todo bien? ¿Dónde está Gilbert, le has llevado a un médico?... —Las preguntas se agolpaban en la boca de Marion y salían con un nerviosismo y una rapidez poco propias de ella. Vincent la cortó en seco.

— No ha sido necesario consultar a un médico, tan solo sufría una gripe un poco más fuerte de lo normal. Mi hermano está bien, ahora, está bien. No te preocupes Marion, todo está como tiene que estar. Voy a dormir, estoy cansado y necesito un poco de reposo; no debías haberme esperado despierta.

— Eso no es importante, no tengo sueño y seguramente no pegaré ojo en lo que queda de noche. Al menos ya estás en casa y eso es lo fundamental.

— Pues si no vas a dormir avisa mañana temprano al mayordomo que no me llame a la hora habitual, quiero dormir hasta bien entrada la mañana.

Estas palabras pronunciadas en un tono tan seco llamaron la atención de Marion.

— ¿Te encuentras bien, cariño?

— Me encuentro perfectamente.

La voz volvió a salir seca y sin ninguna tonalidad. Vincent se volvió y miró directamente a los ojos de Marion. Algo en la mirada de su marido la aterró, el pelo era idéntico, las mismas facciones asomaban a su rostro, pero había algo diferente: la mirada. Esa no era la mirada del hombre con el que había compartido los últimos diez años de su vida, seis de ellos dentro del matrimonio.

A la mañana siguiente un titular del Times desgarró el corazón de Marion

ÚLTIMA HORA

“Esta madrugada ha sido encontrado un cadáver flotando en el Támesis, el cuerpo tenía tres puñaladas, dos en la espalda y una en el pecho. La policía ya ha identificado el cuerpo, se trata de Gilbert McGinty,  un conocido delincuente de los bajos fondos londinenses. Aunque este hombre pertenecía a una familia de clase alta, ya que era el hermano gemelo del conocido industrial Vincent McGinty, hacía años que había abandonado la casa familiar para dar rienda suelta a sus actividades delictivas. En los últimos meses el inspector Maddox de Scotland Yard sospechaba que McGinty estaba tras la muerte de dos mafiosos del East End. La polícia había cerrado el círculo en torno a este personaje y su detención iba a ser inminente. El equipo de investigación puede asegurar que la muerte se ha producido por un ajuste de cuentas entre jefes de los bajos fondos que actúan en los muelles del río”.

La voz de Vincent sonó a su espalda.

— Perdona Marion, sé que anoche fui un poco brusco contigo pero estaba agotado.

El hombre miró por encima del hombro de su esposa y leyó el titular.

— Ya ha pasado todo Marion, sabes muy bien que para que uno sobreviviese otro tenía que desaparecer. Mañana saldré muy temprano para la oficina y regresaré tarde, no me esperes en todo el día, tengo que ponerme al tanto de muchos asuntos de la empresa, ya sabes que últimamente he dejado los negocios un poco abandonados.


FIN